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El 21 de noviembre de 1952 el presidente estadounidense Harry Truman organizó un almuerzo con todo el staff de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) creada por él hacía sólo pocos años.
Por entonces, la guerra en Corea llevaba un año desde la intervención de China y había llegado a un estancamiento que ninguno de los dos contendientes podía torcer, salvo que los EE.UU. decidieran acudir a las armas nucleares, como había pedido el general MacArthur, comandante de las fuerzas estadounidenses en el Lejano Oriente, antes de ser relevado del mando por el propio Truman.
Próximo a dejar el poder, aquel pequeño comerciante de Missouri, el único presidente que había combatido en la Primera Guerra Mundial y luego senador demócrata, había asumido tras la muerte de Roosevelt las más graves decisiones de política exterior, desde el lanzamiento de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki, al inicio de la Guerra Fría y las operaciones encubiertas en Europa y el envío de miles de jóvenes a luchar en las frías montañas de un país que casi ningún estadounidense podía ubicar en un mapa.
Para 1952 se había vuelto un hombre intensamente consciente del poder imperial de su país, de los horrores de la guerra y del peligro del apocalipsis nuclear.
En aquel almuerzo, Truman afirmó “Ni Genghis Khan, Augusto César, el gran Napoleón Bonaparte, Luis XIV, ni cualquier otro gran líder del mundo puede compararse con la responsabilidad que el presidente de los Estados Unidos debe asumir cuando toma una decisión”.
Señaló “es nuestra tarea continuar con nuestro liderazgo de modo de prevenir una Tercera Guerra Mundial, que significa el fin de la Civilización” y cerró, dirigiéndose directamente a su público de espías y analistas de inteligencia:
“Ustedes son la organización, el brazo de inteligencia, que mantiene al Ejecutivo informado, para que tome las decisiones en función del interés público de la nación, deseando siempre salvar al mundo de la guerra total, la cosa más terrible de contemplar” (Citado en John Delury, Agents of Subversion, Cornell University Press, 2022, pág. 173-74).
La actual guerra en Ucrania es sin duda uno de esos momentos donde el peligro de una guerra total, que desate el Armagedón nuclear, está en el horizonte cercano.
Sin embargo, el presidente Joe Biden no parece tener la misma claridad de su ya lejano par.
Claro que el Imperio no es la criatura joven y victoriosa que condujo Truman, sino un aparato militar sobrextendido y una organización burocrática compleja, que acumula fracasos en Medio Oriente y Asia Central, montado sobre una economía anquilosada, en una Nación profundamente dividida social, política y culturalmente.
Ello vuelve la situación más peligrosa aún, haciendo que los siempre trabajosos acuerdos y transacciones entre la política interior y exterior, donde anidan el corazón y el cerebro de los imperios, tomen un carácter contradictorio e irracional, en una atmósfera política tóxica, dominada por las pulsiones ideológicas de un pasado crecientemente divorciado de las realidades sobre el terreno.
Una atmósfera agudamente descrita por Christopher Clark en Los Sonámbulos, el magnífico análisis sobre el estallido de la Primera Guerra Mundial.
El fin de la Guerra Fría, si es que alguna vez terminó, fue leído por buena parte del staff del Departamento de Estado y del Consejo de Seguridad Nacional, dos pilares del gobierno del Imperio, como una victoria de los Estados Unidos, aunque ninguno de sus analistas, ni los de la CIA, habían previsto y ni siquiera hipotetizado, el colapso de la Unión Soviética.
Se cimentó entonces la creencia de que Estados Unidos era el único superpoder, que podría ahora cumplir con su misión universal –que todo imperio tiene o imagina- y establecer un “nuevo orden mundial” regido por sus valores de libre mercado y democracia representativa.
Fue lo que Charles Krauthammer, en un texto interesante de releer ahora, llamó “el momento unipolar”1, en 1990
La mayor abanderada de la unipolaridad fue Madeleine Albright, que, de un cierto modo paradojal, murió el 23 de marzo de 2022, al cumplirse un mes de la “Operación Militar Especial” rusa en Ucrania.
Albright, nacida Marie Jana Korbelova, en Praga, era la hija de un diplomático checo refugiado en Estados Unidos tras la ocupación soviética en 1948. Formada en la Universidad de Columbia y fluida hablante de ruso, Madeleine inició una carrera en el partido Demócrata que la llevo a la representación de EE.UU. en la ONU en 1993 y a la Secretaría de Estado a fines de 1996, de la mano del presidente Clinton.
Con la oposición del presidente ruso Yeltsin, de aliados como Francia y de parte del establishment político estadounidense como George Kennan, Albright lideró la expansión de la OTAN hacia la Europa del Este.
En 1999 logró la incorporación de Hungría, Polonia y la República Checa, abriendo el camino hacia uno de los principales motivos de la crisis contemporánea.
Semanas después de la ampliación, la OTAN comenzó el bombardeo sobre Belgrado, en la llamada guerra de Kosovo, que en el Pentágono llamaron la guerra de Madeleine.
La decisión de atacar se tomó para liquidar la iniciativa rusa de resolver de manera conjunta el conflicto con la población de origen albanés en la provincia serbia de Kosovo, en el marco del Consejo de Seguridad de la ONU.
Fue la primera operación unilateral de la OTAN. En los ataques murieron más de 6000 civiles serbios.
También fue la primera decepción de Rusia en su intento de obtener una integración respetuosa y favorable en la Europa de la post guerra fría.
Se inició así el curso de abandono del equilibrio triangular entre EE.UU. Rusia (antes URSS) y China, que desde la política de Nixon/Kissinger en los años 1970s había logrado la primacía estadounidense en el triángulo, alejando a Rusia de China.
El segundo paso en esta dirección lo dio en 2011 el presidente Obama, cuyo vice era Joe Biden, con su famoso “pivot” hacia el Asia-Pacífico, una política de contención contra China, el nuevo gigante industrial en el mundo.
Para entonces, otros nueve países de Europa del Este, antes bajo la órbita soviética, habían sido incorporados a la OTAN.
En 2013, el presidente Obama nombró a Victoria Nuland, una protegida de Madelaine Albright, como Secretaria de Estado Adjunta para Asuntos Europeos, y ella puso en marcha una operación para desestabilizar al gobierno pro ruso de Víktor Yanukovich en Ucrania.
Desde noviembre habían comenzado las protestas en Kiev contra el anuncio del gobierno de suspensión de la firma del Acuerdo con la Unión Europea. Con el apoyo financiero y político estadounidense, las protestas fueron copadas por los partidos de la extrema derecha, el Bloque de Derecha y Svodova, que en febrero de 2014 derribaron al presidente Yanukovich e impusieron una política violentamente anti-rusa que llevó a la rebelión de las provincias del Donbas, en el este del país, de población ruso parlante.
Fue en realidad el comienzo de la guerra que hoy vivimos.
El gobierno de Putin apoyó más o menos abiertamente a los rebeldes en Donetsk y Luganks y favoreció un referéndum en Crimea, luego que el gobierno de Kiev prohibiera por decreto el uso de toda lengua que no fuera el ucraniano.
Rechazado por EE.UU. y la UE, el referéndum abrió las puertas para que la República de Crimea y la Ciudad Autónoma de Sebastopol se incorporaran a la Federación Rusa, cosa que ocurrió el 18 de marzo de 2014.
En realidad, Crimea nunca formó parte de la Ucrania “histórica”. El antiguo Kanato otomano de Crimea fue conquistado por el Imperio Ruso en 1783 y tras la Revolución y la Guerra Civil los bolcheviques crearon la República Autónoma Socialista de Crimea, en el seno de la URSS. Tras la II Guerra Mundial, el Premier Jrushev, de origen ucraniano, transfirió el Oblast de Crimea a la RS de Ucrania en febrero de 1954, en el marco de las políticas de reconstrucción tras los desastres de la guerra.
En 2014 se abrió la peor crisis entre los EE.UU. y Rusia desde la desaparición de la URSS, y desde entonces, todo ha sido un creciente enfrentamiento, hasta la guerra, que hoy ya cumple un año.
A poco de iniciada la guerra civil, impulsado por Rusia y con el auspicio de la Organización para la Seguridad en Europa (OSCE), el 5 de septiembre de 2014, Ucrania, Rusia y las Repúblicas Populares de Donetsk y Lugansk firmaron el llamado Protocolo de Minsk, que establecía un alto el fuego inmediato, la retirada de las organizaciones armadas no estatales y los mercenarios ucranianos y el inicio de un proceso de autonomía de las provincias del Donbas, en el seno del estado ucraniano.
La iniciativa, que no contó con el apoyo estadounidense, fracasó desde el comienzo.
El 7 de febrero de 2015, el presidente francés Francois Hollande y la Canciller alemana Angela Merkel presentaron un nuevo plan de paz, mientras los EE.UU. comenzaban discretamente a enviar armamento e instructores militares al gobierno de Kiev, para frenar la ofensiva separatista que se acercaba ya al estratégico puerto de Mariupol.
El 12 de febrero de 2015, en Minsk, la capital de Bielorrusia, los representantes de Rusia, Ucrania, las Repúblicas Populares del Donbas, Francia y Alemania, firmaron un nuevo Acuerdo, casi en los mismos términos del Protocolo de 2014, que se conoció como Minsk II.
Corrió la misma suerte que aquél.
El 27 de diciembre de 2022, la ahora ex Canciller Angela Merkel, en una entrevista con el diario italiano Corriere Della Sera, sostuvo que en realidad los Acuerdos de Minsk “fueron un intento de darle tiempo a Ucrania. Ucrania utilizó ese período para volverse más fuerte, como se ve hoy. El país de 2014-2015 no es el país de hoy. Y dudo que la OTAN pudiera haber hecho mucho para ayudar a Ucrania como hace hoy”.
Tal afirmación, confirmada poco después por el Secretario General de la OTAN, Stoltenberg y el presidente ucraniano Zelensky, fue leída en Moscú, sin mayores dudas, como un engaño y una traición, confirmando la visión de las élites rusas de que, desde el comienzo, el conflicto ucraniano fue una conspiración occidental para destruir a la Federación Rusa.
Cuáles fueron los motivos inmediatos para que el Presidente Putin decidiera la invasión iniciada el 24 de febrero de 2022; por qué lo hizo en un momento tan poco favorable del año, sin el factor sorpresa y con una fuerza armada tan pequeña, o por qué no lo hizo en 2014/15 tras la reocupación de Crimea, será motivo de discusión de analistas e historiadores durante un largo tiempo, si es que llegamos a tenerlo.
Lo cierto es que si Ucrania no estaba en la OTAN, la OTAN estaba en Ucrania (cómo señaló tempranamente Rafael Poch). El conflicto se volvió rápidamente una guerra por delegación.
La resistencia ucraniana y la breve contraofensiva del otoño boreal sólo ocurrieron por la masiva llegada de armamento, ayuda financiera y asesores militares de los EE.UU. y secundariamente de la UE, al gobierno de Kiev.
Las guerras por delegación son conflictos terribles donde algunos ponen la sangre y otros los recursos. Nunca son lo controladas ni baratas que sus mentores fantasean y tienen una grave tendencia al escalamiento.
La guerra en Ucrania es cada vez más un ejemplo de manual.
A medida que la ofensiva rusa tomaba tracción y las fuerzas ucranianas perdían la mayor parte del Donbas y de las costas del Mar Negro, la OTAN se involucraba más y más.
Al menos desde el mes de junio de 2022, los envíos a Kiev incluyen armas ofensivas de mediado alcance como cañones pesados y los sistemas HIMAR (High Mobility Artillery Rocket System) que EE.UU. nunca había entregado a ninguna nación aliada.
El 30 de julio de 2022 el Pentágono anunció un incremento sustantivo de sus tropas en Europa, particularmente en Rumania y los estados bálticos y el traslado del cuartel general del V Cuerpo de Ejército a Poznan, Polonia. Es la base más al este de las fuerzas estadounidenses en el Viejo Continente, a 800 km de la frontera bielorrusa y de Ucrania.
Fuerzas Especiales estadounidenses y británicas están, desde antes del ataque ruso, entrenando a soldados ucranianos y voluntarios extranjeros en el este del país, en la frontera con Polonia, en bases ahora periódicamente atacadas por misiles rusos.
Desde el comienzo del invierno boreal, estas bases de entrenamiento se han trasladado a Polonia y Alemania.
Polonia y Lituania insinuaron la posibilidad de una intervención directa de la Alianza Atlántica o al menos de algunos países miembros (de hecho ya hay varios miles de voluntarios polacos y centro-europeos combatiendo).
El 25 de enero de 2023, el Canciller alemán Olaf Scholz anunció el envío al gobierno de Kiev de tanques pesados Leopard II y la autorización a los otros países europeos que los poseen a hacer lo mismo.
Lo hizo después de mucha presión por parte de Polonia y luego de que el presidente Biden prometiera a su vez el envío de tanques estadunidenses Abrams…para 2024.
Es una escalada de gran magnitud, que pone a la OTAN al borde mismo de ser formalmente un co-beligerante (aunque en los hechos lo es desde el inicio de la invasión rusa).
Las fuerzas blindadas sin cobertura aérea son como patos sentados en una laguna, como ya lo vivió Ucrania, que perdió casi todos sus tanques en las primeras fases del conflicto.
Mientras se escribe este artículo ya se discute en el seno de la OTAN el envío de jets de combate al gobierno de Kiev. El problema, no menor, es que -sean aviones europeos o estadounidenses- por el largo tiempo que llevaría entrenar a pilotos ucranianos, sólo podrían entrar en combate en el corto plazo con pilotos de la OTAN y bajo completo control operacional de los EE.UU.
El 21 de marzo último, las autoridades británicas informaron que junto a los tanques pesados Challenger 2, proveerán a Ucrania de municiones que contienen uranio empobrecido, una controversial arma que da un paso más en la nuclearización del conflicto. Se trata de un arma “sucia” que contamina un área relativamente extensa en torno al sitio de impacto, que ya fue utilizada por EE.UU. en Irak.
La posibilidad de un incidente directo entre Rusia y la OTAN crece en la medida en que la guerra se extiende en tiempo y alcance.
Las diferencias sobre cómo continuarla comenzaron a aflorar en el equipo del presidente Biden desde comienzos de febrero último, cuando, según el Washington Post, funcionarios estadounidenses advirtieron a Kiev que el actual nivel de ayuda no podrá mantenerse mucho más tiempo y Zelensky debería recalibrar sus ambiciones.
En sentido contrario, Victoria Nuland, ahora Subsecretaria de Estado para Asuntos Políticos, publicó, el 16 de febrero en la web de la Secretaría de Estado, un Informe Especial donde señalaba que “Apoyaremos a Ucrania el tiempo que sea necesario (…) los estamos apoyando incluso en la preparación de un nuevo fuerte empuje para recuperar territorio. Crimea, como mínimo, deber ser desmilitarizada”.
Para la gran mayoría de los rusos, incluidos los opositores al gobierno de Putin, Crimea es parte de la Rusia histórica y desde el punto de vista estratégico, Sebastopol, el único puerto de aguas profundas del Mar Negro, es desde hace más de 200 años la única base naval rusa de aguas cálidas.
Una derrota en Crimea sería la derrota total del gobierno de Putin y el comienzo de la desintegración de la Federación Rusa, soñada hace décadas por los neocons estadounidenses, pero, por eso mismo, pone al riesgo de una escalada nuclear en su punto más alto.
En 1952, Harry Truman decidió que la supervivencia de la civilización era un bien superior a una victoria pírrica en una lejana tierra calcinada. En octubre de 1962 el presidente Kennedy tomó una decisión del mismo tenor en la llamada Crisis de los Misiles, en Cuba.
¿Hará lo mismo el presidente Biden en 2023?
Lamentablemente, es difícil saberlo. Las señales contradictorias y las voces intoxicadas de retórica belicista anegan al círculo de consejeros y funcionarios del octogenario presidente y la CIA, aquel “brazo de inteligencia que mantiene al Ejecutivo informado”, está lejos de la visión de Truman, desgastada por los años de la “Guerra contra el Terror” de Bush-Cheney y sus espantosos fracasos en Afganistán e Irak.
Arrinconar a una potencia nuclear en una batalla existencial, lo sabemos desde la década de 1960, es la peor idea posible, por lo que salir de esos juegos dementes es lo que algunos analistas comienzan a reclamar en voz cada vez más alta, en medio de la más brutal campaña de control de la información y en muchos casos, ya lisa y llana desinformación, que los gobiernos de EE.UU. y la UE lanzaron desde febrero de 2022.
Si la guerra sigue escalando, la próxima estación puede ser el Armagedón.
1Charles Krauthammer, “The Unipolar Moment” en Foreign Affairs, vol.70, n° 1, 1990/91 pp. 23-33
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