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Los antiguos señores feudales escogían una zona elevada del terreno para construir su castillo. Desde allí ejercían vigilancia y mantenían controlado al pobrerío. Pero, además, la edificación que alojaba al señorío dominante estaba convenientemente amurallada por si a los abajeños desharrapados se les daba por armar alguna revuelta.
El tren de vida opulenta de los privilegiados requería que las gabelas o tributos se cobrasen rigurosamente. Los de abajo ponían su fuerza de trabajo y la vida se les iba en un subsistir penoso, que tampoco les dejaba demasiadas energías para acometer la pueblada que sus opresores temían.
Hace unos días, esta escena de la vida cotidiana de siglos pasados se materializó una vez más en la actualidad argentina.
Pudimos verla cuando la tele mostró una nutrida delegación de "abajeños" interrumpiendo completamente el tránsito a pocos metros de donde la avenida Mitre, de Avellaneda, desemboca en el puente Pueyrredón, que es el paso principal para ingresar al "castillo" de la CABA (Ciudad Autónoma de Buenos Aires).
Frente al reclamo de los manifestantes, como si fueran los muros de la ciudadela fortificada, varios cordones de efectivos de las fuerzas de seguridad nacionales les impedían el paso.
En los relatos de nuestra infancia (pero parece que solo allí) aquellos viejos castillos medievales también solían rodearse de fosos plagados de cocodrilos cuyo propósito era el de disuadir cualquier intentona levantisca.
Los uniformados que aparecían en pantalla pueden no tener las fauces terribles de sus antecesores saurópsidos, pero son perfectamente capaces de disuadir con la misma eficacia, a veces infelizmente letal.
Allá por los comienzos de la década del ’80, cuando nuestro país recuperaba la salud democrática, una especie reptil alcanzó el éxito a través de la serie “V: invasión extraterrestre”.
Aquellos bichos repugnantes enmascaraban su apariencia bajo una fachada tan humana como fuera posible. Se daban cuenta que, si se mostraban tal cual eran, corrían el riesgo de espantar a los incautos que en gran número creían en sus buenas intenciones. En su privacidad, en cambio, ejercían actos repulsivos que alcanzaron cumbres cuando la líder de los invasores se engulló un ratón vivo.
Las factorías audiovisuales norteamericanas han sido históricamente reiterativas en su aversión a todo lo que no fuera “blanco, anglosajón y protestante”. De hecho, en numerosas ocasiones los “aliens” no eran más que una alegoría chapucera y obvia de todo aquello que rechazaban.
En cambio, la Argentina exhibe sin pudor alguno imágenes, acciones y declaraciones que otras sociedades disimulaban o elegían ignorar, por vergüenza o decoro-. Los lagartos que hoy gobiernan eligieron andar sin camuflaje. Más aún: alardean de muchas de sus atrocidades exponiéndolas a la luz sin tapujos.
El presidente proclama a los cuatro vientos la cantidad de empleados que ha dejado en la calle, exhorta a la evasión fiscal, se ufana de ser un topo que ingresó al Estado nada más que para destruirlo. Semejante escalada de exabruptos violentos quizás solo resulte posible porque todavía hay una porción considerable de la ciudadanía que los celebra, sin tomar en cuenta que más temprano que tarde esa obra de demolición aberrante acabará por alcanzarla con sus esquirlas. Porque, ¿le seguirán festejando las groserías cuando piquen cerca las balas del desempleo, cuando ya no puedan seguir comprando los medicamentos, cuando el transporte asuma costos impagables, cuando la miseria les rodee el campamento e incluso los alcance? ¿Continuarán saludando alborozadamente las agresiones a Brasil si un día de estos el país vecino se harta de las imposturas y no vuelve a enviarnos un barco con el gas que nos permita “pasar el invierno” (frase de resonancias ingratas para quienes ya clausuramos un buen número de almanaques)? ¿Permanecerán indiferentes cuando la paciencia de China se agote, decida no renovar el swap y exija la cancelación de una deuda de 5.000 millones de dólares?
Mientras ese momento llega (o no), resulta verdaderamente llamativo que ningún mecanismo jurídico se haya puesto en marcha para considerar los posibles delitos en que incurre el desquiciado de Olivos cada vez que vomita su veneno.
Sin embargo, más allá de lo que discurre por andariveles leguleyos, lo genuinamente sorprendente es que -si uno está dispuesto a concederles algún crédito a las encuestas- el tipo mantenga indicadores elevados de apoyo y acompañamiento.
Indudablemente a quienes conservan una valoración positiva del gobierno no los escandaliza o les resulta indiferente que se destapen chanchullos que bajo otras administraciones les ponían en órbita la presión arterial. Les importa poco la impericia para manejar asuntos públicos; les tiene sin cuidado que cada semana se caiga un par de funcionarios. En apariencia, tampoco les quita el sueño la posibilidad de que cualquier día de estos amanezcamos sin aerolínea de bandera, sin banco Nación, sin TV ni radio públicas, sin YPF o con nuestros recursos naturales en manos de potencias extranjeras o conglomerados trasnacionales.
Un aspecto muy significativo de la trama de aquella serie ochentera de los lagartos invasores estaba centrado en un sobreviviente del holocausto, anciano ya, que percibe la amenaza de los alienígenas cuando advierte que científicos y periodistas han comenzado a desaparecer. En cambio su nieto se ha vuelto un seguidor acérrimo de los visitantes, se viste con réplicas de sus uniformes y se integra a los grupos juveniles que apoyan a los extraterrestres. Es más que sugerente establecer comparaciones entre la fábula televisiva y la realidad argentina contemporánea, con las diferencias sociales, familiares, generacionales y etarias en general que luce nuestro país.
Los canales de TV no alineados con la ultraderecha ofrecen cantidades de testimonios de gente quejosa por la situación económica, los aumentos tarifarios desproporcionados y el temor creciente a la desocupación. No obstante, la manifestación no escala más allá de los micrófonos. Respecto de esa situación, un economista, docente, investigador y analista prestigioso como Ricardo Aronskind señalaba en una entrevista radiofónica reciente su desconcierto ante el increíble nivel de pasividad que exhibe la sociedad argentina. Sobre todo -puntualizaba-, frente a un mandatario que todos los días invita a que se produzca “un despelote en la calle”. El de la provincia de Misiones pudo haber constituido un leading case, pero hasta aquí no ha registrado réplicas.
Hay sectores privados de comer y, pese a ello, el país no ha estallado. Son los misterios de una demanda social latente, pero que no cuaja en acciones directas. No las impulsa un dirigencia adormecida, pero tampoco las bases dan muestras contundentes de su rechazo explícito a un modelo claramente inhumano.
Quizás las expresiones de repulsa más severas se encuentren en el escenario -tan prevaleciente hoy- de la virtualidad. Allí proliferan memes como los que se aprecian justo encima de este párrafo.
Por lo demás, existen decisiones personales (¿minoritarias, aisladas, en crecimiento?) como la expresada por un joven profesional, padre de una criatura de apenas dos años, que desde el inicio de esta administración puntualizó: “si llegan a reponer el servicio militar, me voy del país. No voy a entregarles mi hijo a estos carniceros”.
Un comerciante señaló hace un par de días: “No puedo creer el nivel de puteríos que los libertarios tienen entre ellos. Se están sacando los ojos. ¿Así quieren gobernar?”. Es significativa la utilización del pronombre “ellos”, que establece diferenciación y distancia. ¿Acaso los descontentos/disconformes son más que los que marcan los relevamientos de opinión de las consultoras? ¿Cuál es la valoración real que hoy tiene el gobierno en la sociedad argentina?
¿Habrá un reverdecer de la conciencia que impida la pasividad, el inmovilismo o la indiferencia? ¿Cuánto falta para que ocurra?
Una vieja leyenda urbana de Nueva York dice que en sus alcantarillas vive un gran número de cocodrilos. Según el relato, fueron adoptados de chiquitos por ciudadanos snob, pero cuando se volvieron amenazantes sus dueños los arrojaron por los desagotes domésticos. Algunos dicen que ahora son gigantes y que se volvieron ciegos por vivir en la oscuridad subterránea. En cualquier caso, no es algo que enorgullezca a los habitantes de la autoproclamada capital del mundo.
Entre nosotros, los reptiles no solo volvieron a la superficie sino que también controlan o ejercen el poder.
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