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El 6 de agosto de 2024 la guerra tuvo una nueva sorpresa cuando un par de brigadas de élite ucranianas cruzó desde Sumy, iniciando una incursión en la provincia rusa de Kursk.
Es la primera invasión a Rusia desde 1941. Kursk fue el escenario de la última (y fallida) ofensiva de la Wermarcht hitleriana en el frente oriental en 1943 y ver rodar de nuevo allí a blindados alemanes agrega un color particularmente sombrío a esta compleja guerra.
El ataque, bien planificado y con abundante material blindado, drones y baterías antiaéreas, penetró rápidamente en una zona agrícola, de escasa población dispersa, sólo defendida por la guardia fronteriza y unidades territoriales de conscriptos con armamento liviano.
Pasado un mes y atrincheradas las tropas ucranianas en una saliente de varios kilómetros en torno a Sudzha, ninguno de sus posibles objetivos estratégicos (como la central nuclear de Kursk) fue alcanzado y su pérdida de hombres y material son muy significativas.
Como la ofensiva nazi de 1943, aunque en una escala infinitamente menor, Kursk no resultó una jugada maestra sino el fin de la capacidad ofensiva de Kiev y su único logro es propagandístico, buscando forzar un mayor compromiso militar de la OTAN que salve a su gobierno de la debacle.
El 30 de agosto el ministro de defensa ucraniano presentó a funcionarios estadounidenses una lista de objetivos para misiles de largo alcance, dentro de Rusia, a fin de frenar la ofensiva moscovita en el Donbas y Zaporizhia.
La remoción por parte de Zelenski de gran parte de su gabinete, el 4 de septiembre pasado, entre ellos su ministro de exteriores Dmytro Kuleba, el interlocutor con Washington, señala que las cosas no funcionan.
El frente en Donetsk se derrumba a paso acelerado, más de 400 mil personas han salido del país en lo que va del año, huyendo del reclutamiento, el gobierno ha entrado en cesación de pago de los créditos privados externos y más del 60% de la infraestructura eléctrica está destruida.
Se acerca el temido invierno, ¿será el último de la guerra?
Zelenski despliega en estos días una doble estrategia. Por un lado una ofensiva diplomática, buscando mayor asistencia militar de la OTAN y tratando de sumar a países del Sur Global a una nueva conferencia de paz, para noviembre, incluyendo ahora sí a Rusia.
Por otro, planeando una peligrosa escalada del conflicto con acciones encubiertas, como posibles ataques a las centrales nucleares rusas, atentados en Moscú o incidentes de “falsa bandera” en los países vecinos de Europa del Este -donde hay acantonadas tropas estadounidenses- que “obligaran” a alguno de ellos, si no a la Alianza misma, a sumarse al conflicto.
Es muy llamativo que, en los últimos días, los gobiernos de Polonia, Letonia y Rumanía, casi a coro, anunciaron haber detectado en su espacio aéreo drones fuera de control, presumiblemente rusos y en el caso rumano, un Shahed-136 iraní (justo cuando Ucrania denunciaba el envío de armas a Putin por parte de Irán, cosa que sucede hace bastante tiempo).
Durante los más de 30 meses de conflicto Rusia lanzó centenares de drones y misiles sobre el oeste de Ucrania y el único incidente, en noviembre de 2022, fue un misil antiaéreo ucraniano caído en un pueblo fronterizo polaco.
Raro es que, de repente, lo que no ocurrió en dos años suceda ahora.
Lo que pasa es que la diplomacia formal está trabada. Los EE.UU., a poco de su crucial elección presidencial, dan largas para autorizar a Kiev a lanzar misiles de largo alcance sobre Moscú y la retaguardia rusa, que saben es una línea roja peligrosísima de pasar.
Para recordárselo, las fuerzas rusas, en el último mes, han redoblado su bombardeo sobre sectores donde operan mercenarios y “asesores” extranjeros.
El 3 de septiembre pasado produjeron un ataque devastador con dos misiles hipersónicos Iskander sobre el Instituto Militar de Comunicaciones ucraniano de Poltava, en el centro del país, que dejó entre 150 y 300 muertos.
El Instituto es un centro de formación y entrenamiento en guerra electrónica, manejo de drones y comunicaciones, donde había asesores de la OTAN: británicos, suecos, noruegos y estadounidenses.
Aunque es un secreto de estado, se ha confirmado indirectamente la muerte de un Teniente Coronel estadounidense y de un número indeterminado de “especialistas” militares suecos y noruegos.
Al día siguiente del ataque, renunció sorpresivamente el ministro sueco de Exteriores, Tobías Billström, responsable del Programa de Transición a la OTAN.
EE.UU. y la Unión Europea saben que caer en la trampa que propone Zelenski es abrir la puerta a una respuesta rusa contra las bases de la OTAN en el este de Europa. El último paso hacia el “momento nuclear” de la guerra.
El gobierno ruso hace poco más de un mes anunció la revisión de su doctrina nuclear y realizó ejercicios de su fuerza de misiles nucleares tácticos.
Sería razonable que cuando los estadounidenses salgan de su letargo electoral y la saliente administración Biden de su ensoñación belicista, alguien pensara que una diplomacia realista y algo más sincera es el camino para salir de este fatídico embrollo.
La semana pasada, en Vladivostok, en la novena Plenaria del Foro Económico de Oriente, donde participaron 75 países, el presidente Putin reiteró su disposición a reabrir las negociaciones sobre la base de lo avanzado en Estambul en abril de 2022 y ofreció la mediación de China, India y Brasil.
Brasil y China han presentado hace tiempo propuestas de negociaciones y Narendra Modi, Primer Ministro de India, visitó recientemente Kiev, demostrado la centralidad de los BRICS en la búsqueda de un nuevo orden internacional que logre terminar con la guerra en Ucrania y el genocidio en Palestina.
La pelota, una vez más, está en el campo de “Occidente”.
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