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La última vez que los EE.UU. se sentaron en una mesa de negociaciones de paz con un estado par ocurrió hace más de 50 años, para poner fin a la guerra en Vietnam.
Entre 1968 y 1973, en un largo proceso, dilatado por cuestiones de política interna de las partes, tuvieron lugar en París 202 sesiones públicas y 45 reuniones secretas.
La estrategia diplomática consistió en esa doble vía. Sesiones públicas, donde participaban representantes de EE.UU. Vietnam del Norte, Vietnam del Sur y el Vietcong, en las que se mantenía la fachada del compromiso de negociación y se testeaban las reacciones internacionales y domésticas y reuniones secretas, en las que sólo participaban los enviados de Washington y Hanoi, los dueños de la pelota, donde, lejos de la mirada pública y de los otros involucrados, se establecieron los compromisos sustantivos y difíciles.
¿Ocurre algo parecido ahora, para intentar poner fin a la guerra en Ucrania? No lo sabemos. Todo indica que no, aunque tal vez sí.
La situación y el contexto son profundamente diferentes. Aunque iniciada como una guerra civil, al igual que la de Ucrania, en Vietnam la fase de guerra por delegación que vino luego fue corta: comenzó en 1963 con el envío de armas y “asesores militares” a los sudvietnamitas y al año siguiente EE.UU. entró de lleno en la contienda, teniendo al comienzo de las negociaciones de París, cuatro años después, más de medio millón de soldados en combate.
En Ucrania la guerra por delegación lleva ya tres años y aunque la presencia de militares estadounidenses y de países de la OTAN es permanente desde 2014 y creciente desde 2022, todavía los comitentes económicos y bélicos del gobierno de Zelenski quieren guardar, aunque cada vez con menos éxito, las apariencias de “mediadores” o “garantes” de un acuerdo de paz o un alto al fuego permanente entre Ucrania y Rusia.
Esta condición borrosa es la que explica la catarata de palabrerío vacío, contradicciones, giros semánticos e idas y vueltas casi cotidianas desde la llegada de Donald Trump con su aspiración de terminar la guerra en un día, luego en cien y luego… veremos.
EE. UU., Gran Bretaña y la Unión Europea (todos miembros de la OTAN) tienen hoy lecturas discordantes sobre el curso del conflicto, así como intereses y aspiraciones cada vez más alejados respecto al modo y los tiempos para concluirlo.
Por ello no hay acuerdo ni siquiera en quiénes deberían sentarse a una mesa y mucho menos respecto de la agenda a seguir.
El principal interés de Donald Trump parece ser (dadas las voces a veces discordantes que habitan en su administración) el sentar las bases de una nueva relación con Rusia (sepultada por la administración Biden) para re balancear el triángulo EE.UU-China-Rusia, en el marco de una “gran estrategia” que reposicione a EE.UU. en un lugar prominente de un nuevo “orden mundial” irremediablemente multipolar.
Por eso, sus dos largas conversaciones telefónicas con Vladimir Putin, en marzo y en mayo, así como las reuniones bilaterales de sus representantes en Riad y Estambul, donde la guerra ocupó un lugar más bien secundario.
En esta estrategia global, Ucrania es una piedra en el zapato. De hecho, tras el reclamo a Kiev de reuniones directas con Moscú, que finalmente ocurrieron el 16 de mayo en Estambul, pocos han sido los resultados hasta ahora.
La lectura de Trump y su círculo más cercano (Vance, Witkoff y Miller) es que “la guerra de Biden” está perdida y hay que reconocer el dominio ruso de Crimea y las cuatro provincias del Donbas, ya incorporadas a la Federación Rusa y casi completamente ocupadas por sus tropas.
Pero claro, el demonio habita en los detalles. Zelenski nunca aceptaría esto. El futuro de lo que quede de Ucrania es una discusión compleja, y Trump no cerraría un acuerdo del que se lo pueda acusar de “perdedor”.
Así que… el asunto pinta para largo.
Por su lado, frente a los desacuerdos dentro de la (Des)Unión Europea, los gobiernos de Gran Bretaña y Francia lanzaron una peregrina “coalición de voluntarios” para enviar tropas a Ucrania una vez establecida una tregua que le reclaman a Rusia, sin sentarse a conversar, y que Moscú, en el inicio de su ofensiva de verano y ganando la guerra, ha rechazado de plano.
El objeto declarado de la coalición es “fortalecer la posición de Ucrania” en la futura negociación pero, en realidad, el irrealizable plan sólo busca obstaculizar las conversaciones de EE.UU y Rusia y acompañar a los sectores neoconservadores estadounidenses que, dentro y fuera del gobierno de Trump, quieren continuar el conflicto.
Para embarrar un poco más la cancha, el nuevo gobierno alemán decidió en abril el envío de una brigada blindada a Lituania (que completará su despliegue en 2026) y en mayo anunció el próximo suministro de misiles de largo alcance al gobierno de Kiev.
Y como frutilla del postre, el martes 13 de mayo un buque y helicópteros de la Armada de Letonia intentaron, en aguas internacionales del Báltico, desviar y capturar a un petrolero de bandera de Gabón que se dirigía a un puerto ruso, maniobra que fue evitada por la llegada a la escena de un caza SU-35 moscovita.
El grave incidente, prolijamente ocultado por la prensa occidental, está en línea con el delirante reclamo de la Comisaria de Relaciones Exteriores de la UE y Vice Presidenta de la Comisión Europea, la estonia Kaja Kallas, de imponer un bloqueo naval a Rusia en el mar Báltico, que el gobierno de Putin puede legalmente considerar un acto de guerra.
Entre tanto, los combates escalan, con las hasta ahora mayores ofensivas aéreas de la guerra, de drones ucranianos al interior de Rusia y drones y misiles rusos sobre las ciudades ucranianas.
Mientras siga el juego de las apariencias, en el que los “neutrales” resultan co-beligerantes y los “mediadores” parte del conflicto, las “conversaciones” nunca serán realmente negociaciones para terminar con la masacre.
La guerra de desgaste adoptada por Putin comienza a aproximarse a los umbrales de tolerancia de su economía, por lo que acelerará su ritmo. Si Trump no logra salir de las trampas de propios y aliados, la “guerra de Biden” pasará a ser la suya, y en peores condiciones que las de su imprudente predecesor.
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