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Sobre todo en el curso de la última década, en la región la causa de la democratización de la comunicación ha registrado notables avances, con decir que ahora hace parte de la agenda pública en prácticamente todos los países. Y esto, porque varios gobiernos progresistas dan paso al reconocimiento del Derecho a la Comunicación en marcos constitucionales y en leyes específicas. En unos casos como resultado de una construcción ciudadana, en otros como secuela de la correlación de fuerzas.
Sin embargo, por la lentitud y limitaciones en la implementación de tales disposiciones legales, los cambios que se operan quedan muy fragilizados y expuestos a una permanente arremetida del poder mediático, que se mueve de manera muy sincronizada, nacional e internacionalmente, en torno a ejes estratégicos definidos, con ofensivas comunicacionales integrales y sobre la base de un tejido muy articulado de diversos sectores (partidos políticos, Ong, think tanks, sectores académicos, gremios, etcétera).
Por lo mismo, la corriente de restauración conservadora, que tiene como epicentro el único triunfo electoral de la derecha contra el progresismo en Argentina y el golpe parlamentario en Brasil, con el mismo formato de los ocurridos anteriormente en Paraguay y Honduras, registra en común un programa que, entre sus prioridades, apunta a reforzar el poder de los monopolios mediáticos. Vale decir, a sepultar todas las conquistas alcanzadas para democratizar la comunicación.
En este punto, vale recordar que salvo un par de excepciones, los gobiernos de corte progresista inicialmente, cuando no en el curso de sus mandatos, se inclinaron por negociar con los poderes fácticos mediáticos para no “pisarse la manguera”: ¡falsa ilusión!, pues éstos, ante el descalabro de los partidos de derecha, terminan por constituirse en los puntos nodales de las acciones desestabilizadoras, en conjunción con las redes digitales (mal llamadas “sociales”) en lo que se ha dado en denominar “guerra de cuarta generación” bajo la premisa de la “post-verdad”.
Ahora, el efecto manda
Ya no son tiempos en los cuales la palabra tenía peso por sí misma, con el entendido de compromiso y veracidad, para el fluido relacionamiento entre personas y pueblos. Hoy se habla de post-verdad para señalar que la palabra-verdad puede ser transfigurada, cuando no simplemente ignorada o triturada con la impostura de golpes de efecto sin sustento alguno, pero con alta dosis de emotividad. A la postre, un mecanismo para anular el pensamiento crítico de todas las vertientes.
Uno de estos factores, se considera, tiene que ver con las redes digitales que por su alcance han multiplicado y, por cierto, “globalizado” ese fenómeno cultural llamado rumor, cuando no chisme, cuya ecuación señala: a mayor intriga/incógnita y menor información, la potencialidad del rumor crece en el campo de las emociones que tiene una fuerte carga de irracionalidad. Aunque la fórmula parezca simple, su implementación no lo es tanto, más allá de los mecanismos operativos/instrumentales, ya que entra en juego el contexto social de su implementación.
Varios analistas se han referido a este tema para señalar que, como telón de fondo, está la “ceguera moral” (al decir de Zygmunt Bauman) como efecto de la híper-competencia, individualismo, consumismo, etc. que son resultantes de la economía de mercado. Pero el filósofo italiano Franco “Bifo” Berardi acota que también hay que considerar los impactos de las nuevas tecnologías en nuestra sensibilidad y procesos cognitivos, señalando incluso de que estamos ante una “mutación antropológica”.
Al respecto señala: “La comunicación alfabética tiene un ritmo y una medición que permiten al cerebro una recepción lenta, secuencial, reversible. Son las condiciones de la crítica, que la modernidad considera como la condición de la democracia y de la racionalidad. Pero ¿qué significa ‘crítica’? En su sentido etimológico, la crítica es la capacidad de distinción, y particularmente de discriminación entre verdad y falsedad de los enunciados. Cuando el ritmo de la enunciación se acelera, la posibilidad de interpretación crítica de los enunciados se reduce hasta al punto de cancelarse completamente”.1
Como sea, habilitado un entorno en donde el fin justifica los medios ante la “ceguera moral”, el asunto es que en la vida política se pretende establecer que lo que importa es el efecto que pueda ocasionar un mensaje, sea verdadero o no, por lo general explotando el miedo, la intriga, el escándalo, las creencias personales, cuando no el odio y todo lo que contribuya a generar polarizaciones y dicotomías taponadas, anulando por tanto la posibilidad de análisis.
El fenómeno de la desinformación ha existido siempre, aunque ahora ha alcanzado niveles de resonancia inéditos por la velocidad de transmisión y la viralidad que permiten los medios digitales, pero también por el deterioro del sentido de credibilidad para persuadir ya que ahora se está haciendo común que la persuasión pase por la falta de credibilidad.
En este punto, más allá del entramado político y geopolítico actual en la región, en cuya disputa obviamente asumimos la defensa de la autodeterminación y soberanía de nuestros pueblos, lo que nos queda claro es que la lucha por rescatar el sentido de la verdad, hoy por hoy –igual que antes–, es una tarea prioritaria en un mundo globalizado para reafirmar valores y compromisos éticos con sentido de comunidad y solidaridad.
En nuestra trayectoria, siempre hemos considerado que la comunicación popular y alternativa tiene vigencia porque su atributo principal se sustenta en fundamentos éticos con respaldo en el sentido de una democracia participativa plena.
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