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Columnistas
02/04/2023

Decime si exagero

Un reino fiel a su época

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El estreno de la segunda temporada de “El Reino” en Netflix vuelve a poner en pantalla una producción plagada de altibajos pero potente en sus mensajes. Esa característica nos hace pensar ¿se puede mensurar el valor socio cultural de un producto empresarial que mete el dedo en la llaga de esta manera?

Fernando Barraza

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Si usted se topa con “El Padrino” de Francis Ford Coppola, la Gioconda de Leonardo Da Vinci, “El jardín de los senderos que se bifurcan” de Borges, la “Garota de Ipanema” de Jobim y Moraes o el “Macbeth” de Shakespeare no dudará ni un instante en decir que está frente a un clásico, ¿no?

¿Y qué le pide usted a un clásico cuando lo ve o lo revé? Sin dudas que le maraville, que en cierta medida le represente, o al menos que le espeje por el contrario, que le conmueva y, como no, que en su totalidad usted no le encuentre ninguna fisura desde lo estructural.

¿Y es esto miso lo que usted le pediría, por ejemplo, a una producción audiovisual como “El Reino” en cualquiera de sus dos temporadas? No, ¿no? Lo bien que hace. Pedirle excelencia total a esta saga es un poco excesivo e injusto. ¿Estamos siendo complacientes con esta ficción? Ya veremos si sí o si no más adelante...

Muchas veces la importancia de una producción cultural se mide con varas realmente rígidas y exigentes y no siempre eso es bueno, porque es imposible pretender tal cosa cuando la dinámica de la producción audiovisual actual corre a la velocidad que corre, con los tiempos que la industria tiene, con la velocidad de elaboración que se requiere desde los imperios del entretenimiento para que se cumplan las exigencias estéticas de uniformidad, esa pasteurización que hace que un producto pueda llegar a triunfar en distintos mercados del planeta... diga usted si no es muy difícil que el resultado final de un producto facturado así sea una obra maestra.

Por todo esto volvamos a preguntarnos: ¿es la segunda temporada de “El Reino” una obra maestra? No ¿Y la primera? Tampoco. ¿Es eso algo peyorativo?: no. bueno, a ver... ¿como se mediría entonces el valor de una ficción como esta?

Viviseccionemos todo en partes y tratemos de hacerlo.

Arranquemos por el primer factor: la letra, la dramaturgia, que está co-escrita por Claudia Piñeiro y Marcelo Piñeyro basándose en un buen puñado de ideas originales de Claudia, que ya venía tocando los temas centrales de la serie en su producción literaria anterior. A saber: el avance de la moral anti derechos, la construcción de poder socio político de las iglesias protestantes con raíces en EEUU y las construcciones de totalitarismos disfrazadas de acciones democráticas que proponen las fuerzas políticas de centro derecha en el país y en el mundo.

En sus sólidas novelas tipo thriller, Claudia quizás no incluía tantos elementos por fuera del más estricto realismo, como sí lo hace con fuerza notable en esta saga audiovisual. Aunque si se busca en su obra se puede encontrar muchos rasgos de lo que en el Siglo XX se llamó “el realismo mágico” (que hoy suena tan naif expresado de esa manera ¿no?), sobre todo en sus cuentos.

Bien, lo cierto es que para esta serie la autora no tuvo ningún tipo de prurito en introducir algunos elementos fantásticos y -como no- algunas trazas más psicologistas (y hasta oníricas) que lo que “debe” incluirse en una ficción con una impronta estrictamente realista. No olvidemos por favor que -en esencia- este es un thriller político.

Pero pese a estas disquisiciones sobre sus elecciones argumentales, fantásticas o no, lo que no podemos soslayar en lo más mínimo es que Claudia, a pesar de haber entrado a jugar en la liga audiovisual de la industria del entretenimiento, no le quitó nunca el cuerpo a su propio estilo, a su voz como escritora, tratando temas urgentes y picantes de nuestra sociedad nacional con mucho compromiso en torno a lo que se narra. Por más que firmó con la N, no se calló la boca.

Y ¿cómo le fue con esta aventura con tantos condimentos fantásticos mezclados con la realidad más árida, la de la construcción de poder real? ¿bien o mal?

La respuesta a una pregunta así es obligatoriamente subjetiva.

Una persona que estudia cine y lo analiza como a una fórmula matemática podrá llegar a encontrar fisuras en el desarrollo narrativo de la serie. Pero... ¿y el público masivo del mayor servicio de streaming del planeta cómo reaccionó? Parece que de otra manera, porque la temporada uno estuvo entre las diez más vistas de Netflix y la segunda, a una semana de estrenada, está siguiendo el mismo camino.

Entonces, para entender la importancia que puede tener esta ficción desde lo cultural (definiendo a la cultura como una sumatoria de diferentes culturas e ideas socio políticas que sobrevuelan y atraviesan a las sociedades) se puede intentar algo mucho más sencillo que un mero ejercicio de crítica cinematográfica, terreno en el que ésta ficción puede llegar a perder -o no, volvemos a lo subjetivo- algunos puntos en fortalezas.

Quizás lo mejor que se puede hacer en función a medir la importancia real del paso de esta serie por nuestras sociedades es realizar un simple ejercicio de síntesis argumental de ambas temporadas y luego sentarse a mirar con atención reflexiva el fresco que nos queda plasmado.

Ojo, de aquí en más viene la alerta que avisa que -sin posibilidad alguna de evitarlo- aquí habrá algunos espóilers.

 

Venga a nosotros tu reino

La primera temporada de “El Reino” cuenta la historia de un pastor protestante que edifica una de las iglesias más poderosas de Buenos Aires y de la Argentina y -a pesar de cierto ánimo ciclotímico de su compañera, socia y esposa, que lo termina acompañando- baja a la arena política para candidatearse como vicepresidente de la república en una alianza electoral que busca que todos los valores morales conservadores del pastor seduzcan a un electorado hambriento de mano dura.

Durante los ocho capítulos que dura la temporada asistimos a un show espectacular de corrupción millonaria en nombre de dios, también intervenciones políticas de los poderes reales que plagan el escenario electoral y los poderes de la nación de agentes de inteligencia de EEUU dándole órdenes directas a sus empleados, todos ellos asesores políticos. Pero por sobre todo vemos en vivo y en directo como se teje la red de la construcción de sentido común a través de los medios, derechizando y llevando la existencia de la sociedad (votante) hacia lo más rancio del comportamiento individualista y el reaccionismo más elemental. Justo ahí, cuando la cosa se pone realmente espesa, comienzan a terciar algunos condimentos extraordinarios: aparecen un adolescente milagroso, un adulto joven que es místico de enserio, y no un farsante. Se agolpan sueños, crímenes, apariciones, milagros y abusos sexuales. Todo mezclado en una espiral que mixtura el realismo con aquello que tímidamente llamamos algunos párrafos más arriba con el anticuado nombre de “realismo mágico”. La temporada culmina cuando el pastor termina (sangre y corrupción violenta de por medio) por ser votado y elegido como presidente de la nación.

En la segunda parte de la serie, estrenada hace solo una semana, la narración se polariza y la trama vira a un antagonismo para tener en cuenta. De un lado queda el presidente/pastor y su esposa, del otro el adolescente milagroso y el joven místico. Aquí, frente a una simplificación notable del argumento, hay que detenerse un segundo y colgarle una medalla enorme a Claudia Piñeiro, porque lo que ha hecho es brillante y -en un guion que es bastante más que directo en su mayoría- agregó una cuota de sutileza: los “malos” (acéptenme por favor la categorización maniquea) transcurren cada capítulo obsesionados por construir -¡a como de lugar!- un discurso mediático para que la sociedad crea que los “buenos” son demonios. Los “buenos”, en cambio, se dedican a actuar su bien y se enfocan en militar acciones que traigan justicia en una sociedad que los “malos” han embarrado a punto de que todo de lo mismo. En este sentido, y como podrás ver: Piñeiro ha hecho un fresco perfecto de los días que corren.

Otra de las sutilezas que trae la serie en el devenir de su propia dramaturgia es que en esta batalla tan maniquea (tan cristiana ¿no) hay un tercer actor que interviene para cortar esa forma taxativa. En esa aparición, esa fuerza deja que las dos partes batallen, pero inmediatamente interviene y se acomoda en la cima, sacando su propio rédito.

Ese tercer actor es el poder real.

Si el pastor/presidente quiere derechizar su propio gobierno armando grupos paramilitares que harían empalidecer a la mismísima Triple A y el joven místico y su gente solo quieren militar un pacifismo gandhiano contagioso, el poder real, el de las corporaciones financieras y la embajada de los que te dije, los deja hacer sin perder el control de nada. Otra vez Piñeiro nos da un fresco de época.

El spoiler final (lo siento, pero si ya leíste hasta acá...) es el siguiente: frente al desenlace de la batalla ente “buenos” y “malos” el poder real dejará que quede el tendal, y cuando el caos sea inmenso, intervendrá ya con sus nuevos agentes para imponer -nuevamente con la colaboración directa de los medios- un “nuevo orden” que las sociedades aceptarán. Y ese orden es -¡como no!- un totalitarismo de derecha, absolutamente antidemocrático y antiparlamentista.

Como verán, lo que Piñeiro y Piñeyro estuvieron decididxs a contar en esta ficción es enorme. El riesgo fue alto y el resultado... ¿fue bueno o malo?

Bueno, aquí empieza a dilucidarse un poco el sentido de este humilde artículo escrito desde este portal alojado en el sur del sur del planeta:

Si le pedimos a la saga de “El Reino” una perfección como la que le exigimos a “El Padrino”, vamos por mal camino.

Si evaluamos la obra desde la llegada masiva que los temas narrados en la dramaturgia tienen en un público realmente masivo... bueno, ahí la cosa cambia eh.

“El Reino” es “imperfecta”, tiene por momentos elementos que apuestan más por el cliché que se supone que el público global quiere ver por estos días que por la verosimilitud de su propio guion: tenemos algún psicópata extremo pero carismático -¡excelente Furriel!- algunos personajes sexys pero medio bobos o medio crápulas, escenas de bailes con miradas de amor y complicidades que ya hemos visto mil veces, personajes sin ambigüedades, que son más malos que el profesor Neurus o más buenos que Hijitus, etcétera. La galería en este sentido es bien extensa. Pero, repitiendo que no es ni conveniente ni justo evaluar esta serie desde esos parámetros convencionales de la forma narrativa, esta serie tiene algo poderosísimo que casi ninguna ficción masiva de cadena de streaming tiene: compromiso con la crítica sesuda del tiempo que habita. Y eso es más que una mera “crítica social”, eh, porque series que introducen alguna que otra crítica hay miles en el catálogo de Netflix, pero una que deje parte de su pellejo en descomponer con compromiso cada uno de los factores de la realidad que están pudriendo a este mundo por derecha, casi ninguna. No se, por ahí “Recursos Inhumanos” protagonizada por Eric Cantona. Y pocas más.

Observemos con atención las repercusiones directas de la serie: la militancia política de la derecha la acusa de ser una fuente de propaganda de “ideología de género”, una usina del pensamiento “abortero” y otras excentricidades anti derechos que se han inventado en el último lustro. Los mega medios empresariales de comunicación de la Argentina o bien le dedican poco espacio a sus reseñas o le bajan el precio diciéndole “la serie política” (ya sabemos que en el contexto de su discurso habitual el término “la política” en esos medios es sinónimo de farsa, banalidad y corrupción). Finalmente las iglesias están tratando de llevar la serie a la justicia para que, o bien se levante, o bien se aleccione a la sociedad con algún fallo aleccionador terrible sobre las personas responsables de su creación. Todo esto demuestra que, aunque pueda no gustarte su estética por momentos de culebrón, la serie está cumpliendo una función socio cultural de peso.

Terminaría el artículo mencionando a “Montecristo”, aquella novela protagonizada por Echarri que era un catálogo de lugares comunes de la estética de los culebrones, pero que popularizó a niveles súper masivos el tema de la recuperación de la identidad y el tema de la apropiación de la identidad durante la dictadura. Los dos temas, no uno solo. Bien, “El Reino” quizás sea lo mismo, con una realización un poco menos culebronera (tampoco tanto eh) pero sumamente comprometida con lo que vino a contar: el fortalecimiento y el avance exponencial de los sectores más reaccionarios cuando llegan al poder, y todo lo que traen cuando se encaraman. Y lo hace sin miedo. Puede tener cotas de ingenuidad en la búsqueda de que cierre como producto de la industria del entretenimiento global, es cierto, pero lo que dice es lo importante, mucho más allá de las formas estandarizadas.

29/07/2016

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