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Columnistas
09/10/2022

Aguafuertes del Nuevo Mundo

Incompatibilidades argentinas

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¿Cuál es la razón del interés del público en la película “Argentina, 1985”? ¿Cómo conviven hoy en una misma sociedad los que insultan a trabajadores que luchan por salarios dignos y condiciones de empleo adecuadas, y los que al final de la película aplauden la condena a los genocidas?

Ricardo Haye *

Cada visita a Buenos Aires conlleva un rito que compartimos con varios amigos y consiste en revisar la cartelera del Cine Lorca, antes que muchas otras cosas. Ubicado en la calle Corrientes, ese templo del arte es un bastión y un refugio del cine de calidad, en un momento en que las pantallas han sido ganadas mayoritariamente por un tipo de realizaciones llamadas “mainstream”, anglicismo que suele englobar a las producciones de gran presupuesto, protagonistas estelares, criterios mercantiles y escaso espesor conceptual.

Es claro que en el cine, como pasa en la música o en la literatura, también es posible encontrar obras que -sin renunciar a su adscripción comercial- poseen valores estilísticos, hondura dramática, representaciones fidedignas de la realidad o vuelo imaginativo y fantástico digno de consideración.

Las dos salas del Lorca están consagradas a películas que no son las de taquillas más rebosantes. Uno entra al cine sabiendo que va a participar con unos pocos vecinos de butacas, de ese ritual centenario de compartir un salón a oscuras con un grupo de extraños. Estaremos unas dos horas asistiendo a un relato que no podemos poner en pausa y sobre el que probablemente no intercambiaremos opiniones o comentarios con los otros espectadores, a menos -claro- que hayamos ido juntos al espectáculo. Tiene sus inconvenientes ir al cine. Pero la clave de su atractivo es la ritualidad que envuelve a ese ejercicio.

Uno sabía que “Argentina, 1985”había tenido algunas dificultades de distribución y que las cadenas principales de exhibición se habían negado a programarla. La razón es que tras el estreno solo les quedarían tres semanas antes de que el film llegase a una plataforma de streaming, esas que te llevan la película a tu casa, te permiten elegir la ocasión para verla, detenerla cuántas veces quieras y repetir los momentos significativos, pero que también te reducen la pantalla y -sobre todo- suprimen el rito de compartir con extraños imágenes proyectadas en una sala en tinieblas.

Como quiera que sea, el último estreno de esa figurita popular del álbum de las estrellas que es Ricardo Darín, solo se está proyectando en un 30 por ciento de las salas argentinas.

Ese dato arroja una cifra impactante: dos de cada tres cines son parte de alguna cadena que acostumbra armar su programación en base a conceptos puramente crematísticos, que compactan su oferta alrededor de un (casi) único centro productor: el estadounidense. Y retacean la presencia de otras filmografías extraordinariamente valiosas pero que no son especialmente receptivas a mensajes consecuentes con el american way of lifeo “estilo de vida americano” que, en realidad, apenas es el estilo de vida de los sectores medios y acomodados de los Estados Unidos.

El estreno de “Argentina, 1985”me encontró en Buenos Aires y decidí tributar a mi rito alrededor del Cine Lorca. La sorpresa fue mayúscula al ver una cuadra de cola para la primera función, esa que solo convoca a cuatro o cinco espectadores cada vez que se proyecta un film francés, se repone una película de Cassavettes o se estrena una de Kiarostami. Y se reiteró a la salida, cuando otra fila nutrida aguardaba para ingresar a la segunda sesión.

Pensé, entonces, en esas salitas mustias que sobreviven como pueden en ciudades y pueblos de provincias. Y en la oportunidad de alterar por una vez la rutina cansina de unos boleteros acostumbrados a la poquedad.

¿Cuál es la razón de este efecto inusitado? Es inevitable reparar en la circunstancia de que las salas pochocleras hayan decidido abstenerse. Pero luego resulta necesario pensar en el grado de responsabilidad que tiene el “efecto arrastre” de una figura tan convocante como Darín. Hasta que, por fin, llegamos a la motivación que uno quisiera que fuese la de mayor peso específico: la de repasar un episodio de nuestra contemporaneidad tan decisivo como el juicio a las Juntas Militares que condujeron el llamado Proceso de Reorganización Nacional.

Aunque sea corta, la historia transcurrida desde entonces ha descalificado ese eufemismo vergonzoso. Lo que la Argentina vivió a partir de marzo de 1976 fue una dictadura criminal en la que confluyeron las responsabilidades de las Fuerzas Armadas y de sectores civiles y eclesiásticos.

El deseo, sin embargo, no nos nubla el pensamiento. Cuando al optimismo de la voluntad lo contrapesamos con el pesimismo de la inteligencia, cuesta sostener la tesis de la vocación analítica y el revisionismo histórico.

A la izquierda, Strassera y Moreno Ocampo, los reales.

Muy especialmente cuando siguen vigentes algunas matrices que modelaron conductas sociales permisivas con el abuso de los derechos humanos, la desaparición seguida de muerte de miles de argentinos, la aplicación indiscriminada de tormentos físicos y psicológicos, la supresión de identidad de cientos de criaturas, la violación de mujeres detenidas y la reducción a servidumbre de personas sustraídas de la vida de relación.

Eso se verifica hoy en la reacción social ante los petitorios estudiantiles de condiciones dignas para su formación o la exigencia de que el Estado cumpla con principios constitucionales como el derecho a la salud, la alimentación o la vivienda.

¿Cómo compatibilizar la intemperancia ante los reclamos de compatriotas que atraviesan situaciones comprometidas con los aplausos celebratorios de un filme como “¿Argentina, 1985”? ¿Cómo conviven en el mismo cuerpo los que insultan a los trabajadores que luchan por salarios dignos y condiciones de empleo adecuadas, y los que al final de la película aplauden la condena a los genocidas?

Cuatro párrafos sobre el filme

En la ficción, el equipo juvenil de Strassera y Moreno Ocampo.

La película tiene una obertura muy lograda, que sitúa la escala humana de la figura desde la que focaliza el relato. Ese hombre, el fiscal Julio Strassera, no queda eximido de ambigüedades, lo cual permite que cada espectador haga sus propias consideraciones. Acompañado de un fiscal adjunto absolutamente inexperto, congrega a un grupo de jovencitos entusiastas pero de trayectoria aún inexistente. La de este conjunto no supone una alegoría superheroica pero, en cambio, retrata la épica de quienes salieron al ruedo judicial a encarar molinos de viento mucho más ominosos que lo que puedan parecer a casi cuatro décadas que contribuyeron a desteñir sus figuras por entonces amenazantes. Es que en aquel momento hizo falta coraje para enfrentar a esa encarnación del mal, representada por unos milicos todavía desafiantes y sus concupiscentes aliados civiles, sobre todo los abogados, referentes de un poder judicial hoy tan desacreditado. Quizás haya faltado una denuncia más severa de la tercera pata cómplice de la dictadura: el clero, algunos de cuyos dignatarios avalaron prácticas aberrantes y confortaron torturadores.

Un dato llamativo es el modo en que se introdujo al presidente Alfonsín. Al contrario que los jerarcas militares que sí aparecen representados, la figura de quien determinó su juzgamiento fue sustraída a la cámara y apenas se escucha su voz. Esa decisión no parece haber conllevado la voluntad de rebajar su peso específico y el dato que lo corrobora es que el propio Strassera confiesa a su esposa que, en ningún momento se sintió presionado o condicionado por el mandatario. Al final de la entrevista, revela el fiscal, el jefe de Estado solo le dijo que aguardaba expectante su alegato.

El momento de mayor hondura dramática y expresiva de la película llega con el testimonio de la ex detenida-desaparecida Adriana Calvo. Y si la conversión que provoca en la madre del fiscal adjunto, mujer que compartía misas con Videla, pudiese parecer un tanto forzada o inverosímil, el propio Moreno Ocampo ha revelado que fue así como ocurrió en la realidad.

Espectadores interesados forman largas filas en cines de todo el país.

Argentina, 1985”no es nunca grave ni solemne. Sus cuotas de chispa graciosa revelan una buena muñeca narrativa del director, quien toma el riesgo de disolver los aspectos tenebrosos de la época pero apuesta atrevida y estratégicamente a ganar la atención del público y sobremanera -creemos- sus componentes más jóvenes. Ojalá lo consiga. Los datos de los primeros días de exhibición fueron más que halagüeños.



(*) Docente e investigador del Instituto Universitario Patagónico de las Artes.
29/07/2016

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