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El 13 de julio de 2024 nos ha traído dos sucesos que, aunque espacialmente distantes y con distintos actores, son una expresión palmaria del hundimiento del llamado “Occidente”, ese “mundo libre” en la anacrónica jerga de nuestro Presidente, en la violencia sin límites como el instrumento privilegiado para abordar sus problemas y conflictos.
Temprano en la mañana, un ataque aéreo israelí en la “zona segura” de Al Mawasi mató a más de 90 desplazados gazatíes e hirió a otros 300. El objetivo declarado era asesinar a Mohamed Deif, el comandante militar de Hamas.
Por la tarde, en Butler, Pensilvania, un joven de 20 años, Thomas Mathew Crook, hizo ocho disparos con un fusil contra Donald Trump, que sobrevivió milagrosamente, en un episodio todavía poco claro, que vuelve a poner al magnicidio en la mesa de la política estadounidense.
Ambos hechos tienen una larga genealogía en dos sociedades ahogadas por la violencia de sus políticas imperiales y la militarización de sus culturas.
El ataque israelí, en una zona declarada “segura” por las propias autoridades hebreas, un sector supuestamente diseñado para concentrar a los desplazados gazatíes fuera de los sectores de combate, es un momento más de la brutal guerra en Gaza pero ilumina con meridiana claridad el carácter genocida de la política del estado de Israel.
Bombardear un sector densamente poblado para matar a un jefe enemigo es confirmar la deshumanización completa de los civiles palestinos. Sus vidas no importan.
Esta concepción comenzó a transitar hace mucho tiempo entre los israelíes.
Desde la fatídica guerra de 1967, la Ocupación -el control de los territorios palestinos de Golán, Gaza, Cisjordania y Jerusalén Oriental- se convirtió en el fruto envenenado que fue empujando a la sociedad hacia la militarización y el predominio de las visiones mesiánicas y violentas dentro del proyecto sionista.
El asesinato del Primer Ministro Isaac Rabin, el 4 de noviembre de 1995, cerró la posibilidad de un Estado palestino. El partido Likud, encabezado por Benjamin Netanyahu aceleró la ampliación de los asentamientos de colonos judíos, el apartheid y la represión de los palestinos, que alcanzó su apoteosis en diciembre de 2022 con la incorporación al gobierno de las formaciones de la extrema derecha religiosa, partidarios de un estado teocrático y de la expulsión de la población árabe.
Sólo en ese contexto socio-cultural de mesianismo teocrático y colonialismo tardío, que conjugan en una violencia sin barreras, se puede entender el ominoso ataque en Al Mawasi.
El intento de asesinato de Donald Trump, la tarde del mismo día, océano de por medio, se da también en un contexto socio-cultural largamente trabajado por la glorificación de la violencia.
Los EE.UU. desde principios del siglo han acelerado su tendencia secular a reducir su política exterior a las intervenciones armadas y las operaciones encubiertas.
La denominada “Guerra contra el Terror”, con las invasiones a Afganistán e Irak, la “normalización” del secuestro y la tortura por parte de la CIA, la ilegal prisión de Guantánamo y los asesinatos selectivos con drones, de Bush Jr a Obama, alimentó una espiral inédita aún para una nación con una sólida tradición de violencia social y política.
Internamente, la casi absoluta identificación de patriotismo y militarismo, un estado gobernado por una plutocracia insensible a las demandas populares y las transformaciones de una sociedad cada vez más multicultural, abrieron las puertas a una creciente polarización de la vida política, en una trayectoria que va del Tea Party a las milicias fascistoides de los Proud Boys o los Oath Keepers.
Los miedos y la insatisfacción con una vida ya muy lejos del “American Dream” se materializan a diario en una violencia alimentada por el fácil acceso a las armas y una incontrolable violencia policial.
En 2020 había unos 285 millones de estadounidenses mayores de 18 años y unos 300 millones de armas de fuego en poder de la población civil. Los asesinatos masivos se han vuelto tan frecuentes que se llevan estadísticas específicas.
Para lo que va de 2024 el número de personas muertas en asesinatos masivos (mínimo de 4 personas muertas o heridas sin contar al agresor) asciende a 361.
La actual campaña electoral, enmarcada por la persecución judicial al candidato republicano y la represión brutal de las manifestaciones de protesta racial y estudiantil, alimentó una notable violencia en las calles y en las redes.
El atentado contra el ex presidente y candidato Donald Trump es el vigésimo ataque a presidentes, en funciones o electos, y a candidatos a primer mandatario en la historia estadounidense y ha desatado, como era esperable, una catarata de teorías conspirativas que alientan la espiral de violencia.
Hace mucho que en Occidente, como dice el viejo adagio, “si tu única herramienta es un martillo, tiendes a tratar cada problema como si fuera un clavo”.
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