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Columnistas
03/12/2016

Trinidad

Trinidad | VA CON FIRMA. Un plus sobre la información.

Un pequeño valle cubano de menos de 300 kilómetros cuadrados que llenó de riqueza los cofres españoles durante más de tres siglos hasta la estrepitosa decadencia de la última mitad del siglo XIX, cuando la corona no tuvo más remedio que decretar el final -incompleto- de la esclavitud.

Gerardo Burton

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El valle es verde y la luz, de una transparencia naranja. O quizás sea por el calor del mediodía. No puede definirse todavía cuando el taxi llega al final del recorrido de los diez kilómetros que hay entre Trinidad, esta pequeña ciudad fundada en 1513 por Diego Velázquez y San Isidro de los Destiladeros, en el Valle de los Ingenios.

Durante el trayecto, el conductor del taxi mantuvo las ventanillas cerradas, el equipo de aire acondicionado funcionando al máximo y el auto a la mayor velocidad posible.

Un equipo de restauración del gobierno cubano trabaja sin descanso en la recuperación del edificio principal de la hacienda, que representa la prosperidad y el poder de sus propietarios.

La construcción principal es una torre de tres niveles que cumple la triple función de capilla, campanario y mirador. Es que desde allí se vigilaba el trabajo en el cañaveral, el comportamiento de los esclavos y ante cualquier anomalía un lenguaje de campanadas alertaba a los vigilantes armados y a los capataces. El sistema se completaba con estructuras similares en el resto de las propiedades, con lo cual se mantenían en red el control de la producción, las respuestas ante las alarmas y la persecución de los esclavos que se arriesgaban a huir hacia los montes. Desde el mirador también se marcaba el inicio y el fin de la jornada de trabajo.

La mansión parece un postizo en este paisaje tropical: de estilo neoclásico, quizás estuviera más cómoda en una localidad italiana o francesa. Pero está aquí, en este pequeño valle de menos de 300 kilómetros cuadrados que llenó de riqueza los cofres españoles durante más de tres siglos hasta la estrepitosa decadencia de la última mitad del siglo XIX, cuando la corona no tuvo más remedio que decretar el final -incompleto- de la esclavitud en 1886, al cabo de un proceso iniciado dieciséis años antes.

En el portón de acceso los guías reciben a los recién llegados: una pareja de argentinos y dos coreanos -madre e hijo- que no hablan una palabra de castellano, ni de inglés, ni de francés. Se hacen entender por señas, y muy bien.

Los guías son una mujer alta, de llamativos ojos celestes cuya piel y pelo se hacen más cobrizos bajo el sol, y un hombre flaco, de anteojos y libreta con lapicera. Guiomar Encinas y Juan Lázaro Besada Toledo -ambos historiadores, él también poeta- inician su explicación: al lado de la torre una excavación muestra vestigios del sistema hidráulico de la hacienda, que cumplía funciones de represa y cauce de las aguas de un arroyo cercano para alimentar el proceso de elaboración del azúcar.

En el siglo XVIII el trapiche se denominaba San Juan Nepomuceno y, una vez constituido el ingenio, obtuvo la designación actual de San Isidro de los Destiladeros. Siempre fue considerado un establecimiento del período pre-industrial, o semi-mecanizado, y funcionaba esencialmente gracias al empleo de mano de obra esclava

La casa es de la primera década del siglo XIX, cuando el ingenio tenía 15 caballerías de tierra y 100 esclavos. Según las crónicas, en 1827, en la zona de Trinidad había 56 ingenios, con casi doce mil esclavos como mano de obra sobre una población total de 29 mil habitantes. Por entonces el complejo azucarero producía alrededor de 640 mil arrobas de azúcar, unas ocho mil toneladas. La explicación continúa en el interior de la vivienda, diseñada en forma rectangular con un amplio portal que abarca todo el frente y una galería posterior que abre su mirada al campo donde se cultiva la caña de azúcar.

Hacia el frente hay unas excavaciones: Guiomar explica que se trata del tren jamaiquino -en realidad, francés- que llegó a la isla desde Jamaica y significó un salto tecnológico en los ingenios. Consiste en un sistema de cinco calderas unidas al fuego de un horno único: se ahorran combustible y brazos, y se instauró cuando los vientos antiesclavistas comenzaron a soplar con firmeza.

Juan Lázaro, en tanto, traduce a los dos coreanos -la madre parece a veces más joven que el hijo- lo que su compañera explica. No lo hace ni en francés, ni en inglés ni alemán. Supo que ambos hablan y escriben esperanto, y él también, y así se comunican. Algunas palabras se entienden, la mayoría no.

En el envión de la última caminata, Juan Lázaro, que nació en La Habana en 1953 y adoptó Trinidad para vivir, cuenta que forma parte de la Sociedad Cultural José Martí en esa ciudad, que escribe ensayos sobre historia, literatura y poesía, y que él mismo es poeta. Colabora con un blog en francés -que tiene también en castellano sus aportes- sobre historias cotidianas y, envía meses después, este poema por correo electrónico:

Un árbol es un árbol

pero también un lecho,

una silla, una mesa, un armario

o acaso un ataúd.

 

Una palabra es una palabra

pero también un verso, un elogio,

un delirio o un insulto

clavado en nuestro pecho.

 

Un hombre es siempre un hombre

aunque tenga de árbol y de palabra.

Para él, “la poesía es un pedazo del corazón; llega como un flechazo al que no se le puede decir que no. Cuando toca a tu puerta, hay que abrir. Escribir. Por eso siempre tengo conmigo un cuaderno y una lapicera”.

Atrás queda el tren jamaiquino. Atrás queda la mansión con sus espíritus señoriales seguramente autoritarios y enriquecidos en la América recién conquistada. Alguien recuerda que al año de la fundación de Trinidad, en 1514, el fraile dominico Bartolomé de las Casas pronunció una homilía memorable ante el fundador Velázquez: renunció a la encomienda de indios que se le había otorgado, denunció la ignominia en las plantaciones y volvió a Sevilla con Antonio de Montesinos a litigar contra los colonizadores.

Más allá de las calderas y de los restos del antiguo trapiche, hay ahora otra excavación. Juan Lázaro recuerda que hace pocos años se descubrieron estos restos de otra época. Sólo permanecía la estructura de la vivienda de los patrones, del resto de la hacienda nada se sabía, ni vestigios, ni huellas. Y ahora surgen del barro, debajo de la sombra vertical, las ruinas de las barracas de los esclavos. Un centenar había cuando el esplendor de San Isidro de los Destiladeros. Un centenar de hombres, mujeres, niños, ancianos. Parece que Brecht recita desde el fondo de la memoria:

En los libros figuran los nombres de los reyes.

¿Arrastraron los reyes los grandes bloques de piedra?

...

¿En qué casas

de la dorada Lima vivían los obreros que la construyeron?

La noche en que fue terminada la Muralla china,

¿adónde fueron los albañiles? Roma la grande

está llena de arcos de triunfo ¿quién los erigió? (Preguntas de un obrero ante un libro)

La mano de obra era muy barata, apenas por el permiso de cultivar algo, de criar algún animalito para no morir de hambre, y trabajar de sol a sol bajo la mirada y el látigo del capataz. No había más jinetes que los vigilantes y los patrones, el resto, todos a pie. Y sin embargo, muchas veces se escapaban, iban a los montes a cimarronear su libertad.

No tenían dónde aprender, dónde curarse en esta provincia de Sancti Spiritu que en 2000 tuvo la mortalidad infantil más baja de la isla y una de las menores del mundo: de mil recién nacidos, morían cuatro. No tenían cómo expresarse en una isla cuya universidad no tenía nada que envidiarle a las de la metrópolis. Y sin embargo crearon una música y los instrumentos con que interpretarla, mantuvieron una literatura de generación en generación, como suelen ser muchas literaturas, de resistencia, no de sumisión. Y se escondieron en la religión oficial, mientras miraban los dioses y las diosas que habían quedado del otro lado del océano, que los habían abandonado cuando las cadenas.

Hace 57 años el aliento de la historia abolió un sistema de colonialismo y sometimiento y lo reemplazó por otro que garantiza comida, salud, vivienda, educación, arte y cultura para todos y todas. Y ahora Fidel no está, hace una semana que no está allí. Sí su pensamiento, sí su obra, que nunca fueron suyos totalmente sino colectivos.

Oesterheld decía que en sus historias el héroe es colectivo. Y también lo es en la historia, al menos en esta historia pequeña de la isla, de 57 años de Revolución y 55 de bloqueo. Y responde Juan Lázaro Besada Toledo desde su blog: “Sé que por lo general no se lo comprende bien a Fidel. Hay quien piensa que es un dictador pero, como con todos los grandes líderes de la historia, hay elementos negativos y positivos. Si bien puede haber tenido errores, han sido sobre todo económicos. Pero hay una cosa que nadie en el mundo puede negar: gracias a él y a la Revolución hoy Cuba tiene una dignidad y una personalidad que la han puesto en el centro del mundo”.

29/07/2016

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