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Todo Reino dividido contra sí mismo, es desolado; y toda Ciudad o Casa dividida contra sí misma, no permanecerá.
Este párrafo del Evangelio de Mateo 12.25, utilizada por Abraham Lincoln en su famoso discurso A House Divided, en 1858, debe resonar estos días en la cabeza de algunas y algunos estadounidenses.
No en vano, como señaló el periodista Jonathan Martin, el libro más leído en Capitol Hill en los últimos meses fue “La Era de la Amargura: Cómo los estadounidenses lucharon por reparar su democracia, 1865-1915” publicado en 2021 por el historiador Jon Grinspan.
El 6 de noviembre de 2024, cerca de las 7 de la mañana en Argentina, contra todas las encuestas y pronósticos, Donald Trump alcanzaba la cifra mágica de 277 “compromisarios” que lo elegirán Presidente el próximo 17 de diciembre en el Colegio Electoral (al momento de escribir esta nota, es de suponer que terminará superando los 300 cuando concluya el conteo).
Como ocurre en toda serie exitosa de plataformas, un hecho extraordinario vino a coronar una sucesión de acontecimientos inéditos en la oscura trama de una casi interminable campaña.
La más cara y vacía de contenido de la historia, by the way.
Donald Trump volvió a la presidencia con una victoria arrasadora, reteniendo los Republicanos la ventaja en la Cámara de Representantes, ganando el Senado y haciendo también una elección notable en bastiones demócratas como New York y New Jersey.
Pero más allá de ello, que es producto del alambicado y anacrónico sistema electoral, el mercurial Donald venció en el voto popular, con el 51% del total y una diferencia de casi 5 millones de votos sobre Kamala Harris, cuando al escribirse esta nota, aún faltan bastantes mesas por escrutar pero con la tendencia ya definida.
Esto le otorga a su elección una legitimidad indiscutible. El último presidente republicano que había ganado el voto popular fue George W. Bush en su reelección en 2004.
Es además la peor noticia para los demócratas: con un padrón un poco mayor, Trump venció con dos millones de votos menos que los que tuvo cuando perdió en 2020, porque Kamala Harris obtuvo ahora unos 14 millones menos que Biden hace cuatro años.
La abstención, empujada por la masacre en Gaza, los miles de millones arrojados al pozo ucraniano y el aumento del costo de vida y la vivienda, caló hondo con la percepción de que Harris era más de lo mismo.
La primera conclusión es que, en el país adicto a las estadísticas, las encuestas no sirven para nada: una montaña de dinero arrojada al inodoro. Un nuevo error, esta vez garrafal, tras los yerros de 2016 y 2022.
Pero en realidad, en su mala performance muestran algo sustancial para tratar de entender lo ocurrido la noche del 5 de noviembre: la sociedad estadounidense está pasando por transformaciones económicas, sociales y culturales profundas, que encuestas y analistas no logran enfocar. Y mucho menos la aristocracia política demócrata y sus estrategas.
Aunque todavía falta mucha tela para cortar, surge ya una segunda conclusión:
Donald Trump venció porque amplió su base electoral, antes bastante acotada a la clase obrera y rural y a las personas sin acceso al college, penetrando con fuerza en demografías antes adversas: las mujeres, los menores de 30 años, las comunidades étnicas y los suburbios de las ciudades opulentas, reduciendo la ventaja que allí le sacaban los demócratas.
Y lo logró con la oposición sorda de la vieja aristocracia republicana que se movió poco en la campaña y de los neocons,que de la mano de Liz Cheney y John Bolton, se pasaron con armas y bagajes a la carpa de Harris.
Por eso cuando en la euforia del triunfo el futuro vicepresidente J.D. Vance dijo que “es el más grande retorno político en la historia de los EE.UU.” dice en su hipérbole algo verosímil pero no tan cierto. El Donald que vuelve no es el que se fue en 2020 y el propio Vance a su lado es un indicio de ello.
Un nuevo movimiento político que podríamos llamar trumpismo está naciendo a partir del MAGA, demasiado blanco, misógino y racista, que primó en la larga campaña.
Una nueva coalición de votantes, étnica y socialmente más diversa, unida a la presencia de los tecnocapitalistas, con Elon Musk como mascarón de proa, y a un nacionalismo conservador e industrialista que encarna Vance, constituyen la simiente de un movimiento al que la siempre fácil y problemática caracterización de fascista no encaja mucho y oscurece sus características y sus peligros
Pero, con todo su empuje esperanzador para los dejados en el camino por el neoliberalismo y su más claro diagnóstico de las calamidades de la economía, el trumpismo representa sólo una mitad de la sociedad estadounidense.
La otra mitad, esperanzada con una democracia más plena y atenta a la consolidación y respeto de derechos ampliados, de lucha contra la desigualdad económica y la crisis climática, ha quedado huérfana por la manipulación de sus ideales y la traición lisa y llana de un partido Demócrata dominado por una ya anacrónica aristocracia globalista e imperial.
Pero aún huérfanos y golpeados, están allí.
Donald II tiene el enorme desafío de reparar esta Casa dividida o profundizar su desolación.
Las jornadas por venir hasta el 20 de enero y sus primeros y simbólicos cien días arrojarán un poco más de luz sobre el camino que seguirá, para los estadounidenses y el resto del mundo, esa incógnita llamada Donald Trump.
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