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La democracia siempre está en tensión con el libre mercado. A mayor “libertad de mercado” menor democracia y viceversa. Cuando al mercado sólo lo controla el gran capital, la acumulación de riqueza es mayor y las desigualdades también. Por eso Adam Smith, en su obra "La riqueza de las naciones" de 1776, afirmaba que “lo importante para una nación es la producción y no la acumulación de riqueza”, argumentando que “la verdadera fuente de riqueza de un país reside en su capacidad productiva y no de acumulación del capital, para facilitar el crecimiento económico y el bienestar social.” Lo que no contaba el padre del liberalismo es que los ricos son muy amarretes, como le espetó en uno de sus últimos programas televisivos la nonagenaria Mirtha Legrand al joven legislador porteño Ramiro Marra, habiendo dicho que ella solucionaría fácil la crisis económica argentina cobrándole más impuestos a los ricos. Idea que no se escuchó de boca de ningún político por estos tiempos.
Claro está, para que los grandes capitales, habitualmente organizados como oligopolios cartelizados, controlen el “libre mercado”, se tienen que dar previamente algunas condiciones. Una de ellas es el debilitamiento de las instituciones democráticas. Para ello, los gobiernos autocráticos abusan del uso de decretos, con nulo control parlamentario y judicial; establecen techos a las paritarias, si las hubiere, por debajo del índice inflacionario; llevan a cabo despidos ideológicos a trabajadores/as estatales; utilizan la figura del veto presidencial excesivamente; el sistema judicial funciona como asociaciones ilícitas de magistrados; los parlamentarios traicionan el mandato popular, proscriben a líderes políticos opositores (no siempre funciona). Si estas decisiones de parte de los gobiernos despertaran alguna indignación a sectores sociales, que los empujara a salir a la calle para demostrar su disconformidad y hacer los reclamos que no escuchan sus gobernantes, allí estarán en acción las fuerzas de seguridad para reprimir las marchas, haciendo detenciones masivas y criminalizando la protesta. Si esto no diera resultado, los gobiernos declararán un conflicto armado interno, promoviendo una identificación como “enemigo” a aquel sujeto social a quien se quiere “escarmentar”. El escarmiento será a través de la persecución judicial, y se profundizará con cárcel y tortura, de ser necesario. Se militarizará el territorio a fin de infundir miedo a las mayorías desposeídas y dar seguridad a las minorías enriquecidas. Las fuerzas de seguridad procederán autónomamente y el sistema judicial legalizará ese proceder. Si la impertinencia de la indignación y pedido de justicia siguiera, el asesinato y la desaparición de personas será el camino al Estado chico y a una Nación fragmentada y devastada. Para ayudar a la “depuración”, los gobiernos autoritarios contarán con sus acólitos del odio y recurrirán a la violencia estocástica, que consiste en marcar al enemigo con discursos de odio, para que un periodista, por ejemplo, reciba un palo en la cabeza o a una líder opositora le pongan un chumbo en la cara (por suerte no siempre sale la bala).
Estos pasos, aberrantes para cualquier sociedad, son parte de la Doctrina de Seguridad de los EE.UU. a disposición de su backyard (patio trasero), como gusta denominar al imperio del norte al sur del continente americano. En todo ese proceso existe un concepto identificado como seguritización. Es tan viejo y nuevo como los Rolling Stone, diría Sabina. Es repetir un discurso basado en la definición de un sujeto social (migrante, periodista, negro, pobre, sindicalista, feminista, kirchnerista, peronista, comunista, mapuche, islámico, jubilado…) como una amenaza prominente para la seguridad nacional. El sujeto social pasa a ser un “problema para la seguridad nacional”. Por lo tanto, hay que combatirlo hasta su desaparición. Todo este proceso es ejecutado por el Estado y acompañado por los medios hegemónicos de comunicación.
Argentina va rumbo a profundizar aún más el debilitamiento de las instituciones democráticas, para desembocar en una autocracia sin vacilaciones. La construcción de una “nueva moral”, que nada tenga que ver con la convivencia, el respeto mutuo, y mucho menos con la solidaridad, ya está presente, tratando de aplastar a la vieja moralidad. Escuchar discursos cargados de odio es cada vez más frecuente y en diferentes lugares, medios, y en boca de personas de distintas extracciones sociales, culturales y económicas. A contrapelo de la premisa de la exitosa serie “El Eternauta”, del “nadie se salva solo”, se promueve el “sálvese quien pueda” en la jungla darwiniana.
Por suerte existen anticuerpos para combatir este raro virus que ataca sin parar a la sociedad. Sin dudas, desde los históricos lugares, las organizaciones paridas por la solidaridad, desde la hermandad construida por una misma identidad y los liderazgos que no traicionan se demostrará también, como en “El Eternauta”, que “de las cosas nuevas” (Rerum Novarum) “lo viejo funciona” en esta vetusta modernidad, distópica y abrumadora.
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