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Por estas horas las usinas oficialistas están a full ocupándose de lo que haría un eventual gobierno de Cambiemos. Si alguno de los candidatos opositores en ciernes ganara las próximas elecciones presidenciales, presumen, el país sufrirá más que con las diez plagas de Egipto. El menú que se anuncia incluye:
privatizaciones de las empresas públicas, incrementos en las tarifas de los servicios, apertura indiscriminada de las importaciones, quita de subsidios, aumento de la edad jubilatoria, supresión del derecho de huelga, arancelamiento universitario y devaluaciones de nuestra moneda (que también podría desaparecer, si prosperan las iniciativas dolarizantes de la economía).
Anticipándose a ese escenario, el ministro de seguridad de la Nación predijo que las calles del país se llenarán de sangre y de muertos por la represión de la subsecuente protesta social.
Esos vaticinios corren el riesgo de convertirse en la profecía autocumplida, es decir que las predicciones contribuyan a que los augurios se vuelvan realidad.
Lo notable de la situación es que desde las filas del oficialismo se produzca, apenas, una instancia reactiva y no una acción propositiva firme y decidida, que involucre medidas concretas y tangibles.
Quizás sea demasiado pedir para una administración que, con la posible excepción de su manejo sanitario en medio de la crisis global provocada por el COVID, no ha demostrado más que tibiezas, timideces y dubitaciones.
Así ha quedado de manifiesto no en un hecho aislado, sino en una variedad de asuntos. Por ejemplo, cuando su política en materia de recuperación de un sistema de Justicia creíble no avanza más allá de las declamaciones. O cuando su prédica contra el hegemonismo de la comunicación concentrada se agota en lo puramente declarativo y es incapaz hasta de sancionar conductas aberrantes como la “diagnosis” infame que un par de presentadoras televisivas formularon acerca de la hija de la vicepresidenta.
El control efectivo de nuestras vías navegables es un acto de afirmación soberana.
Si no pusilánime, esa conducta apocada también se verifica cuando el conglomerado industrial de Vicentín puede más que la voluntad del Poder Ejecutivo o cuando los poderes del Estado son incompetentes para fiscalizar la hidrovía del Paraná por donde se canalizan nuestras exportaciones de materia prima
Si en algunos sectores se mantiene una ligera expectativa por los comicios de octubre, seguramente se debe más a los conflictos que sacuden a la oposición que a los méritos del oficialismo en esta recta final de su último año de gestión.
Ya no alcanza con solo esgrimir la pandemia que mortificó al actual gobierno desde sus primeros días de vida o la prolongada guerra entre Rusia y Ucrania, como únicas explicaciones de una situación social comprometida para sectores cada día más populosos.
Existe una necesidad imperiosa (y en ocasiones angustiosa) de propuestas específicas que permitan recuperar la confianza y las ilusiones de un futuro mejor.
Hace algunos días un dirigente oficial recordaba que durante su mandato, Néstor Kirchner les pedía a sus funcionarios una propuesta diaria, un anuncio cada día. Era su política para levantar la moral de un pueblo castigado por la malaria del comienzo de siglo.
Sin embargo, muchos de sus sucesores que siguen llenándose la boca con su nombre no parecen demasiado aplicados a replicar aquella acción en el presente. Tal vez allí resida una explicación de la muy baja concurrencia a los comicios rionegrinos del pasado fin de semana. Apenas por encima del 60 por ciento, el cómputo de votantes está revelando el desinterés, el desencanto e incluso el malestar de un gran número de personas.
Pocos votantes y responsables de mesas. La escasa concurrencia a los comicios rionegrinos fue una preocupante demostración de desinterés democrático.
En las filas para emitir el sufragio, este cronista escuchó el domingo pasado la ácida bronca con que se expresaba un votante: “Por suerte es mi última elección. El año que viene cumplo setenta y estos políticos de m… no me enganchan más”. Inquietante afirmación que se produce a cuarenta años de la recuperación de las instituciones y que fortalece la posición de quienes sostienen que habitamos un escenario de fatiga y agotamiento democrático. Es imperioso revertir sensaciones como las que experimentaba ese elector malquistado o tantas otras personas que desatendieron su deber cívico y faltaron a su responsabilidad como autoridades de mesa designadas.
Cuando el gobernador electo enuncia con tono épico que pretende refundar el Instituto de Planificación y Promoción de la Vivienda de Río Negro se comporta más como un comentarista político que como un dirigente cuyo partido gobierna la provincia desde hace 12 años. ¿O acaso está reconociendo que todo lo que hizo durante más de una década en materia habitacional estuvo mal y merece ser demolido?
No van por ahí las propuestas que se necesitan. No hacen falta enunciados tribuneros que pueden ser desmontados sin mayor esfuerzo intelectual por cualquier persona con dos dedos de frente.
Se trata de reconstituir un entramado de voluntad y esperanzas y de hacer saber a la ciudadanía que alguien está planificando modos de gobernar para una distribución más justa de la riqueza. Que existen despachos donde se trabaja para mejorar el control sobre nuestra producción exportable, pero que al mismo tiempo se estudia cómo hacer para que esa materia prima comience a incorporar valor agregado. Necesitamos desarrollar una industria ligera, mediana y pesada que nos evite pagar afuera lo que podemos hacer nosotros y que, simultáneamente, nos provea de fuentes laborales en mucho mayor número que el simple extractivismo de productos primarios.
Debemos garantizar que, dado que ni siquiera el pleno empleo asegura condiciones de vida digna si lo que los trabajadores o trabajadoras obtienen son sueldos miserables, las discusiones salariales libres serán protegidas. Y que los privilegios de los patrones y empresarios no avasallarán el derecho al trabajo, por lo cual hay que salir a expresar enfáticamente que la supresión de las indemnizaciones no será apoyada sino combatida.
Enfrente hay un escenario con adversarios ensoberbecidos que se atreven a presumir de aquello que hasta hace unos pocos años era motivo de vergüenzas y ocultamientos hipócritas. Ahora pregonan a los cuatro vientos su adoración mercadista, su inclinación por el darwinismo social y su preferencia por los autoritarismos represivos.
No resulta racional que la respuesta del campo popular, los sectores intelectuales y la progresía en su conjunto, abjure de sus compromisos y se abstenga de cuestionar la involución escandalosa que supondría repetir la propuesta privatizadora de finales del siglo XX o retrasar el reloj de la historia mucho más de un siglo para reponer modelos laborales perimidos: la supresión del aguinaldo o de las vacaciones pagas, con las que la derecha amenaza, supondría retroceder hasta la época de la Revolución Industrial.
Hombres, mujeres y niños sobre explotados por un sistema laboral inhumano. ¿Hacia allí vamos?
Resulta imprescindible fortalecer la resiliencia y capacidad de respuesta, tal y como viene ocurriendo en Francia ante la decisión gubernamental de modificar el régimen previsional (en desmedro, claro, de los trabajadores).
Los adalides del apocalipsis derechoso descubrieron que les reditúa hacer proposiciones, aunque se trate de desmesuras y salvajadas: ventas de bebés, comercio de órganos, libre portación de armas, dinamita en el Banco Central y demás bestialidades. Saben que con todo eso no convencen a los empresarios, reacios a las extravagancias y los fuegos artificiales. Pero averiguaron que les abre las puertas de alguna gente de a pie, seducida por recibir propuestas, aunque sean brutales.
¿Por qué no estamos escuchando desde otros sectores, especialmente desde el oficialismo, planteos consistentes y racionales que nos protejan de tanto desatino y nos indiquen un rumbo adecuado y humanitario para que prospere la fraternidad y disminuya la desigualdad?
Algunas acciones ya no toleran más postergaciones. Es urgente tonificar la autoestima de un pueblo azotado por una economía que no da tregua; se impone abrir canales por los cuales lleguen (y se atiendan) los reclamos populares; hay que deconstruir cada una de las recetas con las que la derecha extrema y el liberalismo económico despiadado intentan asfaltar el camino hacia el infierno. Y, al mismo tiempo, debe ejercerse el poder para garantizar nuestra soberanía, resolver inequidades y asegurar que el Estado no cederá en la tutela de los derechos adquiridos y la atención de las necesidades básicas de la población (trabajo, alimentación, salud, educación, vivienda).
Es la única manera de recuperar la alegría de ir a las urnas sabiendo que lo haremos para acompañar candidaturas convocantes y no para votar a nuestros verdugos.
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