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Cuando se habla de populismo, uno de los principales problemas que se presenta es determinar exactamente a que se refiere; este no es un problema exclusivo del hablar cotidiano sino que afecta todas las ciencias sociales, ya que las palabras pueden tener más de un significado (pueden ser polisémicas, dicen los lingüistas), significado que puede variar en el espacio y en el tiempo (por ejemplo “liberal” en Estados Unidos es un ciudadano progresista, de izquierda; en cambio, en América Latina, es de derecha, un defensor del libre mercado y que pone reparos a las políticas redistributivas del Estado).
En Europa “populista” se refiere al integrante de un movimiento de extrema derecha, vagamente anti-sistema, contrarios a la Unión Europea y que, con posiciones xenófobas, denuncian el peligro de las migraciones para la identidad nacional. Este significado se extendió a Estados Unidos, donde la prensa norteamericana suele calificar a Trump de “populista”, lo mismo cuando los norteamericanos hablan de Bolsonaro en Brasil.
En cambio, en América Latina, el término refiere a movimientos progresistas y antimperialistas que surgieron en la segunda mitad del siglo XX y que rescataron la lucha por la equidad en la distribución del ingreso y la justicia social (peronismo en Argentina, varguismo en Brasil, el cardenismo en México, etc) y que reaparecido a principios del corriente siglo (Chávez de Venezuela, Lula del Brasil, Evo Morales de Bolivia, Correa del Ecuador y Néstor y Cristina Kirchner de Argentina).
Por eso el australiano Benjamin Moffitt ( Populismo, Guía para entender la palabra clave de la política contemporánea “), buscando elementos comunes en ambos, define al populismo como un estilo político con tres características principales:1) un llamamiento a “el pueblo” frente a “la élite”; 2) “malos modales”, con lo cual me refiero a actuaciones políticas transgresoras; y 3) el carácter de crisis o amenaza para el establishment”; según Moffitt, los actores políticos tienen ideologías distintas pero utilizan un estilo político populista para transmitir su mensaje tratando de modificar la realidad. Para él, la dicotomía “izquierda -derecha”' es más importante que la parte 'populista' para definir una política.
Por otra parte, y según el historiador Ezequiel Adamovsky, el término “populismo” se origina en Rusia con un movimiento socialista que sostenía la necesidad de apoyarse en el pueblo y que en ese país los campesinos serían el principal sujeto de la revolución, mientras que las comunas y tradiciones rurales podrían utilizarse como base para construir a partir de ellas la sociedad socialista del futuro. El populismo ruso tuvo un importante desarrollo numérico y participó activamente en la caída del zarismo, aunque entró en conflicto con los soviéticos y desapareció. En forma independiente surgió en Estados Unidos a partir de 1891 (“Partido del Pueblo), apoyado en los campesinos pobres, con ideas progresistas y antielitistas y que tuvo de vida política muy breve. Tanto en Rusia como en Estados Unidos, para combatirlos, la derecha usó al término “populista” con carácter peyorativo.
Según Adamovsky, renace en la década de los ’50, época en que apareció un conjunto de movimientos reformistas del Tercer Mundo, particularmente los latinoamericanos, como el peronismo, de marcado antiimperialismo y de lucha por una mayor justicia social; esto fue recibido, en los países centrales, en particular la academia, en forma muy negativa. Así, en esta línea, los economistas Dornbusch y Edwards compilaron en un libro titulado “Macroeconomía del populismo en América Latina”, (FCE, 1982) diversos trabajos que, en síntesis, opinan que el populismo latinoamericano tiene una mirada económica que “prioriza el crecimiento y la distribución del ingreso y no se preocupa suficientemente por los riesgos de la inflación y del déficit en las finanzas, por las limitantes externas y por las reacciones de los agentes económicos frente a políticas agresivas que afectan el mercado”. Por esas razones, la conclusión es que el populismo estaría condenado al fracaso.
En el presente siglo, en América Latina resurgieron movimientos progresistas y antimperialistas que rescataron la lucha por la equidad en la distribución del ingreso, la justicia social de los antiguos movimientos populistas y que han asumido con valorización positiva el calificativo de “populistas”.
Como dice Pablo Feinmann, “el populismo latinoamericano, tan denostado por todos los civilizados del neoliberalismo, está visto como una nueva restauración de la unidad de América Latina” (“Una filosofía para América Latina”)
Hay una evidente contradicción entre este populismo latinoamericano y el europeo, de extrema derecha. Por esa razón el papa Francisco ha dicho: “Cuando oía populismo acá (Europa) no entendía mucho, me perdía, hasta que me di cuenta de que eran significados muy distintos según los lugares. Allí, en América Latina, significa el protagonismo de los pueblos, por ejemplo, el de los movimientos populares. Se organizan entre ellos… es otra cosa”. Y en una de sus primeras encíclicas como pontífice dice, en forma coincidente con el populismo latinoamericano: “No a la economía de exclusión; no a la nueva idolatría del dinero; no a la inequidad que genera violencia”, o, en su visita a Bolivia, también coincidió cuando hizo suyo el reclamo de las 3 T (Tierra, Techo y Trabajo).
Por último, Ernesto Laclau, en el libro “Sobre la Razón Populista” (2005), utilizó el término “populista” para nombrar ese tipo particular de apelaciones políticas que recortaban un Pueblo en oposición a las clases dominantes. “El populismo comienza –escribió– allí donde los elementos popular-democráticos son presentados como una opción antagonista contra la ideología del bloque dominante”.
El populismo en América Latina ha cumplido un papel histórico similar al de la socialdemocracia en la Europa de postguerra: desarrollar la economía acompañada de justicia social y una mejor distribución del ingreso; es decir, humanizar a las relaciones de producción capitalista.
El término “populismo”, en nuestro continente, al revés que en Europa, significa adoptar una posición progresista, de justicia social y mayor igualdad; es, como dice Laclau, la radicalización de la democracia.
Todo parece indicar que en América Latina se está iniciando una nueva ola progresista, empezando por México y algunos países de Centroamérica y, en América de Sur, Brasil, Venezuela, Colombia, Uruguay, Bolivia, Chile. En esta construcción, el populismo latinoamericano tiene mucho para aportar.
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