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El sistema democrático liberal parece estar en crisis, no solo en nuestro país, sino en todo el mundo. Las últimas elecciones en distintas provincias confirmaron y profundizaron un dato preocupante: la baja participación ciudadana al momento de votar. Algo está expresando la sociedad argentina, al menos una parte importante de ella. El voto en blanco refleja la falta de representatividad de las y los postulantes en una elección. El “no ir a votar”, ¿será lo mismo o será un síntoma de la caducidad del sistema?
Esta pregunta suele generar rechazo, o al menos incomodidad, en quienes han vivido bajo dictaduras y/o sufrido sus consecuencias, de manera directa o indirecta. Porque, claro está, la peor democracia es preferible a la mejor dictadura, si es que una dictadura pudiera calificarse de “mejor” en algún sentido. También está claro que, en un sistema capitalista, las democracias de baja intensidad, aquellas con instituciones vaciadas y sin participación popular, se asemejan más a una dictadura del capital que a un sistema que represente los intereses del pueblo y de la nación.
La derecha, los sectores oligárquicos, los grupos económicos concentrados, los ricos, o como se los quiera llamar aquí y en el mundo, han decidido combatir la democracia, mejor dicho, combatir la vida y los principios democráticos. Cabría entonces preguntarnos: ¿La baja participación electoral tiene relación con esta avanzada de la derecha? ¿O será que este sistema, después de casi 250 años, ya no garantiza la representación de los intereses del pueblo en su conjunto?
El viejo sistema fue diseñado en un momento específico de la historia de la humanidad, para destronar monarcas y representar los intereses de nuevas clases sociales. En nuestro país, con un 35?% de la sociedad pobre, y otro 15?% tambaleando para no caer bajo la línea de pobreza, ¿cuántos de los 329 legisladores nacionales, entre diputados y senadores, son pobres? La clase trabajadora, que constituye la mayoría de nuestra sociedad, es una minoría absoluta en los espacios de representación política. Y es aquí donde la representatividad se evidencia incompatible con el sistema democrático liberal. Los intereses de una minoría concentradora de riqueza priman a la hora de establecer quiénes nos representan, por la sencilla razón de que el poder de decisión también se concentra. Esta concentración de poder y de riqueza se debilita en la medida en que se fortalece la capacidad de organización del pueblo.
“La gente” -cada vez más gente y menos pueblo- percibe al poder como algo ajeno y complejo. El poder es abstracto, y cuando se materializa, se lo identifica en las jerarquías gubernamentales, personificándolo. Las campañas electorales llenas de rostros sonrientes, de nombres y apellidos que se repiten hasta el hartazgo, resultan cada vez menos atractivas para un electorado que no se siente incluido en las decisiones. Porque las decisiones sobre qué hacer con nuestro país y nuestras vidas las toman las corporaciones económicas, despersonificadas. De vez en cuando, aparece algún representante de esos intereses y sin disimulo anticipa sus acciones, como ocurrió esta semana con Peter Lamelas, el nominado como embajador de Estados Unidos en nuestro país. Pero solo 5 de 23 gobernadores se sienten ofendidos por las declaraciones injerencistas del representante del país del norte. Entonces vuelvo a preguntarme: ¿Este sistema democrático liberal funciona? Funciona, pero solo con más democracia.
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