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Un ignaro amigo afirmó el otro día, vía red de Meta, que Trump era más nazi que Zelenski y la dupla Milei/Bolsonaro juntos, por su “odio antinmigrante”. Evidentemente afecto a buscar comparaciones “nazimétricas” (yo lo soy de corazón), pero siempre para ubicar a los ucranianos lejos de este triste liderato, el mismo amigo -en estos días de paseo en Europa- recaló en Viena y, mediante la red de “Meta” me sostuvo esta vez, enfático, que “Austria es más nazi que Ucrania”. Eso me recordó inmediatamente a alguien, años 90 en México que, en un partido de futbol amistoso, dijo de repente “pásala Paquito” y otro, al juzgar acaso “muy gay” el diminutivo, dijo “ay, “Paquito”, ¡qué puto!” Un tercer jugador, que jugaba de mi lado y del de Paquito (que siempre se mantuvo ajeno al diálogo), contestó, con la firme intención de “defenderlo” “¡Cállate, que tú eres más puto!”. (Paquito, más allá de sus preferencias, habrá pensado que “gracias, pero no me defiendas, compadre”). En nuestro caso, el paseandero amigo, sin proponérselo, reconoció que Ucrania era nazi, aunque “menos que Austria”, país de Boltzmann y Mozart pero también de Hitler y su opinión no debía basarse tanto en la incómoda génesis geográfica de este último, sino a la obligada como cansadora visita al Kunsthistorisches Museum de Viena o al excesivo consumo de masas vienesas. El amigo, Dios lo bendiga, es en realidad solamente un depositario inocente del pensamiento hoy tan afirmado en las mentes occidentales y con ello me refiero también al de las áreas “tomadas”, súbditas de estos imperios indecibles. Además de darme cuenta que por razones de historia personal es imposible apartarlos del todo de nuestras relaciones sociales, estos “amigos fachos” (por englobarlos cariñosamente por defecto) resultan una fuente invaluable de los parámetros antropológicos y culturales que describen a estas ideologías, y que son necesarios a fin de elaborar una acaso inútil agenda de contrapropaganda al torrente desinformativo occidental. Son tantas las ganas que tienen estos cristianos de pensar según los que les dice CNN o El País -en el mejor de los casos-, que defienden al “establishment” como si defendieran al mismo San Francisco de Asís. Este pensamiento, que forma parte del espectro pro “establishment” incluye muchas líneas ideológicas, que van desde desde los “ultraderechistas”, hasta los progres blancos, siempre autopercibidos como de izquierda. Todos, siendo iguales en su funcionalidad. Desde Milei a Boric, o de Trump a Kamala. Se incluyen también los que, por sus credenciales socio-académicas, no queda de otra que sean directamente agentes de Langley, VA., y estén impelidos a sostener que Putin quiere sentarse victorioso en Londres a comer “scones” con té en samovar, aunque racionalmente no lo crean.
En general, es posible determinar si los “amigos fachos” lo sean auténticamente, cuando se les propone recibir cualquier información que “amenace” su sistema de creencias y certezas paradigmáticas. La propuesta será rechazada sin excepción: volviendo al amigo de viaje, no he logrado que vea un material que le envié a Telegram que, si él no estuviera alienado, podría alterar su fe en la UE y en la OTAN. Pero, justo por ello, prefiere no arriesgarse y enterarse antes que aceptar que “sí, Ucrania es nazi, pero “Putin es pior”, lo que verdaderamente piensan. Para no ser menos que Rodrigo Fresán, quien semanalmente nos inquieta en su columna de Página 12 con sus menciones al devenir cultural norteamericano, tan relevante en estos tiempos de guerra, recuerdo que John Carpenter, certero como visionario realizador estadounidense, exhibió este mecanismo de negación en la película “They live!”: el personaje principal (“John”, Roddie Piper) se ve obligado a propinarle una paliza casi letal a su amigo (“Frank”, Keith David) para conseguir colocarle los lentes que le permitirán ver la triste realidad que los rodea. ¿Qué grado de “golpiza” es necesario recibir para que empezar a abrir los ojos? En cualquier caso, justicia obliga, le comenté a mi amigo que Austria no figura siquiera en los primero diez países en el nazímetro. Ojalá tengamos todavía tiempo suficiente para que aparezca otra Hanna Arendt y los reclasifique a todos. No se esperan demasiados cambios respecto a 1944: la tradición obliga.
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