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Uno espera del dinero que cumpla tres funciones: 1) que sirva como medio de cambio; es decir, que con él podamos comprar y pagar mercaderías y servicios y pagar deudas; 2) como unidad de cuentaspara fijar precios, y 3) como un depósito de valor, que implica que el dinero puede guardarse para ser usado posteriormente, lo que hace posible el ahorro.
Aun en sociedades basadas en el trueque, la segunda función es muy importante y, posiblemente, haya sido la primera que se le pidió al dinero: servir como medio de valuación de bienes. Fíjense que en una sociedad hipotética donde existan 100 productos y en la que se utiliza el trueque, existen 4.950 relaciones de valor entre los productos, imposible de recordar; si, en cambio, usamos uno de los productos como referencia de valor, la cantidad de precios de la economía se reduce a 99. Por ejemplo, así nació en los pueblos latinos el “pecus” (cordero), una unidad abstracta, ideal, de valor que pasó a nuestro idioma (“peculio”, para referirse a riqueza, principalmente monetaria).
Nuestro vapuleado peso cumple perfectamente la primera función: los trabajadores cobran sus sueldos y los comerciantes intercambian sus productos y, con el dinero obtenido compramos los bienes y servicios necesarios, pagamos las cuentas, impuestos, etc.
También cumple parcialmente con la segunda función: la de unidad de valor: cuando vamos al supermercado los precios, aunque cambien a menudo, están en pesos. Digo parcialmente, porque si vamos a una inmobiliaria los inmuebles, sean urbanos o rurales, tienen los precios en dólares. Lo mismo para otras valuaciones importantes, como la compra-venta de una empresa.
Finalmente, a la tercera condición no la cumple en absoluto. Tenemos una larga historia de inflación que desvalorizarían rápidamente los ahorros (271,5% anual llevamos este año). Por esa razón los argentinos ahorran en inmuebles (costumbre posiblemente heredada de los inmigrantes europeos) o en moneda extranjera, preferentemente dólares.
Por eso, por la función 2 (parcialmente) y por la 3 es que se dice que vivimos una economía bimonetaria (el peso para operaciones corrientes y el dólar como unidad de cuenta y como ahorro).
El dólar en los países del tercer mundo es un bien escaso, razón por la cual hay restricciones para su compra (aquí, desde los años ’90, conocida como “el cepo”). Por eso, como pasa con todos los productos escasos, se genera un mercado paralelo, “negro” o ilegal, (que, elegantemente, acá se denomina “blue”) y que es reconocido y aceptado por todos, al punto que, incluso, su cotización diaria se publica en los diarios.
Cabe señalar que se trata de un mercado relativamente chico, de menudeo. Las grandes fortunas ahorran directamente en el exterior, generalmente luego de haber evadido los impuestos locales.
Los que recurren al mercado “blue” son los integrantes de la clase media: empresarios PYME con ingresos oscilantes o de temporada (por ejemplo, los dedicados al turismo en la costa, con sus ingresos concentrados en tres meses de la temporada y con los que deben vivir y afrontar los gastos de la actividad todo el año); también aquellos que en relación de dependencia, tienen un ingreso relativamente alto, que ahorran con un fin determinado (compra de un auto, viaje al exterior) o por precaución frente al futuro incierto. La oferta está compuesta por los turistas extranjeros y, fundamentalmente, por operaciones ilegales, como el contrabando.
Los demandantes del mercado “blue” son los clientes típicos del plazo fijo en pesos a 30 días. Como el Banco Central ha disminuido en mucho a la tasa de interés (representa casi la mitad que la tasa de inflación) ese dinero ha emigrado, para conservar su valor, al dólar blue, produciendo la suba de su cotización.
Milei prometió combatir al bimonetarismo y a la inflación, primero, durante la campaña y al comienzo de la gestión, con la “dolarización” completa. Es decir, el reemplazo, a un tipo de cambio determinado, de los pesos por dólares emitidos en Estados Unidos, como hiciera Ecuador bajo el asesoramiento de Domingo Cavallo; es una política imposible de realizar en ese momento por nuestro país por la falta de dólares suficientes, además de inconveniente para los intereses argentinos (pérdida de soberanía por renuncia a aplicar las herramientas de políticas monetarias).
Le siguió un proyecto de “competencia de monedas”. Consistía en reconocer legalmente la capacidad del dólar como moneda en el mismo rango que el peso nacional y dejar que el mercado opte por uno u otro. El proyecto bordeaba el olvido, sin concretar.
Ahora se encontró una variante a esta competencia, que el ministro Caputo denominó “dolarización endógena”: consiste en la emisión cero, con lo que el peso se convertiría en un elemento escaso y valioso (el “peso”, antiguo excremento según Milei, se convertiría ahora en ”moneda fuerte”). El proyecto se completaría con la eliminación del “cepo” a la compra-venta de dólares (para lo que se necesitaría reservas en dólares que, al menos por ahora, no están)
La idea de Caputo es hacer que la clase media se vea obligada a vender sus dólares ahorrados para afrontar los gastos corrientes (“pagar impuestos”, dijo el ministro, mientras él tiene sus ahorros en dólares y depositados en el exterior). A corto plazo espera que el precio del dólar “blue” deje de subir e, inclusive, que disminuya, pero parece que el “mercado” no le cree porque ese precio sigue aumentando.
¿Qué pasaría si se cumpliera el plan de “dolarización endógena”?
En primer lugar, la “emisión cero” implica sumar iliquidez al ajuste del gasto, lo que implica alimentar la recesión actual (ya, según el FMI, la caída del PBI de este año sería del 3,5%).
En segundo lugar, subiría la tasa de interés porque el estado debería recurrir al crédito para pagar la deuda.
El resultado de esta política sería más cierres de empresas, aumento de la desocupación y de la pobreza. La reacción de los empresarios PYME no sería la que espera el ministro Caputo, el de vender los ahorros en dólares (suponiendo que aún los conserve) para pagar impuestos sino, según indica la experiencia, la de dejar de pagarlos. El estado vería como caen sus ingresos.
Con este panorama el estado puede: 1) mantener el plan de emisión cero. Sería una realidad el “no hay plata: Tendría dificultades para pagar a los acreedores, inclusive los sueldos, y aumentaría sensiblemente el riesgo de un “default” de la deuda. La reacción social sería la de protestas, huelgas e inestabilidad similar a lo vivido en los años 2000-2001. 2) Abandonar el plan de “dolarización endógena” (con la renuncia de los señalados como “culpables”) y continuar con una emisión normal.
Aunque los disfracen, llamándolos “etapas”, la política monetaria, lo mismo que toda la política económica de estos casi 8 meses, muestra un alto grado de improvisación. Aquí también, como en otros órdenes, el gobierno aparece (como alguien lo calificó) “perdido como turco en la neblina”.
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