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La antipolítica cuestiona desde diversos ángulos el sistema participativo y representativo democrático y la conducta de algunos dirigentes políticos cuando estos dan muestras de falta de ética y de ser remisos en responder con responsabilidad a las demandas de la población.
No es cuestión, igualmente, de descartar, abriendo el camino a aventuras autoritarias, sino más bien, si es el caso, de mejorarlo.
Fue en los 80 en que vivimos la exaltación democrática, con Alfonsín recitando el preámbulo al cabo de cada aparición pública. Entonces la ciudadanía creyó en el sistema.
Se sucedieron los años, más de 40, en que en vez de consolidarse la fe democrática de muchos, se resquebrajó.
Hoy asistimos a un pregón de descreimiento democrático que por un lado asusta y por otro nos pone frente al dilema de que casi todas las alternativas carecen de la suficiente entidad que no han podido suplantar a la democracia, que aún en baja intensidad, permanece vigente.
A mi modo de ver, fueron las ideologías de derecha las que menoscabaran históricamente el ejercicio democrático. Así estuvieron los que decían que creían en la República pero no en la democracia, los que se quejaron de que se votara con demasiada frecuencia, como si la participación popular fuese, en democracia, un valor prescindible, cuando bien podría ser un gesto que responde a su esencia.
A lo anterior se suma la impotencia de sucesivos gobiernos elegidos por el pueblo, que en las últimas décadas no solo afrontaron con medidas fallidas u omitidas decisiones, su gestión, añadiendo decepción e incredulidad.
Ese fracaso arrastró en la misma consideración al sistema atribuyéndole defectos insalvables que llevaron a gran mayoría de personas a que hoy reniegan de la democracia sin proponer nada viable en su reemplazo.
A esto último debemos agregar la injerencia de poderes extranjeros que en Latinoamérica vetaron o sofocaron a gobiernos democráticos que aspiran tomar decisiones autónomas y soberanas según sus propios intereses que colisionaban con aquellos.
De la denegación de la democracia se nutrieron las ideología que se inclinaban por lo autoritario y por guardar bien guardadas la urnas. Unos más explícitos que otros, que optan antes que de la declaración pública por normas que desnaturalizan, con medidas antiderechos, el sentido democrático de una gestión de gobierno.
Alguna juventud ha sido atraída al negativismo, aún por las virtudes inherentes al sistema. Al respecto recuerdo una anécdota del gobernador Felipe Sapag cuando ya retirado de la política activa viajaba a Cutral Co a votar ante cada convocatoria eleccionaria. “Prefiero votar mil veces, decía, antes que con el dedo me señalen quienes deben gobernar”. Y si bien se refería solo a la acción de votar, estaba implícita su adhesión incondicional, que se traslucía a través de su larga experiencia política, que los dueños del poder político en una democracia bien llevada residía en el pueblo.
Pregonar el negativismo participativo democrático debería ser sancionado públicamente como lo es ponderar en ese mismo ámbito a regímenes dictatoriales que provocaran trágicos genocidios a lo largo de la historia de la Humanidad. No quiere decir que el sistema no sea perfectible, se quiere significar que aun como hoy se debate su vigor, la democracia es una base para cualquier reforma que mejore la defensa de los derechos ciudadanos, la consulta periódica de la voluntad del pueblo y los derechos humanos.
Finalmente el cambio positivo en lo social sólo puede ser concretado en base a la política en general que encuentra en el debate pluralista las alternativas del consenso que permite darle legitimidad al anhelo de cambio.
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