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Columnistas
07/07/2018

Sucesos argentinos

Sucesos argentinos | VA CON FIRMA. Un plus sobre la información.

Valdora relata que, al volver del trabajo, el colectivo en que viajaba pasó delante de una parrilla: “había unos chivitos al asador, y entonces me di cuenta que éramos un pueblo carnívoro, sobre todo antropófago”.

Gerardo Burton

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Todo comienza con un mensaje que Alejandro Finzi envía por correo electrónico. Invita a la muestra de Carlos Valdora, “gran artista plástico radicado en Junín de los Andes” que cerrará el sábado siguiente. Esa exposición, cuyo curador ha sido Finzi, se llama “Imágenes Argentinas” y está integrada por pinturas realizadas en un período de doce años que va de 1995 a 2007. La lejana alusión a los “Sucesos Argentinos”, el noticiero oficial que acompañaba las funciones de cine en la primera década del peronismo, despierta cierta curiosidad. Es la segunda vez que el dramaturgo convoca a la exposición: la primera fue al inaugurarla, pero el cierre del fin de semana tiene un condimento: Valdora hará una guía sobre su obra.

Es un porteño de 75 años trasplantado a la cordillera: vive hace diecisiete años en Junín de los Andes, donde pintó y dejó de pintar, donde pescó truchas y dejó de hacerlo, donde quizás haya encontrado su lugar en el mundo. En la recorrida por sus cuadros no sólo hablará de arte. Mejor dicho, hablará de arte y su circunstancia, de por qué dejó de pintar cuando Onganía intentó reinar en el país, de sus decepciones generacionales ante la sucesión de dictaduras militares y gobiernos civiles con proscripción peronista y, sobre todo, del callejón sin salida al que llegó el arte experimental cuando le amputó la realidad. Recordará al ruso Kazimir Malevich, que pintó hace exactamente un siglo un cuadrado blanco sobre otro cuadrado blanco (“Blanco sobre blanco”, de 1918) y dirá que esa pintura experimental llegó a su límite. Después fue pura repetición, asegura, pero “lo que no se acabó es la historia, podemos hacer algo que convoque al pueblo, a la gente, y ahí sí podemos ser creativos”. Y no le importa que califiquen de literaria o anecdótica su pintura porque cuenta cosas ya que la estética no es sólo lo plástico, lo formal “sino también el contenido”. Quizás Valdora esté en las antípodas del gusto del mercado, alimentado desde los grandes centros  ramificados en todo el mundo y sostenidos por el capital financiero. Esta red, que engloba a las editoriales periodísticas y de libros y revistas, las galerías, las casas de remate de obras artísticas “paga a los mejores críticos, maneja las estructuras de los museos (públicos y privados) y condiciona de una forma aplastante las grandes manifestaciones” (en “Artes plásticas y cultura nacional”, por Roberto Rollié y otros).  Y continúa Rollié: al respecto, Berni exhortaba a descartar “la ingenuidad de creer que, por encima de los intereses comerciales y políticos, el arte imperial se impone exclusivamente por sus valores estéticos”.

Es posible, según Valdora, contar las experiencias de la gente común, del pueblo, transmitirlas de un modo sencillo y con una estética popular. Por eso su obra está ligada al grotesco, al sarcasmo y la cachada. No es casual que “Un grito de corazón” -parte de un verso de la marcha peronista- sea un cuadro que refleja el gol de Maradona al seleccionado inglés en México, una escena conocida como “la mano de Dios”. Los colores no pasan inadvertidos: están en su mayor intensidad, enfrentados los complementarios y por eso bloquean cualquier posibilidad de fuga a la mirada. Aquí, la indiferencia es imposible. Valdora dice en una entrevista que no busca “intelectualizar ni buscar la excelencia plástica”. En realidad es un merodeo, un subterfugio: es otra intelectualidad, es otra excelencia plástica. Como comparar Caravaggio con Velázquez, Goya con los flamencos. Valdora se plantea lo tenebroso y a la vez lo jocoso de la vida; ese costado donde la miseria produce una cierta estética, quizás como hace Berni.

Al terminar la carrera de Bellas Artes, abandonó la pintura porque “no podía representar el mundo en que había vivido”. Ese mundo era su madre holandesa y su nostalgia por la ocupación nazi de su país; era la angustia transmitida acaso por vía uterina; era la sucesión de golpes militares, revoluciones y la violencia larvada o explícita en el país. Recuerda que el 16 de junio de 1955 cursaba la escuela primaria, pero su hermano mayor ya estaba en el secundario. Estudiaba en el Nacional Buenos Aires y el bombardeo lo encontró en la recova del Cabildo, donde una bomba dejó con una pierna menos a un transeúnte que iba delante de él. En 1966, con el golpe de Onganía, el capitán designado como interventor en Bellas Artes decidió eliminar la cátedra de dibujo y reemplazarla por educación cívica. “No sentía que la pintura me representara, por lo cual me dediqué a la publicidad, con relativa suerte, hasta que a mediados de los noventa encontré el modo de hacer arte y sentir que podía decir algo, comentar la realidad”. Acaso “me di cuenta de que arte no es igual a belleza”. Y relata que, al volver del trabajo, el colectivo en que viajaba pasó delante de una parrilla: “había unos chivitos al asador, y entonces me di cuenta que éramos un pueblo carnívoro, sobre todo antropófago”. Ese cuadro, “Todo a la parrilla” se relaciona con otro titulado “Aquellos buenos viejos tiempos”, donde son retratados en el alambrado de una supuesta estancia una vaca con cara de militar y un militar con cara de vaca. “Pinté lo que somos nosotros: un país carnívoro, aunque también podría poner un campo de soja, porque ahora es menos importante la producción pecuaria que la agrícola”. Y además queda representada la sociedad que hubo entre los poderes económicos del país y los militares durante el siglo pasado. “Aunque ahora también habría que cambiarlo: es el poder financiero y mediático el que regula la vida política nacional”.

Valdora pinta al acrílico -seca rápido, dice- y así además logra imprimir en los cuadros “una idea que impacte: no es la técnica lo que importa, sino la imagen”. El fútbol es un vehículo para mostrar la vida social y política de la Argentina. Y Valdora sabe de fútbol: si le devolvieran los años que pasó en los potreros jugando “sería jovencito”. Afirma que es hincha de Racing, pero destaca a Bochini como el mejor jugador en su tiempo. Y el fútbol también le sirve para metaforizar sobre la convertibilidad -ver “Uno a uno”-, o para definir posiciones políticas -las pancartas que llevan los espectadores en las tribunas en “Un grito de corazón”.

“Esta barra kilombera” fue pintado en 1976, cuenta, luego del mundial de fútbol. A partir de un cuadro de Peter Brueghel, “La parábola de los ciegos”, convierte a los personajes ciegos en hinchas  que “están perdidos en un clima tormentoso”. En “Entretiempo” recrea la última cena pintada por Leonardo, pero en el lugar de Jesús están Gardel y los apóstoles son reemplazados por figuras de la cultura argentina. Ni fotos miré, dice, por eso los retratos no son ajustados. Y están Borges, Walsh, Arlt, Di Sarli -me gusta mucho el tango, afirma como si el filete y la presencia reiterada de Gardel no fueran suficientes-, Maradona, Perón, Discépolo, Troilo, Piazzolla. Están viendo un partido de fútbol, por eso hay un televisor, señala. Y el televisor es un personaje habitual en sus cuadros, acaso hoy habría que reemplazarlo por el teléfono celular. En lugar de ser un objeto, parece el dios hogareño que configura a cada uno de los protagonistas -o supuestos protagonistas- de las obras. Es el cerebro, la cabeza, el molde donde se formatean almas y pensamientos.

Otra recreación de pintura clásica es “Monica”, basado sobre “La Venus del espejo”, de Velázquez. En la obra de Valdora Cupido sostiene un televisor en lugar del espejo, y el título del cuadro se debe a Monica Lewinsky, la pasante universitaria que tuvo un romance con el entonces presidente Bill Clinton, que “para eludir el impeachment bombardeó Irak, y los norteamericanos, que no hay nada que les guste más que la guerra, se olvidaron de todo”.

En medio de un paisaje blanco, apenas interrumpido por rastros rojos de sangre y un jinete, está simbolizada la campaña de Roca contra los mapuches. Se titula, dice Valdora, “Viento blanco”, pero en realidad se llamaba “1879 viento blanco” y es sobre la denominada conquista del desierto. Es la parte trasera de su casa en Junín de los Andes. El militar “va arreando a los mapuches, con lo cual se demuestra que no había desierto, y si hay desierto no es conquista y menos operación militar”. Recuerda que después de las acciones bélicas “los arrearon a San Antonio, donde los embarcaron hacia Buenos Aires y después distribuyeron a las niñitas y a las mujeres en un remate, tal como había convocado el diario El Nacional, que ahora es La Nación”.

En un aniversario de la muerte del Che Guevara “algunos aprovecharon para vender remeras con su retrato”, dice ahora. Entonces, consiguió la foto del cadáver del Che en la escuelita boliviana y pintó “La consagración del mercado”, donde cada uno de los militares está con una remera con el retrato del muerto. Ese cuadro se relaciona con “Liturgia patria”, que escenifica un puesto de choripanes en una manifestación callejera en la que el parrillero vende su mercadería con un gorro que parece mitra episcopal mientras los policías persiguen a Marx y a Freud.

29/07/2016

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