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Hace tiempo varios analistas (y nosotros mismos en este medio) advertíamos sobre el riesgo cierto de que la guerra en Ucrania abriera la tenebrosa posibilidad de una escalada nuclear.
Ese fantasma ha tomado cuerpo en estos días. El pasado 23 de mayo, drones lanzados desde Ucrania alcanzaron una estación de radar de alerta temprana del escudo de defensa nuclear ruso en la base aérea Baranovski, en Armavir, en la provincia de Krasnodar.
Estos radares operan en la llamada banda L, que permite detectar objetos que no se ven en las bandas que barren los radares convencionales.
Es decir, identifican las señales de los llamados aviones “sigilosos” y de misiles, que forman parte de las plataformas de armas nucleares, como los F-22, los F-35, los bombarderos B-2 y B-3 y los misiles Tomahawk estadounidenses.
Rusia tiene diez estaciones de este tipo para proteger al país. Poseen un rango de 6 mil km sobre el horizonte y 8 mil en vertical, dentro del cual pueden detectar bombarderos y misiles crucero y balísticos. La instalación de Armavir cubre el sudeste y el sudoeste de la Federación.
Una semana después, cuando se escribe esta nota, Rusia aún no ha respondido. Están evaluando las características del ataque ucraniano, hasta qué punto involucra a sus socios de la OTAN y sopesando las consecuencias políticas y militares.
Los drones volaron 1800 km, bien lejos de las capacidades de reconocimiento y control de las fuerzas armadas de Kiev.
El 27 de mayo, un medio ucraniano dijo que fue un ataque con drones de fabricación propia, pero al día siguiente el Ministerio de Defensa ruso publicó fotos de los que fueron derribados, que corresponden a los Tekever AR3, fabricados en Portugal y provistos por Gran Bretaña al gobierno de Zelenski.
Que se trate de armas de la OTAN y que su curso haya sido guiado por satélites occidentales conjugan un hecho de gravedad inusitada.
Es la primera vez que se ataca una instalación de defensa estratégica nuclear en el mundo y podría dar lugar a una legítima respuesta nuclear.
Por si fuera poco, se suman otras cuestiones inquietantes en los mismos días.
Mientras continúa la metódica ofensiva rusa y el ejército ucraniano se acerca al colapso, el gobierno de Kiev desespera por introducir a EE.UU. y Europa directamente en la guerra.
A fines de abril, el presidente de Polonia, Andrzej Duda expresó la voluntad de su gobierno de estacionar armas nucleares de la OTAN en el país.
El 20 de mayo Mike Turner, presidente del Comité de Inteligencia de la Cámara de Representantes y otros 12 legisladores le solicitaron por nota al Secretario de Defensa estadounidense que autorice a Ucrania a usar armas estadounidenses de largo alcance contra el interior de Rusia.
A coro, el 24 de mayo, en una entrevista en The Economist, el Secretario General de la OTAN, el ex premier noruego Jens Stoltenberg se expresó en el mismo sentido.
Que se disparen misiles de largo alcance, sean Tomahawk estadounidenses o Taurus alemanes, abre una escalada imprevisible, dado que Rusia (ni nadie) puede distinguir si el misil en camino tiene una cabeza convencional o nuclear.
En este ambiente enrarecido, el ataque a la estación de Armavir, tratando de cegar la defensa anti misilística, aumenta las preocupaciones de Moscú respecto de una opción nuclear de la OTAN o de la participación activa y cada vez menos disimulada de su personal militar en ataques convencionales directos a Rusia.
Así, la cuestión de los misiles de largo alcance se torna muy sensible. Su estacionamiento en Europa del Este y potencialmente en Ucrania jugó en su momento un rol importante en la decisión rusa de invadir el país.
En 2018 el presidente Trump retiró a los EE.UU. del Tratado de Fuerzas Nucleares Intermedias (INF) que estaba en vigencia desde 1987. El Tratado prohibía el despliegue de todos los misiles con rango entre los 500 y 5000 km y establecía un robusto esquema de verificación e inspección.
En agosto de 2019 Rusia solicitó a EE.UU. retirar las lanzaderas verticales MK-41 que instalaron en Rumania y Polonia, por su capacidad de disparar misiles de alcance intermedio con cabezas nucleares. No obtuvo respuesta.
En diciembre de 2021 Putin propuso a Biden y a Stoltenberg el retiro de todas las armas de largo alcance de la OTAN de Europa del Este, particularmente de Polonia y Rumania. Nuevamente, no hubo respuesta alguna y el 24 de febrero de 2022 las tropas rusas cruzaron la frontera.
El 28 de mayo último, tras el ataque a Armavir y las palabras de Stoltenberg, el Presidente Putin, en rueda de prensa durante su visita a Uzbekistán, advirtió sobre “las graves consecuencias” de estas acciones. Señaló “Estos representantes de los países de la OTAN, especialmente en Europa, especialmente en países pequeños, deben ser conscientes de con qué están jugando”.
Y subrayó que la elección de objetivos y el curso de las armas de largo alcance sólo pueden ser ejecutados por “especialistas altamente calificados” y que “hay especialistas allí, disfrazados de mercenarios”.
A buen entendedor, pocas palabras. Rusia se ha cuidado de no atacar a las fuerzas occidentales que sabe, claramente, operan en la guerra..
Hasta ahora.
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