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Recordaba mi madre en 1983, cuando recibí el diploma de Licenciatura, que en 1965, con diez años de edad, le había dicho yo que iba a estudiar Historia. Dediqué intermitentemente mi vida a esa antigua disciplina sin pensar que me tocaría ser, en el último codo del camino, un sencillo cronista de los días postreros de las civilizaciones humanas.
Pues bien, aquí estamos. Finalizando el fatídico 2024.
En febrero de 1961 el Presidente estadounidense John F. Kennedy fue informado acerca de la necesidad de “controlar el clima”. Fue el primer mandatario advertido del impacto del cambio climático sobre la humanidad y el resto de los seres vivos.
En 1965 el Presidente Johnson recibió el primer estudio completo, elaborado por una veintena de científicos, advirtiendo que las crecientes emisiones de gases de invernadero “pueden modificar el balance de la atmósfera en tal magnitud que marcará en el clima cambios no controlables a nivel local y ni siquiera por esfuerzos nacionales”.
En 1988 un informe interno confidencial de la petrolera Shell titulado “El efecto invernadero”afirmaba ya que la duplicación de los niveles de dióxido de carbono en la atmósfera se podría alcanzar en 2030.
El estudio, cuidadosamente ocultado, reconocía la responsabilidad de la industria. Señalaba en uno de los párrafos centrales que “Aunque las emisiones de dióxido de carbono a la atmósfera ocurren a través de distintos procesos naturales (...) la principal causa del incremento de la concentración se considera que es la quema de combustibles fósiles”.
Ese año, en el marco de la ONU se creó el Panel Intergubernamental de Expertos sobre Cambio Climático (IPCC) con el objeto de realizar evaluaciones integrales sobre su evolución, los graves peligros y las acciones necesarias para disminuirlos a fin de que el clima terrestre siga protegiendo al hogar de las especies vivas.
El Panel ha elaborado seis extensos informes y todos muestran un alarmante avance de la crisis climática, confirmando cada uno los peores escenarios esbozados en el anterior.
Recién en diciembre de 2015, a 43 años de la primera Conferencia Mundial sobre Medio Ambiente y a 54 del primer aviso de la comunidad científica, en la XXI Conferencia Mundial sobre el Cambio Climático de la ONU en París, los gobiernos tomaron nota de la gravedad de la situación.
Se acordó entonces trabajar para mantener el aumento de la temperatura mundial por debajo de los 2 grados C con respecto a los niveles preindustriales y proseguir los esfuerzos para limitar ese aumento de la temperatura a 1.5 grados C, lo que reduciría considerablemente los riesgos y efectos del cambio climático.
Ninguno de los compromisos asumidos en París se ha cumplido a la fecha. Las sucesivas Conferencias anuales de las Partes (COP), los signatarios de la Convención sobre Cambio Climático, han sido una conjunción de fracasos, discursos engañosos y de buenas intenciones que, según el viejo refrán, pavimentan el camino al cementerio.
El 13 de noviembre pasado, mientras en Bakú la COP29 se empantanaba por el desacuerdo de agendas entre los gobiernos, el Global Carbon Proyect, de la Universidad de Exeter, publicaba que las emisiones globales de dióxido de carbono procedentes de los combustible fósiles alcanzaron un nuevo récord en 2024: un 8% superiores a las también récord en 2023.
Una semana antes, el Servicio de Cambio Climático Copernicus, de la Unión Europea, informaba que 2024 será el año más cálido jamás registrado y que la temperatura media anual de la Tierra superará ya la barrera de los 1.5° C sobre los niveles preindustriales, alcanzando el umbral del Infierno antes de lo previsto en los modelos del IPCC y convirtiendo en cenizas el Acuerdo de París.
A principios de noviembre la revista Earth, Atmospheric & Planetary Sciences(PNAS) había ya publicado un estudio que advertía que el aumento acelerado del calor extremo, simultáneamente en distintas regiones del mundo, comienza a cuestionar alarmantemente la capacidad de los modelos climáticos para predecir y prepararnos para impactos climáticos sin precedentes sobre la vida humana, las infraestructuras sociales y los ecosistemas.
Las consecuencias ya están a la vista cotidianamente en la televisión, las redes y la prensa hegemónica: los huracanes devastadores en el Caribe y el sur de Asia, las inundaciones apocalípticas en Porto Alegre y Valencia, los incendios infernales en California y Grecia, la desaparición de los hielos en el Ártico, el retroceso de los glaciares en todas partes, la desertificación creciente de las grandes llanuras cerealeras... y la lista sigue ad infinitum.
Frente a esto, los gobiernos de las naciones industriales, con la casi solitaria excepción de China, han tomado el camino de la hipocresía en un rumbo claro hacia la negación.
Afrontar la crisis climática requiere de niveles de cooperación internacional, de asignación de recursos y de transformaciones de las estructuras sociales y culturales que parecen estar cada vez más lejos de nuestro alcance.
Los estados nación, el capitalismo y las cosmovisiones individualistas y consumistas muestran su anémica respuesta, incapaces de ser parte de la solución al ser abrumadoramente responsables de la casi totalidad del problema.
Mientras los megamillorarios sueñan con irse a Marte y las grandes potencias juegan a la guerra mundial en cámara lenta, la catástrofe ambiental avanza irreversiblemente.
Si usted no tiene un boleto en el cohete de Jeff Bezos preocúpese, y si lo tiene también, porque no hay adónde ir.
Las y los jóvenes son nuestra última esperanza de cambiar de piloto y hoja de ruta.
¡Feliz Navidad y próspero Año Nuevo!
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