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Justo ante las puertas del fin de semana pasado, en General Roca ocurrió un suceso maravilloso. Fue la presentación del espectáculo “Cantoras del folclore latinoamericano”, que estuvo a cargo de artistas de la Fundación Cultural Patagonia.
Como ya resulta habitual, en el escenario se conjugaron la puesta en escena cuidada de Tato Cayón y Karina Acosta y el buen gusto del vestuario de Claudio Clozza, resaltados ambos por una iluminación adecuada que favorecía los tonos pastel y potenciaba la calidez del encuentro. Las notas del violín de Laura Fuhr alternaron climas dinámicos con atmósferas conmovedoras y las voces magníficas Natalia Joubert, Marcela Caldironi, Alfonsina Magariño y Malén Marileo Hernández pasaron revista a parte de un cancionero riquísimo. En sucesión, se rindieron tributos a vocalistas extraordinarias de la Patria Grande, como Chabuca Granda, Violeta Parra, Susana Baca, Chavela Vargas y Mercedes Sosa.
Los temas seleccionados quizás postergaron algunas obras más representativas, pero lo cierto es que lo ofrecido genera ilusiones de una segunda parte (que bien podrían ser muchas más) del recital que comentamos. Este deseo se asienta en las posibilidades de homenajear a otras mujeres gloriosas de nuestra música popular. Una nómina no demasiado exhaustiva de ellas nos permite decir que en el listado no deberían estar ausentes Cecilia Todd, Soledad Bravo, Omara Portuondo, Elza Soares, Beth Carvalho, Elis Regina, Tania Libertad, Amparo Ochoa o nuestras Marian Farías Gómez, Suna Rocha, Marité Berbel, Ángela Irene, Aimé Painé, entre tantísimas otras.
Como destacó uno de los arreglistas y director del conjunto, Jonathan Ceballes, el folklore latinoamericano ofrece la suma de varias vertientes: las de la música de las culturas originarias del continente y las provenientes de Europa y África. Ese caldo nutriente aloja paisajes e historias que a veces nos gratifican con sus descripciones y, en otras ocasiones, expresan críticas hacia el desarrollo seguido por los pueblos de nuestro subcontinente.
Es precisamente en esos análisis en los que se manifiesta la relación íntima existente entre el arte, la conciencia y la resistencia.
Ya en su día, Hegel propuso que las realizaciones artísticas poseen capacidades notables para estimular procesos de contemplación reflexiva1.
Siempre son bienvenidas las manifestaciones del arte que facilitan y propician consideraciones acerca de aquel encuentro de civilizaciones, investido de momentos violentos que alcanzaron una significativa proyección en el tiempo.
Hay un destino de confluencia y unidad latinoamericana que quedó trunco en buena medida por nuestras propias defecciones y en gran parte también por intereses externos que actuaron para impedirlo.
Desde el Río Bravo hasta los confines sureños de la América morena existe un caudaloso yacimiento de experiencias artísticas que mueven las conciencias y conmueven los corazones.
No hace falta más que observar los murales de los mexicanos Diego Rivera o David Alfaro Siqueiros, por mencionar apenas dos autores de obras monumentales, muchas de ellas por su tamaño, pero más por su significación.
Uno de esos trabajos, «Epopeya del pueblo mexicano», puede apreciarse en las escalinatas del Palacio Nacional del país norteamericano. Seis años le llevó a Rivera documentar en imágenes la historia prehispánica, el proceso de conquista y colonización y la etapa de vertebración de un proyecto propio en los inicios del siglo XX.
Si recorremos la geografía extensa y variada de América latina encontraremos otras creaciones del arte pictórico que, incluso desde estilos y corrientes diversas, contribuyen a la toma de conciencia acerca de los padecimientos que generan la injusticia y la crueldad. Ejemplos claros, entre otros, son las obras del ecuatoriano Oswaldo Guayasamín o el argentino Antonio Berni.
Coincidente con ese ideario crítico es el poema hecho canción «La maldición de Malinche», obra del cantautor Gabino Palomares, que fue muchas veces registrada en discos, aunque quizás haya alcanzado en la interpretación de Amparo Ochoa una de sus versiones más recordadas y que sirve de identificación de un movimiento de amplia cobertura conocido como Nueva Canción.
Ese tema no sonó en el primer recital de “Cantoras del folclore latinoamericano”, pero confiamos que seguramente ya estará en agenda para próximas presentaciones. Constituye un vigoroso alegato contra la explotación de los pueblos originarios de Latinoamérica. El racismo y la ponderación de lo ajeno antes que de lo propio son ejes que se proponen, sobre todo, al oído de quienes sufren las consecuencias de estas postergaciones.
Esa voluntad de insumisión y rebeldía circula por las venas (abiertas, según Eduardo Galeano) de un territorio que aún se debate contra fuerzas opresoras exteriores coligadas a sus agentes infiltrados en nuestras propias sociedades.
La acción creativa de poetas como el venezolano Alí Primera, el brasileño Chico Buarque, el uruguayo Alfredo Zitarrosa, el cubano Silvio Rodríguez, el peruano Nicomedes Santa Cruz, el chileno Víctor Jara, el panameño Rubén Blades, los hermanos Mejía Godoy en Nicaragua y nuestros Atahualpa Yupanqui, Jorge Cafrune, César Isella, José Larralde o Armando Tejada Gómez es una referencia insoslayable. Pero también es obligado consignar que la poesía de todos ellos y muchos más, encontró intérpretes exquisitas en numerosas mujeres latinoamericanas de voces prodigiosas.
Esa mixtura entre la pluma poética, la música y la voz tiene que ser un faro que ilumine la senda y se asocie con el arte plástico, audiovisual; con la danza y el teatro; con el relato en todas sus formas. Lo reclama la realidad actual del mundo y la de nuestra región, en particular. Necesitamos del arte en tanto dinamizador social, inflador anímico, esclarecedor público. Y lo necesita el mismo arte, cuyas expresiones también deben actuar en defensa propia, dado que se encuentra bajo ataque: la perversidad del enemigo lo convirtió en un objetivo y trabaja para su destrucción.
Probablemente la razón sea que el arte es una vacuna efectiva que nos protege de la insensibilidad. Que evita la desesperanza y nos impide caer en el fatalismo y la resignación. Tal vez solo por eso resulte peligroso para quienes quieren pueblos sumisos.
Todo eso nosotros lo sabemos, pues ya atravesamos épocas de acechanzas parecidas. Vimos casi desfallecer a nuestra industria editorial, que alguna vez supo irrigar al mundo con sus publicaciones. Observamos casi en agonía a nuestra producción fílmica. Asistimos al desinterés de algunas administraciones por la preservación de nuestro patrimonio cultural histórico, material e inmaterial. Apreciamos el abandono en que el Estado dejó a nuestros músicos y también la falta de apoyo oficial al teatro y a los teatristas.
Pero quizás nunca el ataque haya sido tan despiadado como el que el arte sufre en estos días por parte de la administración nacional.
Aquello que no sabemos es si esperanzarnos en que sus funcionarios lo hacen de puro brutos que son y que, por lo tanto, esa bestialidad suya no les permitirá permanecer mucho tiempo en sus cargos; o si -en cambio- actúan con esa ferocidad porque advierten que el arte motoriza claridades, evita el desánimo, apoya la indocilidad justificada de quienes se niegan a ser sometidos. El arte nos ayuda a declararnos sujetos con derechos; al calor de sus brasas florecen atrevimientos, insubordinaciones necesarias ante un orden establecido por quienes quizás tengan el estómago lleno, pero poseen el espíritu desolado y el cerebro baldío.
Las canciones que escuchamos en Fundación Cultural Patagonia nos recuerdan de dónde venimos y abonan el terreno en que prosperarán jardines de pensamiento fresco. Deseamos más espectáculos como ese porque, como dijimos en una Aguafuerte reciente y ahora reiteramos con convicción absoluta, “solo el arte salvará a la humanidad”.
1 Hegel, G. W. F. (1989). Estética. Barcelona, España: Península. La frase concreta refiere que “El arte nos invita a la, pero no con el fin de producir nuevamente arte, sino para conocer científicamente lo que es el arte”. p. 17.
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