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Este cronista es un orgulloso representante de esos universitarios de “primera generación”. No de ahora, ni de hace un rato. Se graduó hace unas cuantas décadas, en un país que era otro, pero que se llamaba igual.
Aquella Argentina estaba a punto de asomarse a la bestialidad de su noche más oscura.
Cuando la violencia represiva alcanzó dimensión estatal, aquel jovencito que fui estaba promediando su carrera en la Universidad Nacional de La Plata. La capital bonaerense siempre matizó su socialidad pequeño-burguesa con la impronta provinciana de los miles de estudiantes que llegaban allí buscando aprendizajes y saberes que en sus pagos chicos no encontraban. Ellos impregnaban el aire con tonadas cantarinas y aromaban el espacio con las delicias gastronómicas que recibían en metódicas encomiendas familiares.
La tradición se mantenía desde hacía años. Marcelino dejó la tierra que laboraban sus padres italianos en Roque Pérez para forjarse una carrera de farmacéutico. Aldo abandonó Pigüé queriendo ser abogado. “Corcho” arribaba desde más lejos. Venía de Río Colorado a estudiar periodismo. Una noche aciaga de 1976 lo vimos llegar al viejísimo edificio en el que cursábamos con el rostro demudado. Lo que nos contó había ocurrido en la madrugada de ese día, pero la impresión no lo abandonaba desde entonces. Como tantas otras noches, “Corcho” despertó sobresaltado por el tableteo de ametralladoras y disparos de armas largas. Esas explosiones que rasgaban el silencio nocturno se habían vuelto tan frecuentes como los comunicados que al día siguiente se referían a “enfrentamientos” de grupos subversivos con fuerzas del orden.
Pero esta vez, nuestro compañero traía un testimonio de credibilidad incontestable, que cuestionaba la explicación oficial, remanida y falsa.
Desde el interior de su departamento alquilado “Corcho” alcanzó a ver la figura de una muchacha que corría en mitad de la calle. Tras ella, un grupo de civiles fuertemente armados disparaba sin contemplaciones contra la joven indefensa que procuraba escapar de la locura homicida de sus perseguidores. Justo al llegar a la esquina, un disparo la alcanzó en la espalda. Ya no había escape posible, nuestro compañero de estudios lo supo de inmediato. El cuerpo se desangraba en la mitad exacta de la bocacalle y ahora tenía a los chacales rodeándolo.
Entonces, el relato de “Corcho” comenzó a trastabillar y entrecortarse. Venía la parte que lo ponía en shock, le retaceaba el aire, le nublaba las ideas. Un concierto de disparos a quemarropa hizo que el cuerpo abatido rebotara una y otra vez contra el empedrado de la calle en que yacía.
En la experiencia pueblerina del colega no había ningún antecedente que relacionar con semejante barbarie. Y tampoco en la de quienes lo escuchábamos con el mismo pavor paralizante.
Muchos de nosotros éramos universitarios primerizos, que cursábamos de noche para poder trabajar en el día y contribuir a solventar los costos del estudio. Veníamos de familias laboriosas que apenas podrían encontrar alguna analogía en aquellos padres que en sus patrias de origen hubiesen atravesado situaciones bélicas. Ignoro cuántos de los lectores habrán compartido aquella historia con sus mayores, pero en cualquier caso las correspondencias a buscar habrían sido forzadas. La que había relatado “Corcho” no era una escena de guerra, sino un acto cobarde en el que un grupo de salvajes masacró a una única mujer que no suponía peligro alguno.
La joven asesinada se llamaba Liliana Ester Barbieri Bernaudo. Era estudiante de Historia de la Universidad Nacional de La Plata y militante de la Juventud Peronista.
El homicidio ocurrió en Calle 67 entre 116 y 117 de la ciudad de La Plata, durante un operativo ilegal de detención que estuvo a cargo del Primer Cuerpo del Ejército.
Como dijimos: aunque se llamara igual, aquella era otra Nación. Ya no hay que sufrir tantos desarraigos, porque el país dispone ahora de un mayor número de universidades regando su territorio. De hecho, esta semana, otras cinco casas de estudio dieron el primer paso para su creación en el Congreso de la Nación. Varias de las universidades más nuevas nutren su claustro estudiantil con descendientes de trabajadores que, igual que hace más de un siglo, todavía mantienen la expectativa que resumía aquel anhelo enunciado como “m’hijo el dotor”.
Y tampoco sufrimos la ferocidad fratricida de uniformados dedicados a secuestrar, torturar y matar compatriotas.
Pero sería imperdonable que cediéramos ante los guardabarreras que obturan el paso a quienes buscan formación; que asistamos impávidos ante la pauperización del sistema público de educación. Nada nos excusaría si renunciáramos a la memoria y abriésemos las compuertas al odio de quienes reiteran gozosamente su voluntad de exterminar a los adversarios, de los que se llenan la boca con consignas en las que se arrogan superioridad moral. Resultaría intolerable retroceder siglos para revivir un oscurantismo medieval que imponía roles sociales y conductas individuales congeladas en el tiempo.
No podemos aceptar pasivamente que otros “Corchos” vuelvan a vivir hoy los traumas que atravesamos cuando la sangre y las emociones galopaban más fuerte en nuestra humanidad.
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