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Pasados diez días de la aplastante derrota del Partido Demócrata y a sesenta y uno de la asunción de Donald Trump, la administración Biden decidió, sin anuncio formal, escalar la guerra en Ucrania, redoblando los esfuerzos para prolongarla y poner la mayor cantidad de obstáculos a la posible negociación de paz que promueven el presidente electo y sus futuros funcionarios.
Resulta claro que la vida de ucranianos y rusos no importa y que la transición ordenada y amable que anunciara Biden era una mentira más del senil presidente saliente.
En la noche del 15 de noviembre, después de dos años sin hablarse, el canciller alemán Olaf Scholz llamó al Presidente Putin y tuvieron una charla de más de una hora sin traductores (Putin habla fluido alemán).
Los germanos supieron lo que se venía antes que el equipo de transición de Trump, y buscaron sacarle el cuerpo a la decisión estadounidense.
En la madrugada del 18 de noviembre, una salva de seis misiles ATACMS cayó sobre depósitos militares en un sector de la provincia rusa de Briansk, a unos 75 km de la frontera ucraniana.
El ataque sólo pudo ejecutarse con la participación de personal estadounidense, tanto en la selección satelital de blancos, como en la programación y guía de los dispositivos. Es decir, la “autorización” de Biden a su uso, no es al gobierno de Kiev sino a sus propios soldados en la OTAN, que operan junto al mando ucraniano.
Los ATCMS (Army Tactical Missile System) son misiles balísticos tierra-tierra, de velocidad supersónica, con un alcance máximo de 300 Km, de gran tamaño y potencia explosiva… y también de precio. La andanada sobre Briansk debe haberle costado unos 30 millones de dólares al contribuyente estadounidense.
A la par, trascendió a los medios la “autorización” británica y francesa para el lanzamiento hacia el interior de Rusia de misiles Storm Shadow y Scalp, similares a los ATCMS, pero disparados desde aviones. El 21 de noviembre Rusia mostró los restos de los dos primeros Storm Shadow derribados.
¿Puede esto cambiar el curso de la guerra? Muy probablemente no, por dos razones. La primera es que en Ucrania hay sólo unos cincuenta ATCMS y más o menos la misma cantidad de misiles europeos. La segunda, tiene que ver con la aviación táctica rusa, reubicada -hace ya un tiempo- a unos 200 kilómetros del frente. En consecuencia, para obtener profundidad y alcanzar las bases aéreas, los lanzadores HIMAR y los aviones ucranianos se verán obligados a operar desde casi la línea del frente, exponiéndose así a la respuesta rusa inmediata.
Sólo podrán entonces atacar las cadenas logísticas y depósitos en las cercanías de la saliente de Kursk o en las poblaciones del Donbas y Belgorod que el avance ruso en curso no permite ya alcanzar a la artillería de Kiev.
Sin embargo, como señaló el ministro de Exteriores ruso Sergei Lavrov, durante la reunión del G20 en Río, esta decisión implica un cambio cualitativo, una nueva fase del enfrentamiento, cada vez más abierto, con la OTAN.
Mirando siempre el mediano plazo y enviando advertencias inequívocas, el presidente Vladimir Putin firmó, al día siguiente del ataque a Briansk, el decreto de actualización de la doctrina nuclear.
La misma se venía trabajando desde al menos el mes de agosto en el Consejo de Seguridad ruso, pero fue publicada completa recién el 19 de noviembre y establece un nuevo umbral mínimo para autorizar el uso de armas atómicas.
El documento señala que “un ataque de un país no nuclear con “la participación o apoyo de un poder nuclear” será considerado “un ataque conjunto a la Federación Rusa”.
Es un agregado significativo a la doctrina que establecía que Moscú podría recurrir a su arsenal nuclear “en respuesta al uso de armas nucleares y otro tipo de armas de destrucción masiva contra ella o sus aliados o una agresión a la Federación Rusa con el uso de armas convencionales cuando esté en riesgo la propia existencia del Estado”.
La prensa occidental lo leyó como una amenaza escandalosa, echando una cortina de humo sobre la inequívoca escalada impulsada por estadounidenses y británicos, pero es sólo una advertencia, ya conocida, de Rusia a la OTAN.
Cuál será la respuesta del Kremlin, se verá con el paso de los días. Y, al igual que la decisión estadounidense, pesará en ella más la política que la lógica militar.
Existen ya buenos motivos castrenses para atacar con misiles y drones las bases y depósitos de la OTAN en Polonia o Lituania pero, a dos meses del cambio de gobierno en EE.UU. y con elecciones anticipadas en Alemania, seguramente Putin no hará nada que facilite la casi agotada estrategia de Biden.
Rusia continuará la ofensiva en todo el frente y en la saliente de Kursk buscando el desplome del ejército ucraniano y una crisis política en Kiev, que fortalezca su posición negociadora a la llegada de Trump.
También puede, sin mucho aspaviento, agregar complejidad al polvorín de Medio Oriente, fortaleciendo las defensas iraníes, proveyendo de inteligencia y know-how a los hutíes en Yemen o, junto a Turquía, aumentar la presión sobre los kurdos y las bases estadounidenses en Siria.
Como buen ajedrecista, Putin esperará la próxima jugada del adversario, pero sesenta días son muchos y un gobierno de Zelenski en descomposición, junto a una administración Biden ciega al mandato de las urnas y en su tiempo postrero, pueden generar hechos graves -como un ataque al puente de Kersh en Crimea o fuertes andanadas misilísticas contra la población civil- que obliguen al gobierno ruso a una respuesta más contundente, que los sectores políticos nacionalistas duros vienen reclamando hace mucho .
El tiempo lo dirá. En este mundo trastornado cualquier cosa puede suceder, como lo mostró de modo terrible el inolvidable 2024 que ya se va.
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