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“¿Sabés lo que pasa, pibe? Que algunos gilunes piensan que tenemos un gobierno “extravagante”. Y no se dan cuenta de que con esa definición le bajan el precio al horror de esta gente”.
Están sentados a la mesa de un bar y forman una pareja despareja. Por lo menos en algunos aspectos: el que habla más es un hombre robusto y bien abrigado, que anda por los ‘60 y pico. El que lo escucha es mucho más joven y viste una campera liviana. Podría suponerse que son abuelo y nieto, pero esa es una relación por el momento incierta.
El que lleva consumidos más almanaques continúa perorando: “No son extravagantes. En realidad, lo que tenemos es un gobierno monstruoso. Sí, eso es: monstruoso. Esa es una forma más adecuada, más precisa, para definir a esta runfla que aumentó la pobreza más de un 55 por ciento y la indigencia un 17,5 por cientoen sus primeros tres meses”.
Los pocillos de café ya casi no humean y el mozo se resigna a que, seguramente, no habrá segunda ronda. Es lo que se lleva en estos tiempos frugales en los cuales la clientela se redujo drásticamente.
“Eso significa, pibe, que alrededor de 25 millones de tipos son pobres y que cerca de 8 millones son muy pobres, están en estado de extrema pobreza, no llegan a pagarse una Canasta Básica de alimentos. Decime vos de qué otra forma que monstruoso se puede llamar a un gobierno responsable de esto”.
Quizás haya sido apenas una pausa retórica, pero el pibe la aprovecha para colar un bocadillo: “Bueno, don Manuel, pero alguna responsabilidad tendrán también los que estuvieron antes, ¿no?”.
Acaba de quedar claro que el jovencito y don Manuel no son familiares. El viejo se rasca la cabeza por debajo de la gorra y reconoce: “Y… sí, pibe. Tenés razón. A mí me parece que la mayor de esas responsabilidades es la de no haber encarado con decisión la lucha contra la miseria. Por culpa de aquellas tibiezas, hoy tenemos estas tragedias”.
Se toma un respiro el viejo. Es como si quisiera que su acompañante registre que no exime de culpa a nadie. Y entonces retoma el hilo: “Pero en este momento conviene ser riguroso con las descripciones. Es cierto que desde la cabeza del Poder Ejecutivo se lanzaron un conjunto de ideas delirantes, pero cuando usamos esa calificación la palabrita puede inducir a error o a confusiones”.
¿Por qué lo dice, don Manuel?”, le pregunta su acompañante.
“Porque, a veces, las cabecitas de las personas asimilan o asocian el concepto de delirio con una descripción simpática de las audacias de alguien. Y es ahí cuando ser delirante puede llegar a convertirse hasta en una forma de valoración positiva de un sujeto en particular”.
El veterano no se equivoca. Porque no siempre se registra que el delirio conlleva un cambio grave de las capacidades mentales, que provoca confusión en los pensamientos y falta de consciencia del entorno. Los delirantes pierden lucidez, sufren cambios bruscos en su sensibilidad y en sus percepciones de la realidad e incurren en creencias falsas. De eso mismo habla ahora don Manuel:
“¿Viste esos tipos perseguidos, que todo el tiempo piensan que los demás están en su contra? O esos otros que creen que los discos reproducidos para atrás transmiten mensajes diabólicos. O los que aseguran que la tierra es plana; bueno: todos esos son delirantes y hacemos muy mal en disculparlos con una sonrisa perdonavidas. No son sujetos adorables que causan gracia. Son personas enfermas, que -además- hacen daño a los demás”.
El muchacho asimila lo que le dice su compañero de mesa. Está pensando en esos amigos suyos que le decían entre risas admirativas “el loquito este va a cambiar el país”.
“Si lo dejamos es capaz que lo haga -se dice para sí mismo-, pero eso no necesariamente va a ser algo bueno”.
En ese momento, el viejo vuelve a arrancar, casi como si le hubiese leído el pensamiento. “Nadie puede pensar que estos tipos hayan venido a resolvernos los problemas. ¿Y sabés por qué?Porque no solo no son raritos simpáticos o estrafalarios originales. Son tipos crueles, que llevan el odio adentro”.
Don Manuel piensa en el episodio de los galpones llenos de leche a punto de vencerse mientras miles de chicos llegan a la escuela sin haber tomado ningún desayuno. A la par, el pibe se imagina las familias que se van a dormir temprano con la vana pretensión de engañar sus estómagos vacíos.
“¿Qué querés que te diga? -dice el veterano- A mí se me hace muy difícil encontrarle otra explicación que la de la maldad a ese secuestro de la comida de los pobres”.
En su mente, solo la perversidad explica que el gobierno haya retenido tantos meses esos alimentos, que negara su existencia mintiendo con todo descaro y que después incluso intentase evadir la orden judicial para distribuir lo que se pudría en las cajas mientras las ollas permanecían ociosas en millares de hogares.
“¿Qué otra razón pueden haber tenido; qué redito sacaban con ese comportamiento inhumano?”, pregunta don Manuel mientras se inclina tanto sobre la mesa que la visera de la gorra casi voltea la tacita de café en la que ya ni siquiera queda la borra.
Como de costumbre, la tele del bar está sintonizando un canal de noticias. Tiene el volumen bajo, pero los zócalos indican que esos transeúntes que están siendo consultados en las calles metropolitanas coinciden en que la situación económica es grave. Sin embargo, muchos todavía le tienen fe al gobierno. “Yo creo que tiene buenas intenciones”, dice una cincuentona que acaba de quejarse por el precio de las verduras. Un hombre con un mameluco decorado con manchas de pintura que revelan su oficio, dice que tiene muy poco trabajo, pero confía en que el segundo semestre las cosas van a mejorar. ¿Cómo conjugan esperanza con sufrimiento?, ¿no les hace ruido toda la corruptela que se destapa, la desidia con la que los funcionarios administran, el desprecio por la gente con necesidades?, piensa Manuel. Y no encuentra respuestas.
“Le cuento algo, don Manuel”, avisa el muchachito. “El otro día mi hermana apareció en casa con un libro que se llama ‘Hacia una teoría general de los hijos de puta’. A mí me llamó la atención el nombre y me puse a hojearlo. Es un trabajo que arranca desde una pregunta: ¿por qué existe el mal? Lo escribió un médico y profesor argentino que en la dictadura se tuvo que ir a vivir a México. El autor es Marcelino Cereijido y su trabajo propone pensar de dónde nos viene ese afán por causar daño a los otros”.
Don Manuel escucha con interés. Su interlocutor le explica que el libro analiza la ‘hijoputez’ como ‘infamia universal’. Es cierto que la obra ofrece ejemplos sobre perversidades militares, pero también acerca del maltrato cotidiano al que están expuestas millones de personas condenadas a la pobreza a partir de una serie de decisiones tomadas por «hijos de puta».
Aunque Cereijido deja algunas dudas acerca de su posición respecto de las visiones biologicistas, parece cierto que la hijoputez no es algo inherente a la naturaleza humana, sino el producto de una conjunción de circunstancias. Según señala, en este momento la información y el conocimiento sobre esa forma de maldad no están lo suficientemente maduros como para intentar un enfoque científico. No obstante, el autor manifiesta su convicción de que “el caos adonde está inmersa la hijoputez contiene el suficiente saber popular para estudiarla: hechos históricos, exploraciones literarias, dramaturgia, mitologías ad hoc, opiniones de pensadores ilustres y avanzadas neurobiológicas; materiales que deben ser periódicamente tamizados, aunque sea por ensayistas, para detectar los momentos en que algunas de sus múltiples facetas se vuelven accesibles a un estudio sistemático”.
¿Servirán los contenidos del libro para echar algo de luz acerca de la brutalidad con que la Casa Rosada maneja actualmente los asuntos de Estado? Cabe puntualizar que en esa bolsa caben desde las relaciones exteriores hasta el manejo de los asuntos domésticos y cotidianos. Entran allí los agravios y destratos presidenciales a otros jefes de gobiernos, tanto como la belicosidad con que la jefa de la diplomacia criolla (nada menos) se ocupa de las relaciones con el mundo. En el plano interno, son reiteradas las manifestaciones de desprecio con el que referentes de La libertad Avanza opinan sobre los sectores populares, o la violencia con que desde el Ministerio de Seguridad a cargo de Patricia Bullrich se confronta simbólica y físicamente contra las manifestaciones de reclamo de todos los sectores agredidos por la situación económica.
Son despiadadas las determinaciones económicas que cada día fulminan empresas y dejan en la calle a miles de trabajadores; son feroces las decisiones que atacan todas y cada una de las manifestaciones culturales de la Nación; es atroz la interrupción total de las políticas contra las violencias de género; es una bestial cancelación del futuro la paralización de la obra pública.
Todo este inventario de crueldades confirma el carácter monstruoso, insensible e implacable de un gobierno que disfruta del ejercicio de la violencia.
En un artículo de estos días, Verónica Gago le atribuye al gobierno de Milei el abandono deliberado y con disfrute de cualquier mecanismo de negociación y aplazamiento con respecto a la violencia. Es ahí, señala la autora, que aparece –o, mejor, reaparece– la crueldad. Para Gago, investigadora del amenazado Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), “la política de la crueldad apuesta a gobernar sin gobernar (si entendemos gobernar como el arte de las mediaciones que disimulan y metabolizan la violencia). La política de la crueldad apuesta a la violencia directa, espectacularizada, como un mecanismo que produce insensibilización1”.
Citando a Derrida, Gago sostiene que la crueldad no tiene oposición; que a la voluntad de poder no se le puede oponer una “antropología romántica de lo humano”. Pero igualmente subraya que hay que procurar “que esas pulsiones crueles sean desviadas, diferidas y que no encuentren su expresión en la guerra”. Nada parece más alejado de la vocación de la ultraderecha actualmente gobernante.
Cuando los clientes se levantan, el mozo confirma sus peores sospechas acerca de que ya no realizarán nuevas consumiciones. Don Manuel y el pibe arrancan para el sindicato, confiando en que hoy logren quorum para decidir medidas de fuerza en defensa propia.
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