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Entre el martes 30 y la madrugada del miércoles 31 de julio de 2024 Israel asesinó en sendos ataques a Fouad Shukr en Beirut y a Ismail Haniyeh en Teherán.
Shukr era el máximo jefe militar de Hezbollah, uno de los miembros fundadores de la organización y el principal asesor de su líder político, Sayyed Hassan Nasrallah.
Su muerte es parte de la estrategia israelí de debilitar la estructura de mando de Hezbollah y degradar su logística antes de una nueva invasión, si es que ésta ocurre.
El asesinato de Ismail Haniyeh, en cambio, tiene otro carácter. Haniyeh era el más alto funcionario político de Hamas y el principal negociador con Israel, EE.UU. Qatar y Egipto.
Como responsable de la política exterior, era la voz en las conversaciones para el alto el fuego en Gaza y la liberación de los rehenes.
Su asesinato es un doble mensaje siniestro. Primero, expresa la decisión de Netanyahu de enterrar las negociaciones con Hamas, a las que siempre saboteó a pesar de la presión estadounidense.
Como señaló el primer ministro de Qatar, Mohammed Bin Abdulrahman Al Tahni en su condena al brutal homicidio: “¿Cómo puede tener éxito una mediación cuando una de las partes asesina al negociador de la otra?”.
El segundo es un mensaje a Irán. Atacar en Teherán el día de la asunción formal del nuevo presidente, Masoud Pezeshkian, es una clara provocación para forzarlo a una guerra que los persas siempre han buscado evitar.
EE.UU. como el resto de Occidente, no sólo no condenó los asesinatos sino que, inmediatamente, anunció su postura de defender a Israel ante una previsible respuesta militar de Irán y de Hezbollah.
Después de que Benjamin Netanyahu, con sus manos manchadas con la sangre de 70 mil palestinos, fuera ovacionado en el Congreso estadounidense, ¿qué otra cosa podíamos esperar?
El resto del mundo contuvo el aliento. La mayoría de las aerolíneas suspendió sus vuelos al Líbano y varios países se prepararan para evacuar a sus ciudadanos de la región.
Mientras el genocidio continua sin pausa en Gaza y se multiplican las denuncias de tortura a los prisioneros en los campos de detención israelíes en la Ribera Occidental, el 1 de agosto, EE.UU. envió al portaaviones USS Theodore Roosevelt y seis destructores al Mediterráneo Oriental, donde ya se encontraban otros dos buques misilísticos y tres navíos de desembarco con unos 2500 infantes de marina.
El día anterior, en una inusual y sorprendente declaración, el presidente turco Recep Erdogan advirtió a Israel que si continúa la matanza en Gaza e invade al Líbano “tal como entramos en Nagorno-Karabaj, entramos en Libia, podemos hacer lo mismo con ellos”.
A buen entendedor pocas palabras. Turquía tiene el mayor ejército de la OTAN en Europa y tropas estacionadas en el norte de Chipre, a 45 minutos de Beirut.
Irán inició consultas de alto nivel con China y Rusia, de la que comenzó a recibir material militar, se supone que sistemas de defensa aérea, artillería y sistemas de interdicción electrónica, la semana pasada.
A pesar de las casi diarias advertencias de la CIA y el Mossad de un ataque inminente, nada ha ocurrido aún al momento de escribirse esta nota.
El 13 de agosto el presidente Biden dijo a los periodistas que espera que Irán suspenda el ataque si en los próximos días se alcanza un cese al fuego en Gaza y el intercambio de rehenes.
Quizás sea una presión para forzar un acuerdo en las conversaciones en Doha, hasta ahora inconducentes, quizás no.
Muchos analistas se preguntan por qué Israel quiere forzar ahora la guerra contra Irán y el llamado “Eje de la Resistencia”. Es la pregunta correcta y por tanto la más difícil de responder con la escasa y contaminada información disponible.
Seguramente juegan la alucinada pasión apocalíptica de la extrema derecha sionista religiosa y su fantasía del “Gran Israel”, que hace años envenena a la sociedad israelí.
También los egoístas intereses personales de Benjamin Netanyahu cuya suerte personal parece estar atada a la continuidad ad infinitun de la carnicería.
Pero los más peligrosos aún, si cabe, son los supuestos “adultos en la habitación”: Los estrategas políticos y los generales del Estado Mayor.
Hay bastantes indicios de que en los sillones en Washington y Tel Aviv, lejos de la sangre derramada y del olor a muerte, se piensa que el tiempo juega contra Israel. Que su deterioro militar en Gaza y su creciente aislamiento internacional soló crecerán y que por lo tanto nunca estarán mejor que hoy. Atacar ahora, antes de que el balance de poder sea aún más desfavorable.
Y, como siempre, hacerlo de modo que parezca que “es nuestro enemigo el que toma la iniciativa”. Una táctica utilizada habitualmente por la política israelí.
Tal vez si hubiera algún historiador en el salón, les diría que es demasiado similar al pensamiento que en Berlín, París y Moscú llevó al mundo a la tragedia de la Primera Guerra Mundial.
Si el conflicto escalase, simplemente la economía global colapsaría: el tráfico comercial en el Golfo Pérsico y el Mar Rojo se interrumpiría por los tiempos por venir. Los yacimientos y las instalaciones de gas y petróleo quedarían inutilizadas en toda la región. Un golpe devastador para el comercio mundial.
Todo indica que el intercambio de misiles entre Israel e Irán y la inmediata intervención de Hezbollah, arrastraría al Líbano, Jordania, Siria, Yemen, Irak e incluso Chipre al abismo de la guerra.
Millones morirán y millones más serán desplazados de sus hogares.
Ojalá nuestro agosto de 2024 no sea una horrorosa remake de julio de 1914.
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