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Hace calor en las barrancas de Rosario sobre el Paraná, apenas iniciada la primavera de este año 2004. El Festival de Poesía terminó hace unas horas: lo único que falta es la cena de clausura. Inés y Silvia caminan hacia el restorán sin ninguna esperanza en entrar: ellas vinieron por las suyas, sin invitación, sólo porque querían asistir a las lecturas y, eventualmente, participar de algún recital. En Inés, sin embargo, hay un interés especial: quiere hacer contactos para su ciclo Interiores -poetas del país-, que organiza lecturas de poetas de provincias desde hace tres años junto con Cayetano Guzmán en IMPA (Industrias Metalúrgicas y Plásticas Argentina), una fábrica recuperada o en bibliotecas populares.
Las dos pagaron pasajes, estadía, comidas. Pero ahora no saben cómo hacer para entrar a la cena de cierre: quieren ir, pero ya no tienen un peso. Y se ríen en la calle, están casi a los gritos diciendo que con la poesía basta. Que pronto conseguirán algo. Alguien se acerca y les pregunta qué pasa; ellas explican y este alguien dice esperen, vamos a ver. Tras hablar con el turco Jorge Isaías, que le hace una mirada cómplice a Hugo Diz, las dos quedan habilitadas.
Los tres -ellas dos y el intermediario- ven una mesa semivacía, ocupan los tres asientos libres y quedan frente al poeta y narrador tucumano Juan José Hernández. Hernández se ríe mientras toma un whisky: su traje es blanco, como la camisa, las medias y los zapatos. Una corbata de lazo, negra, corta tanta blancura y el poeta sonríe con el mismo gesto de Truman Capote. Un Capote del Ecuador al sur.
Hernández capta la atención de todos: habla de su abuela y sus tías de Tucumán, refiere esa infancia en el trópico, encerrado a la hora de la siesta entre el aroma de naranjas y la fragancia del alcanfor de los roperos. Describe el aljibe en el patio interior de la casa paterna: uno casi puede oler los azahares, los jazmines, paladear el agua fresca. En verdad, es el jardín de la República, ríen todos.
Padrecito
miranos
no tenemos manera
de trepar a los árboles
de arrancar
leche dulce a la higuera
los palotes
apalean la carne
no nos salen las cuentas
sin los dedos
no podemos
atajar la pelota ni las penas
sostener el manubrio las palabras
hasta el puente
de Martín Pescador
se nos cae de la infancia
borramos la desdicha
con los codos
¿Cómo hacemos la ronda?
Cómo haremos
con tus manos ahogadas en el río de tinta derramada
Tus muñones golpean gravemente los sueños
Ay Padrecito al menos
no dejes de mirarnos
no nos dejes
(todos los poemas pertenecen al libro “Si es puñal que me mate”, que publicó Inés Manzano, Rosario, Papeles del Boulevard, 2011)
Tras la muerte de Cayetano Guzmán en 2014, Inés quedará al frente del ciclo. Cayetano, que ha nacido en Buga -Valle de Cauca- Colombia, en 1957 vivirá en la Argentina desde 1979.
Cuando los dos piensan Interiores, rompen el cerrojo municipal que encadena a la poesía -y a la literatura- en el país. No más poetas de grandes ciudades exclusivamente, no más cánones ni prestigios establecidos, sea por academias, sea por círculos, sea por medios de comunicación o editoriales -nacionales o extranjeras-.
La idea es organizar una lectura una vez al mes: con esfuerzo y sin apoyos, costean los gastos de viaje, estadía y difusión de la lectura. Los y las poetas pasan cuatro días en Buenos Aires entre colegas, y un pequeño folleto se distribuye entre los asistentes a la lectura, que se hace al principio en la fábrica recuperada IMPA y luego en bibliotecas populares. La biblioteca José Ingenieros, histórica del anarquismo porteño y argentino, será la sede final.
La poeta Irene Gruss dirá en su blog “El mundo incompleto”: “Inés Manzano tuvo la idea única de hacer un ciclo de lecturas en el que se invitara a un poeta de las provincias a leer en Capital. Ese ciclo se llamó Interiores. Muy pocos la ayudaron. Inés invitaba, conseguía hospedaje, pagaba los viáticos y la comida. Imprimía una plaquette con material del poeta o de la poeta en cuestión, que repartía durante la lectura, y un póster ilustrado por buenísimos plásticos. Las sedes de dicho encuentro eran mínimas bibliotecas o el IMPA. Cero difusión de prensa. A pulmón, cada cosa, cada detalle, como el acompañar a cada unx de ellxs a Retiro hasta la hora de su partida”.
Cuando la reunión de su ciclo coincida con algún festival o encuentro como el de Rosario, Inés invitará a poetas extranjeros cuando pasen por Buenos Aires. Entonces, Interiores también será exteriores. Esa laboriosa construcción de una red de poetas y su puesta en marcha le servirá para ser el plato principal de otros festivales, organizados por fundaciones e instituciones de prestigio, donde ella mantendrá su segundo plano sin ninguna estridencia. Cuando Inés cuenta qué hace -además es maestra, bibliotecaria y coordina un taller de escritura sin cobrar a los asistentes un peso más que el sueldo que percibe- alguien le pregunta por sus poemas. Y, sí, dice como disculpándose, algo escribo. Pero no publico nada, tengo mucho trabajo. Lo mío no importa, concluye, y vuelve a hablar de Interiores.
Varios años después, casi siete piensa el interlocutor de Rosario, en el café El gato negro de avenida Corrientes, en Buenos Aires, ante dos cafés y el aroma de la pimienta negra, Inés dirá que terminó un poemario. “Si es puñal que me mate”, dice que se llama, mientras afuera cae una garúa incómoda. Y le pasa los poemas, impresos en hojas A4. Es maravilloso, piensa el otro cuando lo lee, en el viaje de vuelta a Neuquén; esta mina es de otro mundo, sigue pensando, y en un mensaje por correo electrónico le enviará un comentario que dice, en uno de sus párrafos “Los de Inés Manzano son poemas compuestos desde el desamparo, la exclusión, la marginación. Son la mirada del Otro, que observa desde una situación de indefensión estructural y estructurada, desde una palabra escamoteada y desde imágenes distorsionadas por exageración (hiperbolización) o por casi omisión (diminutivos). Las preguntas, los interrogantes suponen un monólogo que instala justamente esas preguntas en la interpelación ética (¿la justicia, la equidad, la solidaridad?). ¿Dónde está ese universo que se suponía común, que era “lo dado”? En realidad, es lo robado, lo saqueado: tanto el universo de la infancia como el de la familia, como el del amor.”
El 9 de abril, de 2016, ocho días antes de morir y en el último encuentro del ciclo de poesía Literatura viva, Inés va a leer el poema dedicado a Carlos Fuentealba. Ella se coloca en la voz de Sandra Rodríguez, la viuda del maestro. Lo recita de memoria, como siempre habrá hecho desde el momento -demasiado tarde, para algunos- que decide hacer públicos sus poemas. Suave, como el susurro del viento y contundente como el murmullo del río o el oleaje del océano, Inés dice estos últimos versos, como resistiendo a ese gobierno que apenas asoma sus garras pero que ya la habrá dejado sin empleo, sin posibilidad de jubilación, sin cobertura social. La pelea contra el gobierno de la CABA será inútil, y ella sentirá la derrota.
Está de nuevo en la lectura última, mira a quienes la rodean sin comprender por qué pasó lo que pasó con el pueblo de su país. El 17 de abril, muchos poetas se reunirán para despedirla en el barrio de Chacarita. Otros tantos habrán de recordarla en el país.
A Carlos Fuentealba
Arrodillada
sobre agujero cruel
que se me traga
las voces de las hijas
las preguntas
que a sus trenzas atábamos
cuando todo era niebla
Aferrada
a la rama más débil
a su voz que me deja
al tapiz de esa música
que cunde bajo tierra
y fulgura
y me vence
Reposo
en la brizna sagrada de sus sueños
en mi abrazo celeste que rodea
su cabeza estallada
en lo que pierdo
Yo guardaba
las cosas que decía
la hilera de sus pasos
su caricia de avena
entre los utensilios
por las dudas
Respiraba
del ritmo de su pecho
Alguna vez
tirados en el pasto tuvimos todo el tiempo
Ahora sólo tengo
la argamasa que cede a sus latidos
tres temblores gemelos
y una camisa hueca
que humedezco de lágrimas
en un confín del mundo
enmudecido
Déjenme recostada en su costado
besarle los fragmentos
No hay ternura como ésta
que resista
los embates brutales de tal pena
Desangelada muerte
que se lleva a mi Carlos
Quiero oír el silencio
Más allá
del rumor de su sangre que me hiere
no queda más que viento
a Carlos Fuentealba
y a la mujer que lo amaba
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