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07/07/2024

Loan, Bullrich, Milei

Loan, Bullrich, Milei | VA CON FIRMA. Un plus sobre la información.

La pena de muerte tiene siempre una actualidad “problemática”. En el país empieza a calar una idea a la cual se atribuye intrínseca naturalidad: un niño sano, de ocho a doce años, son 20 millones de dólares caminando. “El de órganos humanos es un mercado como cualquier otro”, había dicho Milei.

Juan Chaneton *

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El de la pena de muerte es un problema siempre actual. Pero se trata de una actualidad abstrusa y, por ello, problemática.

En efecto, la dificultad aparece cuando percibimos que el punto nodal del asunto no es matar o morir, pues esta dicotomía difícil ya ha sido resuelta en la mayor parte de los ordenamientos criminales de occidente. Por caso, para nuestro código penal no todas las vidas valen lo mismo y hay muertes infligidas que son perfectamente legítimas. El acto de causar la muerte es legítimo en algunos casos y circunstancias. Defender los derechos propios amenazados puede requerir el uso de la violencia homicida sobre el autor de la amenaza, y en el marco de esa situación que involucra a unos y otros quedará configurada una causal de exclusión de la culpabilidad de una acción que, de otro modo, sería delictiva. Se trata de la propia defensa de la persona o de los derechos, propios o ajenos.

Para la ley, entonces, no todas las vidas valen lo mismo.

Los hipócritas de “las dos vidas” deberían desasnarse sobre estas cuestiones que, por añadidura, los llevarían a comprender que, junto al derecho positivo, aparece la ciencia para decir lo suyo. Y lo suyo propio que afirma la ciencia es que, además de lo jurídico, lo médico dice que la vida de un sujeto-persona no es cualquier requecho amorfo y viscoso de células amontonadas al azar de la dinámica fisiológica de los cuerpos humanos que descienden del animal, del simio.

Pero no es el abortismo ni sus falaces impugnadores de hogaño el tema de esta nota. El tema de esta nota es que, para que el escándalo sea mayor, empieza a calar en la Argentina una idea a la que se le atribuye intrínseca naturalidad: un niño sano, de ocho a doce años, son 20 millones de dólares caminando. Ello así, por cuanto “el de órganos humanos es un mercado como cualquier otro”, Milei dixit; consecuentemente, la compraventa de un auto o de un inmueble o de un niño es ni más ni menos que eso: una operación comercial. Dos córneas, dos riñones, un hígado y dos pulmones, si provienen de una criatura, son oro en polvo, diamante en bruto, litio procesado, uranio enriquecido, cocaína de máxima pureza. Y “fronteras porosas” como condición ecosistémica indispensable para que todo esto sea posible. La “seguridad” consiste en contratar mano de obra lumpen de barrabravas bien dispuestos, para incendiar autos y provocar desmanes inculpando de “terrorismo” a maestros y jubilados que protestan. Y después, cuando la seguridad en serio exige idoneidad para garantizarla, se apela al circo y se anuncia, con los bombos y platillos de una televisión cómplice, que se viaja “a Paraguay”, nunca fui a Asunción y me gustaría conocer sus naranjales aledaños, le faltó faltó decir a la terrorista de marras.

La pena de muerte debería ser bien vista por todos cuantos aman de verdad la vida y la civilización, pues no resulta razonable que pueda haber vida para atentar aberrantemente contra la vida.

Y matar a un niño para extirparle los órganos y después venderlos es -todo calificativo suena a hueco- una aberración. Es claro que ya andan diciendo que no es eso lo que ocurrió. Pero eso lo dicen los sospechados. Robledo Puch también dijo, hasta el último instante, que era inocente. Estos funcionarios/as cuya función pública es velar por la seguridad de los habitantes del país, sobre todo en zonas de frontera, de suyo muy aptas para los tráficos criminales, procuran distraer la atención pública, con la complicidad de una televisión que ya empieza a embarrar la cancha con el objetivo claro: exculpar a los responsables de la seguridad de los argentinos -en materia federal- a quienes ya la sociedad empieza a mirar de reojo.

Si aquello aberrante fue lo que ocurrió, los canales de televisión, cerrada o abierta, zocaleaban sugiriendo que los que una vez dieron vida al niño ahora lo entregaban, a traficantes indescriptibles, a cambio de un dinero. Ahora hacen lo propio esos canales pero, eficaces y prestos en su función de lavar la ropa mugrienta de los funcionarios que sostienen que el tráfico de órganos es parte de la libertad de comercio, siguen abriéndole el micrófono a un personaje equívoco como el mediático doctor Burlando, para que éste declare a dúo con una nueva sugerencia del canal: que quienes pusieron la primera plata para llevarse al niño, ahora debieron poner más para que “la tía Laudelina” lave la actuación de los que dejan las fronteras porosas a disposición de los siniestros contrabandistas y para que blanquee, de paso, a los que dijeron que la libertad carajo incluye el derecho de vender un niño… y la tía Laudelina, entonces, anduvo diciendo que ella vio cuando a Loan lo atropelló la camioneta y que, por eso, lo enterraron en el monte. Burlando, a su turno, se suma, y dice -con el conocimiento que él tiene de lo que ocurre más allá de la General Paz, que “estas cosas son comunes en el interior”.

Pero el problema, hasta aquí, apenas se ha insinuado. El problema no es -como decimos- matar o morir; el problema es que hay que tener autoridad moral para matar en nombre de la civilización y de la vida y por un acto instintivo de defensa social. Y no se trata sólo de Milei y su banda de propagandistas de la venta de órganos.

Se trata, en primer lugar de preguntarse si aquella autoridad moral puede tenerla una sociedad cuya riqueza producida y acumulada existe como tal debido al trabajo no pagado y expoliado al obrero que entrega todos los días y en horario convenido, su fuerza humana que es la que produce las fortunas. Porque esta explotación rudimentaria sigue ocurriendo, malgrado la “open AI”. Si no hubiera trabajo no pagado no habría ganancia para nadie. Si a ese obrero se le pagara exactamente lo que produjo su trabajo, no habría ganancia para quien lo contrató por seis y recibió seis. La teoría del valor-trabajo es de Ricardo, no de Marx. En este punto se halla el nudo conceptual de los textos macroeconómicos demonizados en occidente hasta el paroxismo. A Marx le perdonan que hable mal de un rey francés o que diga que hay lucha de clases. Pero lo que jamás le perdonaron fue la “plusvalía”, que es el nudo que deschava la ilegitimidad fundacional de todo el neoliberalismo global, y de toda formación social capitalista.

No es nada casual que dos maestros del diversionismo ideológico antimarxista como supieron ser Joseph Schumpeter y Michel Foucault empiecen elogiando a Marx, sacando así, de entrada, chapa de objetividadpara, muy luego, pasar a abominar de “la plusvalía”. Así: “… todo lo que Marx ha escrito sobre el ejército y su papel en el desarrollo del poder político, son cosas muy importantes que han sido abandonadas en provecho de los comentarios incesantes sobre la plusvalía …” (M: Foucault: Microfísica del poder; Preguntas a M F. sobre la Geografía). Y así también: “… podemos decir que las clases sociales entran en escena con aquella célebre frase del Manifiesto Comunista(dest. en el orig.), según la cual la historia de la sociedad es la historia de la lucha de clases”; pero asimismo, “… es fácil mostrar que, desde los propios presupuestos de Marx, la doctrina de la plusvalía es insostenible”. (Joseph Alois Schumpeter: Diez grandes economistas(de Marx a Keynes); Alianza, Madrid, 1997, p 76). Le perdonan todo al filósofo de Tréveris, menos que se haya metido con la fuente del expolio y el robo, que es precisamente la plusvalía y lo que hace del capitalismo neoliberal (o “en serio”) un sistema intrínsecamente ilegítimo e inmoral, contrario a la ciencia e, incluso, a toda fe religiosa.

“El problema, es, entonces, que ningún régimen político como los que hemos conocido hasta hoy en nuestro país, tiene la autoridad moral para punir con la muerte a nadie, aun cuando ciertas muertes sean el único sentido común apto y posible para hacer posible la subsistencia de la sociedad humana. No obstante lo cual, oponerse públicamente a la pena de muerte desde, por caso, una banca legislativa, y fomentar la muerte de opositores por detrás y a escondidas, es una actitud dañina, además de otros calificativos que omitiremos en honor a una siempre esquiva calidad formal de la expresión escrita.

Según saben los que cultivan estos temas movidos por el ansia de lograr que, alguna vez, la vida humana se parezca algo bello, digno y apetecible, en 1800, un hombre llamado James Hatfield, que tenía la idea fija de que la salvación del mundo dependía de él, cometió un atentado contra la vida del inglés rey Jorge III. Fue absuelto por causa de demencia, después de un discurso famoso de lord Erskine. En sustancia, éste había declarado que un hombre que actúa bajo el dominio de una idea fija es demente, y por consiguiente irresponsable, aun si no ha perdido toda la razón. Esrskine sabía lo que los oráculos no aprenderán jamás, porque ese saber destruiría todo el universo artificial en que ellos se mueven: que la naturaleza humana, en lo profundo de sí misma, está gobernada por las emociones y los impulsos, la pasión y la fe, todo ello cubierto de una corteza relativamente nueva y precaria de razón, que es susceptible de resquebrajarse cuando la presión interna se vuelve demasiado fuerte. Es una opinión de lord Erskine, temprano decidor, aunque él no lo supiera, de lo que, poco después, diría Nietzsche.

Las líneas anteriores contienen puntualmente un pensamiento de Arthur Koestler, conocido opositor a la pena de muerte, y lo que dice es que alguien que actúa imbuido de una idea fijaes un demente aunque no haya perdido toda la razón. Koestler no estaba de acuerdo con quienes querían aplicar la pena máxima a ese demente. No sabemos qué diría hoy sobre los tratantes de niños y vendedores de órganos. Ni sobre la demencia.



(*) Abogado, periodista, escritor.
29/07/2016

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