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Columnistas
07/05/2023

Aguafuertes del Nuevo Mundo

El salvajismo se enseñorea y nos degrada como sociedad

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La iniquidad propositiva de algunos políticos no debe tapar la observación del escenario que los habilita a avanzar en anuncios de una ferocidad inaudita. La novedad de la presunta franqueza que exhiben algunos candidatos es menos importante que la permisividad de aquellos sectores cuya tolerancia convalida los dislates y sienta las bases para una organización social más injusta y menos fraterna.

Ricardo Haye *

Como tantos otros argentinos, Joaquín se siente orgulloso de ser patagónico, región en la que habita desde hace casi cuarenta años. Sin embargo, nació y creció a escasos 25 kilómetros del Obelisco porteño. En sus años de infancia en aquella localidad del conurbano, había un caudillejo conservador, que supo ser intendente en períodos dictatoriales y también electo por el voto popular. Las malas lenguas locales, solían atribuirle enormes capacidades de ingesta alcohólica. Durante alguna campaña política, el tipo se descolgó con que su partido vecinal iba a ser el que llevara el subterráneo hasta el pago chico de Joaquín.

Ya sabe el imaginario popular que muchas de las promesas dirigenciales suelen tener escasa consistencia. Pero en aquel momento a nadie se le había ocurrido todavía anunciar que el tendido de vías del tren subterráneo crecería diez kilómetros por año. Ese fue uno de los ofrecimientos vaporosos que alguno formuló mucho tiempo después y que, por supuesto, nunca se cumplió.

Pero no dejaba de ser una proposición atractiva y hasta razonable y útil. El subte es más seguro, más rápido y menos contaminante que el transporte terrestre. Si descontamos, claro, el componente de asbesto que está prohibido desde 2003 pero aún sigue existiendo en algunas formaciones del metro porteño.

Otras promesas, en cambio, son inconfesables pues resultarían piantavotos.

Ya lo reconoció un expresidente argentino de triste memoria que, después de consumar sus latrocinios, reconoció alegremente: “Y si decía lo que iba a hacer, ¿quién me hubiera votado?”. Junto al desguace del Estado, la picaresca era lo suyo. No obstante, el tipo tenía una aguda conciencia de que algunas cosas era mejor callarlas para evitarse sanciones en las urnas.

En nuestros días, piensa Joaquín, se han caído todas las barreras morales y nadie teme decir que en su futuro gobierno los niños no serían los únicos privilegiados, sino apenas una mercadería más. El mismo sujeto que propone la barrabasada anterior revela planes que permitan poner en góndolas nuestros propios órganos. No aclaró cómo se establecería el costo de cada una de esas operaciones, pero es fácil suponer que quedaría librado al arbitrio del “Mercado”.

Un político tránsfuga que ahora milita en la oposición dice que no compra la idea de la dolarización, pero igualmente coquetea con el susodicho anterior, que es quien la enarbola como estandarte de campaña.

El propio arquitecto de esa iniciativa en una nación hermana (Ecuador) desaconseja la aplicación de la medida en nuestro país, pero de todos modos allí siguen, juntos y revueltos, el maestro y sus epígonos.

El aspirante presidencial que algunos consideran más moderado o “tibio” y se ha ganado la caracterización de “paloma”, no trepida en anunciar que es imprescindible avanzar en una reforma laboral que siempre posiciona en primer término los intereses de los empleadores.

La cuestión más acuciante es qué cambió en la sociedad para que estos jinetes del apocalipsis ultramontano se sientan ahora con licencia para anunciar barbaridades, sin temor a la represalia de los sufragantes.

Quizás deberíamos invertir el ángulo desde el que observamos la realidad y pausar un instante el cuestionamiento a los anunciantes de ferocidades para volver la mirada hacia nosotros mismos. ¿Tan desesperados estamos como para soportar que cualquier deschavetado intente ganar nuestro apoyo con enunciados grandilocuentes pero carentes de toda racionalidad y principio humanitario? ¿Es tan hondo el descrédito de la clase política que nos permitimos considerar la posibilidad de darle el voto a un mamarracho vociferante? ¿Cómo es que no nos permitimos considerar la involución de derechos que sobrevendría con cualquiera de estas propuestas?

Con recurrencia angustiante las crónicas periodísticas de todo el mundo nos anuncian la nueva masacre cometida por un sujeto armado en alguna escuela, plaza pública o centro de compras. Pero aquí seguimos aceptando que una dirigente saltimbanqui proponga la libre portación de pistolas, revólveres o armas largas. Es la misma que reconoció que la mutilación del territorio soberano de la Argentina la tenía sin cuidado.

Otra se atrevió a postular que algunos enclaves ciudadanos debían ser arrasados a punta de metralla.

Con una fogosidad digna de mejor causa, cierta fauna economicista criolla concurre a cuanto foro internacional exista para solicitar que el país no reciba asistencia económica o financiera alguna, sin importarle las consecuencias que ello pueda provocar sobre una comunidad con indicadores sociales en rojo.

La barbarie se adensa en la escena política y lo inquietante ya no es el envalentonamiento de unos enunciadores que han desatado su salvajismo, sino la permisividad de esa porción de la sociedad que los tolera e inclusive los aplaude.

Aquello que en unos pudiera ser una demostración de franqueza antes inexistente, en los otros solo puede concebirse como una conducta autolesiva profundamente perturbada y perturbante.

Suturar la grieta gigantesca que nos separa de quienes celebran la violencia y están dispuestos a convalidar la crueldad social, la cosificación de las personas, el esclavismo y similares vergüenzas atávicas, será una ímproba tarea. Quizás el solo intento de conseguirlo ya nos esté exponiendo al riesgo de un abismo de profunda degradación humana.



(*) Docente e investigador del Instituto Universitario Patagónico de las Artes.
29/07/2016

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