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Si estuviéramos en el siglo XX, quizá podríamos decir que Analía Alonso relata una juvenilia de cuatro adolescentes, Paloma, Priscilla, Pedro y Patricio, que el mundo adulto recibe con una bienvenida sarcástica. Cierto: las citas de la canción Welcome to the jungle de Guns N' Roses, que abren cada una de las tres partes -Cariño, conocemos los nombres; -Estás en la jungla, nena, yQuiero verte sangrar- hacen jugar la tensión entre inocencia y desengaño y entre libertad y domesticación, esa forma civilizada del sometimiento. Y en el reconocimiento que cuerpo y alma son manifestaciones diferentes de lo mismo, inseparables como lo son las sensaciones de los pensamientos.
Es el relato de las vidas de esos chicos antes de su nacimiento, sus cuerpos pequeños desde la prehistoria de los líquidos maternos hasta esas asperezas a que la cotidianeidad -la “jungla” de los Roses- invita con la fascinación de un abismo terrible.
Analía Alonso no hace sólo eso. Su escritura también tiene una prehistoria, dice: ha debido empezarla mucho antes de sentarse a borronear papeles o pantallas. Esta obra está sostenida también y sobre todo por el lenguaje, las formas de decir, las palabras que se vuelven elásticas, flexibles, que se adaptan como hiedras o musgos a árboles y piedras, que se adhieren a las vidas como plagas y son asimilados como los mejores alimentos. Y a veces dicen más de lo que dicen.
Las imágenes se centran en los sonidos, los colores, las texturas, pero los sentidos privilegiados son los no considerados intelectuales: el olfato, el gusto, el tacto permiten acceder a texturas, olores: los espasmos son negros y también verdes,
Los cuerpos -sus funciones, sus pulsiones- tienen tanto protagonismo como los pensamientos y los sentimientos. Los chicos, aun bajo el peso del linaje y su pequeña biografía, perciben las mutaciones y los silencios de los adultos y sus significados. Funcionan como secretos oscuros que más tarde se develan con toda su potencia. Por ejemplo, Aurora ve a su madre alterada por la predicación del párroco hasta que hacia el final comprende algo que sabía desde mucho antes: él es su padre.
Los chicos cumplen con sus funciones básicas: comen, orinan, defecan, escupen, babean, vomitan y también hablan y se callan, se besan, se excitan, se duelen y se consuelan, se buscan y se pierden en una jungla que está afuera y no. Sus diálogos parten del interior, son como cuando uno reconoce su propia voz que habla desde dentro. Afuera, se dijo, está la jungla que suele no oír. Entonces, la novela va y viene por existencias y circunstancias, fisgonea cómo se van construyendo en una sociedad que se empeña en ser demasiado conservadora para darse cuenta y comprender.
La novela funciona como un poliedro en el que cada cara tiene un título: el nombre de algún personaje, una situación, una acción que se explican minuciosamente. Son pequeños capítulos cuya lectura hace girar el poliedro en el aire y así parece que uno comprende el todo. Pero no: es necesario dejarse ir, seguir ese fluir del pensamiento y la escritura como un río indetenible.
Entrevista con Analía Alonso:
Analía Alonso: El vientre de la flor, San Martín de los Andes, Ediciones de La Grieta, Serie Mundo disperso, 2022
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