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Che, Emilio, tené cuidado. Mirá que los milicos se llevaron a Raúl y a Carlos de Manuelita. También a Juan y a Fernanda, le dice en las puertas del Colegio del Carmen, en Paraguay entre Callao y Rodríguez Peña, una tarde de finales de junio, quizás miércoles o jueves. No te preocupes, vení la semana que viene a cenar a casa, responde, y se va con un gesto de despedida en la mano.
Le queda cerca la Facultad de Derecho, donde estudia por la tarde. De profesión, liberal, lo define siempre, en su modo cachador, Roberto Killmeate, Bob, que por estos días estudia teología en Medellín. Emilio ocupa sus mañanas en el Colegio Máximo, y entre la abogacía y el seminario comprime su tiempo para caminar los barrios de Lomas de Zamora, donde se encuentra con los compañeros, busca formas de respuesta y de propuesta política, de repliegue o autodefensa ante la represión que aumenta con los días desde hace meses, con más terror desde marzo. Años más tarde harán un homenaje en esa barriada, y en las calles 21 y 12 de Mercedes habrá un mural con su retrato y el de sus amigos.
Homenaje
Son días de cigarrillos negros -Particulares cortos con filtro- y mate amargo. Ese gusto tienen las horas, las semanas. Como las canciones de Zitarrosa, cancheras y tristes, nostálgicas y con esperanza a veces. Apaga el pucho en el piso con la suela del zapato y vuelve a clases: ya terminó el recreo en el profesorado del Consudec, ese instituto que dirige el hermano Septimio Walsh, un marista de origen irlandés, nacionalista católico y primo hermano de Rodolfo, que en ocho meses habrá terminado de escribir la Carta abierta de un escritor a la Junta Militar y comenzará a distribuirla. Piensa que la semana siguiente irá a San Patricio a comer y charlar, discutir y quizás buscar un poco de paz entre tanta desolación. Quizás también tenga noticias de Bob, que vive casi un exilio en Colombia, como anticipo del que vivirá en Irlanda años después.
El sábado siguiente Emilio visita en San Antonio de Areco a su madre. Anda pensando en dejar la congregación de los palotinos. Se lo cuenta a un amigo, su pasión es la política, afirma. La recomendación del interlocutor no se hace esperar y parece repetir la conversación frente al Carmen, pocos días antes: tené cuidado, Emilio. No vayas siempre por las mismas calles. ¿De qué hablan?, interrumpe Ñata, la mamá de Emilio. Una vez enterada, insiste en que se cuide. Mamá, no te preocupés. Si termino con cuatro tiros en la espalda voy a ser feliz. ¡Emilio, no digas eso!, exclama alarmada. El domingo 27 de junio, Ñata despide en la estación del ferrocarril a su hijo de 23 años y saco azul.
Alfredo Kelly, el sacerdote que orienta a los jóvenes seminaristas palotinos, y uno de los referentes de San Patricio, denuncia en una homilía que bienes robados a los desaparecidos son llevados a remates de los que participan algunos feligreses de la parroquia. Es el “sermón de las cucarachas”, porque así califica Kelly a quienes compran esos objetos. Ya no más ovejas. Cucarachas, dice Kelly.
Pasa la semana sin la invitación. El invierno en Buenos Aires es frío, hostil. La oficina donde trabaja el interlocutor de Emilio está cerca del Congreso, un edificio tan grande como inútil en estos días. Las facturas de venta de las briquetas de carbón no justifican la empresa; las horas transcurren lentas y con calma hasta el mediodía y tras las ventanas solo se ven las últimas columnas de humo de los pocos incineradores que aún funcionan en la ciudad. Un estruendo sacude todo, sirenas enloquecidas. Pronto, las agencias noticiosas, los diarios, las radios, repetirán un titular casi calcado: Buenos Aires. Una poderosa bomba explotó hoy, a las 13.20, en el comedor del edificio de la Superintendencia de Seguridad de la Policía Federal. La cacería posterior no dará respiro.
El cura Kelly ya está enterado que entre un grupo de vecinos del barrio Belgrano C circula una carta que pide su destitución porque es comunista. Kelly lo refiere en su diario, preocupado por el tema. El sábado 3 de julio, durante la cena con Adolfo Leaden, expresa de nuevo su inquietud: ahora juntan firmas para echarlo. Dice que si lo matan, se arrepentirán por lo que provocan. A la medianoche vuelven el padre Pedro Duffau de un casamiento y Emilio y Salvador del cine donde han ido con Rodolfo, que va a lo de sus padres porque tiene las llaves de la casa. Jorge -otro Kelly, también de origen irlandés pero sin parentesco con el cura- está en una reunión que termina tarde. Tampoco regresa.
Poco después de la medianoche de ese mismo sábado, Julio, hijo del general de brigada José Andrés Martínez Waldner, interventor militar en Neuquén, regresa con un amigo -otros dicen que con dos amigos- a su casa en la esquina de Sucre y Estomba, frente a la parroquia. La custodia policial no está y en su puesto hay estacionados dos Peugeot 504 sobre Estomba con una persona cada uno que intercambian señas de luces. Otros dicen que hay un solo automóvil de esa marca con cuatro tipos adentro. El chico piensa que su familia corre peligro y avisa a la Comisaría 37º, de donde envían un patrullero. El custodio de Martínez Waldner está en la casa de un vecino junto a unos amigos que lo han invitado a entrar para atemperar el frío. Tras un bocinazo, sale y recibe una información desde el patrullero: “Si escuchás cohetazos no salgás porque vamos a reventar la casa de unos zurdos. No te metás porque te pueden confundir”. Dos jóvenes vecinos son testigos de lo que ocurre en la calle, y después lo cuentan. Dicen que ven varias personas salir de los autos e ingresar a la casa de San Patricio y poco después irse a toda velocidad. Julio y su amigo -o sus amigos-, ya tranquilos, deciden jugar al truco.
Rolando Savino es organista en la iglesia de San Patricio. Ese domingo se levanta temprano y va a la parroquia para preparar la primera celebración del día. Son las siete y media, y ve gente -poca- esperando en la calle, con frío. Todo está cerrado pese a que han tocado el timbre. Nadie responde: el silencio es extraño, raro, insólito, prolongado. Rolando rodea el edificio, encuentra una banderola semiabierta e ingresa a la casa, donde busca las llaves de la iglesia para abrir sus puertas. Vuelve y, desde el vestíbulo, llama y no obtiene respuesta. Sube al primer piso, donde están los dormitorios: todo está revuelto, hay cosas destrozadas y en desorden. Va a la sala de reuniones de la comunidad. En las paredes hay inscripciones que no quiere o no puede leer. En el piso hay cinco cuerpos, uno cubierto con un afiche de Mafalda. Sale sin poder decir nada.
Salvador Barbeito, de 29 años, profesor de filosofía y psicología y rector del Colegio San Marón; Emilio Barletti, de 23 años, profesor a punto de recibirse de abogado; los sacerdotes Alfredo Leaden, de 57 años, delegado de la congregación de los palotinos irlandeses; Alfredo Duffau, de 65 años, director del colegio de San Vicente Pallotti; y Alfredo Kelly, de 40 años, párroco de San Patricio yacen en el suelo, acribillados a balazos.
Kevin O'Neill, el segundo de la orden palotina, está en Mercedes, pero no puede viajar a Belgrano hasta confirmar si entre los muertos está Emilio, porque debe avisarle a Ñata. Ya no tiene dudas cuando casi al mediodía recibe un llamado de Isabel, desde la parroquia. Va hasta la casa: ¿Emilio también?, pregunta Ñata.
Se demora un poco porque en el acta policial figura Emilio Neira como víctima Nº 4. El jefe de la Comisaría 37, Rafael Fensore, pregunta al superior palotino si no hay ningún Emilio Neira entre los muertos. Nadie sabe cómo aparece el nombre de ese cura, que vive en la parroquia Presentación del Señor, en Saavedra, y está con el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo. Neira se va al Brasil en cuanto se entera, vuelve y lo citan en la ESMA para declarar. No lo secuestran. Lo dejan ir después de cuatro horas de interrogatorio.
Homenaje a Emilio Barletti
Cuando lea esto, décadas después, el interlocutor de Emilio que esa tarde de finales de junio entró a clases en el Consudec no podrá salir de la confusión. Ya no estarán ni Bob ni Jorge Kelly para averiguar, y pensará que Emilio se reirá con la coincidencia. No sabe cuál de los dos Emilios, quizás ambos, reirán. Pero seguro habrá la sonrisa sobradora del que estaba por terminar su carrera de abogacía, que estudiaba en el Máximo, que iba a Lomas de Zamora, el palotino. Ahora todo habrá cambiado: ya no se sospechará de las víctimas, como suele ocurrir en el país con los débiles o los vencidos o los que todo perdieron. Ahora, la institución intentará devolverlos a los altares, aunque desde allí mirará -y exhibirá- más el sufrimiento que la esperanza, más la muerte que la vida. Como siempre, la cosa va por otro lado.
Textos consultados:
“El honor de Dios”, de Gabriel Seisdedos. Editorial San Pablo.
“La masacre de San Patricio”, de Eduardo Kimel. Editorial Lohlé-Lumen.
“Nunca Más”. Informe de la Conadep
Artículos periodísticos: “Otra vez la censura”, de Pablo Rodríguez Leirado. Periódico “The Southern Cross”, junio 1978. Diarios Clarín y La Nación, 5 de julio de 1976.
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