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Brasil vive una situación dramática, ante la posibilidad cierta de que una mayoría de votantes elija finalmente como presidente de la República al candidato ultraderechista Jair Bolsonaro, actual diputado y además capitán retirado (en reserva, se le dice allá) del Ejército, quien en la primera vuelta superó el 46% de los votos.
Para caer tan bajo en el retroceso de la convivencia en paz y los avances democráticos de la sociedad, fue determinante la actuación del Poder Judicial para desgastar primero y provocar después la destitución parlamentaria del gobierno constitucional de Dilma Rousseff, al mismo tiempo erosionar día tras día la legitimidad social de todo el PT (Partido de los Trabajadores) liderado por Lula, y finalmente meter preso al expresidente e impedirle ser nuevamente candidato.
Todo ese accionar sedicioso de jueces y fiscales que se mueven al servicio de factores de poder locales y extranjeros, fue perpetrado con el propósito de expulsar de la gestión del Estado a una fuerza política -o sea al PT- y a su líder, precisamente por haber enfrentado a los intereses dominantes brasileños y de la geopolítica norteamericana. Quien encabezó las maniobras dándole apariencia “legal” fue el juez Sergio Moro.
Todo se hizo con el pretexto de “combatir la corrupción”. Uno de los mayores logros de las minorías privilegiadas que detentan el verdadero poderío económico y corporativo en Suramérica, es haberle hecho creer a una gran parte de la población que la “corrupción” es propia de “los políticos”.
Esas minorías, o clases sociales más poderosas, son beneficiarias de un orden social injusto, y para reproducir y en lo posible aumentar su dominio sobre el conjunto de la sociedad, son aliadas en los planes de control de Estados Unidos y -por ende- del capitalismo trasnacional sobre el sur del continente.
La estrategia de dominación se ejecuta fundamentalmente a través de dos estructuras corporativas: la judicial y la mediática. La primera de ellas simula que hace “justicia” contra los “corruptos”, y la segunda implanta esa creencia en amplios sectores de la población, actuando sobre el inconsciente colectivo.
En Brasil, de esa forma, el poder hegemónico local y extranjero ya consiguió devastar a un sistema político de democracia representativa que, después de tres intentos fallidos de Lula, le permitió vencer electoralmente cuatro veces a una fuerza política popular (dos triunfos del mencionado líder y otros dos de Rousseff). Actualmente, está en la etapa de instalar mediante el voto ciudadano a un gobierno que defienda sus intereses pero que esté legitimado con una apariencia de “democracia”.
Dos países vecinos y parecidos
Si finalmente el ganador de la elección brasileña fuera el ultraderechista Bolsonaro, la sociedad podría quedar atrapada en un neofascismo. “Neo” por novedoso en las características que tomaría en un país suramericano, y fascismo por poseer rasgos claves del sistema iniciado en Italia en el período de entreguerras del siglo pasado: la abolición de las libertades democráticas y el uso violento del poder estatal contra la ciudadanía, a fin de perpetuar un sistema económico y social basado en el poder de las corporaciones (empresariales, militares, policiales, judiciales y de cualquier otro tipo).
Todavía en Argentina no se aprecia un peligro semejante. Pero en caso de consumarse semejante tragedia histórica en la nación vecina -nación que además, en números “redondos”, significa la mitad de Suramérica por la extensión de su territorio, el tamaño de su economía y la cantidad de habitantes), nunca las consecuencias serán neutras para nuestro país.
Diversas similitudes entre ambos procesos políticos constituyen una señal de alerta. A modo de ejemplo indicativo, baste señalar que cuando el corrompido parlamento brasileño derrocó a Dilma -cuya gestión previamente había sido acorralada por jueces y fiscales antidemocráticos-, el primer gobierno en reconocer al nuevo presidente de facto, Michel Temer, fue el de Mauricio Macri. La derecha argentina gobernante por ahora no llega al extremo del fascismo, pero tiene claro cuál es el bando donde debe alinearse.
Persiste, no obstante, una diferencia fundamental: Macri alcanzó el gobierno mediante una mayoría de votos, y en cambio Temer es un tránsfuga golpista que había llegado a ser vicepresidente aliado con el PT y Rousseff, pero luego participó del golpe parlamentario para que él pudiera acceder al máximo cargo.
Pero ambas administraciones ejecutan planes de gobierno similares, que son impulsados por las elites dominantes en sus respectivos países y por los intereses de Estados Unidos y del capitalismo global. Así, los dos procesos están perpetrando una demolición minuciosa de la obra de los gobiernos anteriores (“petista” en un caso y kirchnerista en el otro), que lograron conquistas nacionales en materia de soberanía y desarrollo económico, y avances igualitarios en el reparto de la riqueza socialmente producida.
Simultáneamente, como parte de su propia necesidad de neutralizar las protestas sociales, debilitar cualquier tipo de organización popular y amedrentar a sus líderes, y en general perseguir a la oposición, ambos regímenes han perpetrado una devastación del Estado de Derecho, mediante la actuación de jueces y fiscales antidemocráticos, servicios secretos dedicados al espionaje y las acciones clandestinas, y personal de las distintas reparticiones o instituciones armadas de cada Estado.
Mitos en el inconsciente colectivo
Aunque los dispositivos de los poderes de facto le hagan creer a un enorme conjunto social que “corruptos” son “los políticos”, lacorrupción existe también -con particularidades específicas de cada caso- en estructuras de poder judiciales, empresarial-económicas, policiales, militares, eclesiásticas, mediáticas, diplomáticas, sindicales, periodísticas, de la farándula, etc. etc. etc.
Las ideologías dominantes y los discursos mediáticos que la reproducen, se ocupan de reforzar los mitos sobre la (mal llamada) “Justicia”. El mito fundante parte de denominar a ese poder precisamente con la palabra “justicia”, cuya significación condensa uno de los valores humanistas más nobles construidos por la humanidad a lo largo del tiempo.
Otra de las trampas que refuerza mitos favorables a los jueces y fiscales -mientras sirvan a los poderes de facto, o sea a las corporaciones-, consiste en exhibirlos frente a la sociedad como rodeados de un nivel moral superior. Como si un juez o fiscal estuvieran en un lugar casi sagrado de pureza respecto de los demás ciudadanos.
Más todavía: si alguno de ellos, violando las reglas del debido proceso, la defensa en juicio y las garantías constitucionales, consigue forjarse ante una parte significativa de la opinión pública la imagen de “luchador contra la corrupción”, el gigantesco mecanismo de engaño sobre las masas resulta perfecto y el peligro social se multiplica al máximo. Allí podría estar el germen de un nuevo fascismo, socialmente legitimado.
Por encima y en contra de los mitos, la corrupción en el ámbito judicial es tan posible como en las demás estructuras de poder. Ni los jueces o fiscales constituyen de por sí un compendio de virtudes morales, ni la “corrupción” con que algunos de ellos se hacen famosos es la que perjudica y estropea la vida de la sociedad.
Tanto en Argentina como en Brasil, el Poder Judicial de verdad –no el idealizado por el mito–, o sea la judicatura realmente existente, está conducido por facciones que integran los respectivos regímenes políticos que hoy gobiernan en ambos países. Y en muchísimos casos, un integrante del sistema judicial puede ser tan corrupto, degenerado y mafioso como los que existen en cualquier otra estructura o institución del Estado y de la sociedad.
“La gente” y el voto
Desde el punto de vista analítico y de la observación de los grandes acontecimientos políticos, ante cualquier resultado electoral es ridículo -aunque totalmente legítimo como ejercicio del libre pensamiento- dictaminar si el pueblo “es estúpido” o en cambio “nunca se equivoca”; o bien juzgar si “la tiene clara” o por el contrario “se equivocó”; o si “vota contra sus intereses” o lo hace con una visión esclarecida pero que los demás no entienden.
Tanto la opción de echarle la culpa a “la gente”, como la alternativa opuesta de quitarle toda responsabilidad cívica a las personas comunes del pueblo en los asuntos de trascendencia colectiva, son opciones intelectuales de simplificación completamente genuinas y respetables, pero a la vez inútiles para intentar una comprensión de situaciones muy complejas.
Posiblemente sea más provechoso prestar atención a cómo fueron los hechos, cuál es el proceso histórico previo, en qué contexto tiene lugar una cierta elección presidencial, y dónde se pueden advertir las razones profundas que determinan el voto de las personas.
Si en Brasil llegara a consumarse el ascenso al gobierno de un neofascismo legitimado por una mayoría electoral, las causas serán múltiples y jamás una sola. Pero entre los responsables principales que le abrieron paso al monstruo estarían Sergio Moro y los demás jueces y fiscales que, siguiendo el plan de Estados Unidos, violaron el Estado de Derecho y se dedicaron a combatir contra los gobiernos, fuerzas políticas o líderes que son considerados como enemigos por la derecha local y trasnacional.
Y si ello ocurriera sería una nueva advertencia y señal de alerta para Argentina, donde en un proceso muy similar al brasileño -aunque nunca idéntico-, la fracción dominante del Poder Judicial hace alarde de “combatir la corrupción”, y las cadenas mediáticas bombardean con ese discurso al inconsciente colectivo.
De tal manera, se va produciendo un desgaste de la representación democrática ante el conjunto de la población, con riesgos enormes para la paz social, las libertades públicas y el derecho a luchar por un orden social más justo e igualitario.
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