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29/05/2016

Hablemos de los subsidios

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Para el neoliberalismo las decisiones del dios-mercado se manifiestan con los precios, que son las señales a la sociedad de lo que tiene que producir y consumir.

Humberto Zambon

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El neoliberalismo tiene su propio dios: el mercado. En particular, con el capitalismo, el mercado y su expresión, la mercancía, han tomado un lugar central y dominante en la sociedad. Todo tiende a convertirse en mercancía. Por ejemplo la fuerza de trabajo,  que es la capacidad humana de transformar la realidad, que es parte de la esencia de nuestra especie, se ha convertido en mercancía y por eso se habla del mercado de trabajo y de su precio, el salario.

Los bienes que por esencia son bienes públicos, que deberían ser libres y gratuitos como el aire, se han vuelto mercancías: la educación, la salud, el servicio de seguridad, el derecho a la vivienda tienen sus respectivos mercados y precios. Inclusive la muerte, como ceremonia y como lugar en un cementerio, ha sido sometida a la ley del mercado.

Para el neoliberalismo las decisiones del dios-mercado se manifiestan con los precios, que son las señales a la sociedad de lo que tiene que producir y consumir. Y, como todo el mundo sabe, los que se oponen a las decisiones divinas cometen pecado mortal. El peor pecado es el de los subsidios, que tiene la osadía de pretender modificar las órdenes que envía el dios-mercado a través de los precios. Así nos lo hicieron saber los voceros de Martínez de Hoz durante la dictadura, los de Menem-Cavallo en los ’90 y ahora vuelven con los mismos argumentos, pero acompañados con el “cambio con alegría”.

Resulta que no es así: el mercado es un producto social que nace y se desarrolla cuando el trabajo se especializa y la producción crece destinada a compradores anónimos; es una organización social en la que entran en relación comercial los oferentes y los demandantes de bienes y servicios, es decir los productores o vendedores con los consumidores o compradores. Hay que insistir: se trata de una creación social que regula relaciones entre personas y no entre cosas y que nunca debería convertirse en un ente por encima de la sociedad, con poder para dominarla.

El mercado organiza económicamente pero no articula socialmente. Desconoce valores como la igualdad, solidaridad y altruismo, valores que la sociedad, organizada mediante el estado, debe velar por su vigencia. Hace varios años Horacio Rieznik, ex sub secretario de industria de la Nación, escribió sobre este tema unas líneas que me parecieron impecables: “El hombre opera sobre la naturaleza utilizando sus propias leyes, para protegerse y evitar o limitar los desastres naturales (incluyendo a las enfermedades) y para utilizarlas en  su provecho y aumentar su confort. Para ello aplica regulaciones (pararrayos, diques, caminos pavimentados, agua corriente, cloacas, estructuras antisísmicas, etc.) y hoy en día trata de protegerla mediante la ingeniería ambiental. No deja operar libremente a las leyes naturales porque sería avasallado por ellas. En forma idéntica se debe actuar sobre el mercado, utilizando la leyes de la economía para prevenir que su libre acción  conduzca a calamidades tan perversas como las que fácilmente se observan en la naturaleza y para gozar de un alto nivel de vida”.

Los subsidios son una importante herramienta para evitar esas calamidades. Por ejemplo, el subsidio al transporte urbano es una transferencia de quienes pagan impuestos (que debería ser absolutamente progresivos según los ingresos) en favor de quienes usan el transporte público, que son los de menores recursos (los otros se trasladan en automóvil particular). Es una redistribución de los ingresos, lo mismo que los subsidios a los servicios públicos, como la electricidad y el gas, o a la vivienda, medidas tendientes a cumplir con el mandato constitucional del derecho a la vivienda y a un nivel de vida satisfactorio.

En particular en los países de gran extensión geográfica, como Canadá, Brasil o Argentina, el transporte aéreo es un medio de integración y, como tal, debe ser subsidiado, lo mismo que actividades de interés social, como la recuperación de empresas en crisis, la producción por medio de cooperativas de trabajo u otras organizaciones de le economía social y muchísimas más.

El actual gobierno parece no entenderlo así. Ha decidido suprimir los subsidios, que tergiversan la voluntad del dios-mercado, en una operación que han bautizado como “sincerar la economía”.

Hay un hecho curioso: mientras se “sinceraban” los precios, eliminando los subsidios al consumo, se aumentaron los subsidios a la producción de gas y petróleo, lo que beneficia a empresas concentradas, tanto nacionales como YPF o extranjeras como Shell, de la que el ministro de energía es fuerte accionista. Hay que aclarar que la medida en principio no está mal: cuando el precio internacional del petróleo superaba los 100 dólares, el gobierno fijó un precio muy inferior para defender el mercado interno; cuando las circunstancias cambiaron y el precio de mercado es inferior a los costos, es importante para el autoabastecimiento energético que se invierta el flujo y se subsidie la actividad. Y es fundamental que se haga para las economías productoras como la de Neuquén. Lo que pareciera contradictorio es que cuando los subsidios benefician a las clases media y pobre se eliminan, “sincerando” los precios; cuando benefician al gran capital, se aumentan y se mira al costado.

Pero no hay contradicción: es la lógica de los intereses de clase, que son tan fuertes que inclusive permiten desconocer los mandatos del dios-mercado, al que prestan total adoración.

29/07/2016

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