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Hace unos días en un encuentro académico realizado en la ciudad de Bogotá, una colega de la Universidad de Santiago de Chile me decía con cierta tristeza y asombro “yo nunca pensé que le podía suceder esto a los argentinos”. Mientras yo confirmaba con un gesto la pertinencia de su reflexión, por dentro me preguntaba ¿a cuál de todas las calamidades se referirá?
A pesar de que el margen de opciones para lamentarse es bastante amplio, lo importante de esas palabras fue sin duda su lectura histórica. El que nos suceda “esto” que va desde el triunfo democrático de una derecha neoliberal que promete empobrecernos más -y lo cumple- a la desaparición forzada de Santiago Maldonado, algo de inadecuado y disruptivo se hizo evidente para quienes nos han visto como vanguardia en materia de Derechos Humanos, pero también como una sociedad prepotentemente activa en su presente.
¿Era impensable que el Estado volviera a desaparecer personas? ¿Que el racismo del siglo XIX reapareciera? ¿Qué retornara el miedo a los servicios de inteligencia, a la represión, a los infiltrados, a participar de una protesta? No, no era impensable. Pero decididamente todo ello nos quedaba lejos. Nos habíamos desprendido de esas vivencias y hasta creímos en algún momento que habíamos terminado de escribir ese capítulo y cerrado el libro.
La tentación de pensar que la historia se repite y que como hámster en la ruedita recorremos una y otra vez los mismos lugares sin que nada cambie, siempre está presente. Pero no es así. La historia no se repite porque los sujetos que la construyen no son los mismos.
El historiador argentino José Luis Romero –padre del historiador articulista del diario La Nación- enseñaba que las sociedades no nacen ni se extinguen como los sujetos biológicos. En ellas, la vida histórica se presenta como un flujo de larga duración donde el presente no es más que un acto de conciencia de los individuos. Es un punto temporal en el que hombres y mujeres, apropiándose de su pasado, dividen el curso de la historia en un antes y un después. Es decir, queda en manos de los sujetos sociales decidir que experiencias pasadas no desean repetir.
Hoy la escena sociopolítica argentina expresa todo esto de manera contundente. La consigna de “Aparición con Vida” ha vuelto, pero ya no sólo en el pañuelo blanco de 15 madres caminando alrededor de una plaza, sino en miles de banderas y pancartas. La prohibición de hablar de ello en las aulas escolares regresa escrita en hojas amarillas, pero ahora desafiada por maestros y profesores que se niegan a aceptar alguna complicidad, aún a riesgo de ser sancionados.
Si el Estado argentino ha decidido que sus fuerzas de seguridad vistan el uniforme de Julio Argentino Roca y hablen el lenguaje pretérito de la “raza” y la “civilización”, allí estála Coordinadora del Parlamento Pueblo Mapuche para recordarle que hay una Constitución Nacional que los incluye y que sostiene a los derechos humanos y la no violencia como método para sus reivindicaciones. Que somos vecinos del Estado Plurinacional de Bolivia donde se borraron las fronteras internas de la vieja Nación criolla y que vivimos en el siglo XXI donde los Tratados Internacionales, firmados por nuestro país, reconocen su derecho al territorio y a su identidad.
La disputa que se libra en el presente es nada más y nada menos por qué cosas enterrar definitivamente en el pasado.
José Pablo Feinmann decía que si hay algo que nos mueve, es la desesperanza. Por algo será que a los argentinos les gusta la melancolía del tango y las letras de Discépolo. Por algo será que leemos el mundo con sentimiento de pérdida. Por algo será también que la euforia sólo dura el segundo de un gol. Pero por sobre todas las cosas, por algo será que aprendimos a no esperar que las cosas sucedan guiadas por la providencia. Por eso salimos a las calles. Porque descubrimos que mientras esperamos el cumplimiento de una promesa, la historia la terminan escribiendo otros.
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