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El mundo de la década que se ha iniciado en 2020 parece haber entrado en una gran incertidumbre con riesgos de eventos múltiples en lo ecológico, lo económico, lo social y lo político en distintas escalas. Ya lo anunciaban filósofos y sociólogos en años previos: “transitamos el fin de las certidumbres”. Ese nuevo tiempo emergente se manifiesta por un lado en la crisis ambiental producto del modo de uso de los recursos naturales y de la organización de la producción y el móvil del lucro a cualquier costo. También se asocia a la nueva dinámica y la primacía de las finanzas que trajo la crisis financiera del 2008. Ella profundizó el impacto de la contemporánea financiarización de las economías, cambiando abruptamente el vínculo entre los tiempos y formas de la producción y las finanzas, y entre el Estado, el mercado y la sociedad que ya la globalización de los años 90 había inaugurado. Junto a ello modificó crecientemente los comportamientos de empresas, de ahorristas diversos y de las familias, promoviendo el endeudamiento crónico a todo nivel para poder seguir produciendo, vendiendo y acumulando. Con la generalización y el avance de las nuevas tecnologías creó nuevos modos de organización de la producción de bienes y la prestación de los servicios, y con ello del trabajo, los contratos flexibles, los cambios de tiempos y protocolos, nuevos conocimientos y capacitaciones y cambios en las propias organizaciones de los trabajadores. Modificó las aspiraciones y expectativas, y además trajo consigo nuevas percepciones sociales, mayor peso de lo individual sobre lo colectivo, e impuso el trabajo virtual y a distancia, y el tiempo líquido en la economía y la vida. Se hizo visible una creciente heterogeneidad en la configuración de los grupos sociales, y se extendió la pulsión meritocrática y la indiferencia frente al otro, al tiempo que se han ido multiplicando nuevas desigualdades superpuestas a las clásicas y estructurales dentro de los países y entre los países y continentes. Los jóvenes y las jóvenes son los mayores perdedores en este contexto.
Al mismo tiempo pasan a tener mayor peso nuevas cuestiones en las sociedades: las nuevas desigualdades de hábitat, trabajo e ingresos provocan resistencias de un creciente número de grupos sociales, promueven la conformación de movimientos con organización y visibilidad para el reclamo. Generan reacciones en defensa de los derechos de género, de la tierra, el techo, y los ingresos, introducen la cuestión de la diversidad, imponen nuevos debates en materia de los roles al interior de las familias; conviven con el alargamiento de la adolescencia, y la maternidad temprana, junto a las crecientes exigencias de formación para el trabajo, y la prolongación de la expectativa de vida. La revalorización social de bienes como la tierra y los servicios plantean la segregación social urbana, al tiempo que se debate sobre la violencia de género, la violencia política y racial, y el bulling físico, verbal, emocional, social y hasta virtual.
El mundo de la pandemia y de la guerra trajo consigo también violencias económicas que generan desigualdad en el acceso a las vacunas, multiplica violencias militares, raciales, religiosas y hasta culturales que se suman a la pérdida de vidas y la destrucción material que provocan. La lucha por la hegemonía geopolítica, tecnológica y el dominio territorial promueven la persecución de pueblos, familias y regiones; de intelectuales, deportistas, religiosos, y de políticos por motivos de las confrontaciones bélicas. El impacto se extiende más allá de los espacios cercanos, y se hace global cuando desestructura las cadenas productivas con multilocalización de sus eslabones y firmas, los mercados nacionales e internacionales, y con ello la vida cotidiana del trabajo, el ingreso, la seguridad social y el abastecimiento de alimentos, de combustibles y de gas, de insumos y de medicamentos, y de maquinarias y equipos entre muchos bienes y servicios imprescindibles para la vida. Se altera la logística, se encarece y se hace riesgoso el transporte, al tiempo que se hacen difusas las posibilidades de hacer efectivos los acuerdos de abastecimiento y complementación, los del transporte por buques hacia y desde terrenos en conflicto, los flujos interbancarios, y la circulación monetaria. La destrucción trae parálisis productiva y endeudamiento, y junto a ello desplazamientos de poblaciones y crisis de identidades y nacionalidades. Como si fuera poco, en la turbulencia e incertidumbre mundial, la inflación pasa a ser un fenómeno extendido; el desabastecimiento de recursos básicos como la energía pasa a ser una señal dramática en nuestros países del sur, y de cara al próximo invierno del hemisferio norte, en particular en Europa, y las recetas monetaristas predominantes imponen la suba de las tasas de interés que trae consigo el encarecimiento de deudas, recesión y desempleo y la ruptura de los procesos de recuperación post pandemia.
De ello resulta más desigualdad, más recorte de derechos en aras del equilibrio macroeconómico, el cierre de las cuentas fiscales y del comercio exterior, quedando los y las más humildes en los pueblos y naciones afectados por ajustes y a la espera de un derrame que resultará tardío e insuficiente. Tales pueblos se desestabililzan temiendo el castigo presente de las alzas de precios, de la falta de alimentos y energía, y la restricción en los mecanismos democráticos de decisión acerca de las prioridades sociales, económicas, culturales, y ambientales. La crisis que se expande a nivel global se expresa también en lo local, en lo nacional, en lo simbólico, y altera comportamientos individuales y colectivos. Ellos oscilan entre el individualismo, la indiferencia y la intolerancia; y en muchos casos se expande la des memoria de otros momentos dramáticos vividos en aras del sálvese quien pueda.
En las actuales circunstancias, los gobiernos del Norte y de Sur enfrentan crisis político institucionales, se alteran al interior de los Estados y los territorios las relaciones entre jurisdicciones políticas; se imponen cambios en los cargos de conducción política y económica; se definen reformas en las constituciones y en la forma de organización de los poderes, y se impulsa la modificación de regulaciones macro en procura de reordenar la vida institucional ante situaciones caóticas e inesperadas. La inflación y las deudas imponen revisiones continuas en los presupuestos; se formalizan nuevos tributos o se elevan alícuotas de los existentes y aparecen los ajustes coyunturales. Se impone también perseguir la evasión y la elusión impositiva, investigar sobre la riqueza oculta, los delitos comerciales, el narcotráfico y la fuga de divisas hacia paraísos fiscales, y definir modos de control y penalización, cambiando formatos y jerarquías normativas, y procedimientos, y articulando con organismos especializados en el antilavado, y en el seguimiento de las redes financieras ilegales, y de las estafas a los erarios públicos.
Al mismo tiempo, los gobiernos miran de reojo o de frente -según los casos- las deudas previas con organismos financieros internacionales, con bonistas, con bancos y fondos diversos, buscando acuerdos, negociando plazos y gestando revisiones. También según los casos evalúan con sensibilidad o indiferencia las deudas sociales con sus habitantes, con los y las trabajadoras, con los y las jubiladas y pensionadas, con los niños, niñas y adolescentes, con las madres solas a cargo de sus familias, con los migrantes y desplazados, y con la seguridad social, los jardines y escuelas más pobres y los hospitales públicos con menores recursos para garantizar el acceso a la salud de los habitantes en cada distrito.
En ese marco de turbulencia, incertidumbre y desigualdad, al comenzar la década del 2020 Argentina enfrenta la deuda más grande de su historia con el Fondo Monetario Internacional tomada bajo el gobierno de Mauricio Macri. Esa deuda es producto de un crédito que es el más grande que el organismo concedió a un país, considerado de ingresos medios, operación que contó con el aval del ex Presidente de EE.UU. Donald Trump por cuestiones geopolíticas.
También enfrenta una deuda social de las más grande que ha sabido tener, por los porcentajes de informalidad laboral, de desigualdad de ingresos y en las condiciones de vida.
Y en medio de ello enfrenta intentos desestabilizadores de sectores financieros, judiciales legislativos y mediáticos que se vienen agravando en los últimos dos meses, después de sucesivos intentos en 2020 y 2021, que implicaron la resistencia al plan de vacunación, el rechazo del Presupuesto 2022, y la condena y judicialización de la Ley del aporte extraordinario de las grandes fortunas en la pandemia, hechos deleznables en plena crisis sanitaria; también impulsaron corridas cambiarias, escaladas inflacionarias, lock out patronales, evasión y elusión fiscal, bloqueo de la venta de cosechas, contrabando comercial, desabastecimiento, y continuos ataques mediáticos. Todos estos actos y procesos de desestabilización se han producido en un escenario nacional con dificultades crecientes, consecuencia de la aguda crisis generada por las políticas neoliberales del gobierno de Mauricio Macri y heredada por la gestión actual, sumada a los efectos de la pandemia, la guerra en Ucrania y sus consecuencias visibles en la elevada volatilidad en los precios internacionales y nacionales de las materias primas, los alimentos y la energía, derivada de la confrontación bélica.
En ese escenario, el ex Presidente de la Cámara de Diputados de la Nación Sergio Massa ha asumido hace pocos días como Ministro de Economía de la Nación, con apoyo firme del Frente de Todos, aglutinando las secretarías de Hacienda, Finanzas, Energía, Desarrollo Productivo y Agricultura, Ganadería y Pesca, incluyendo Comercio interior y exterior, y la articulación con el Banco Central, la Administración Federal de Ingresos Públicos (AFIP) y la Aduana. El nuevo Ministro heredó las deudas, los acuerdos con el Fondo Monetario Internacional por la refinanciación del Stand By tomado por el macrismo en 2018 por 45 mil millones de dólares; heredó los acuerdos de pago con los bonistas bajo legislación nacional y extranjera, y también los logros y los problemas de la gestión del ministro Guzmán, que han incluido la supervisión trimestral de las metas establecidas en la Ley para la refinanciación de la deuda sancionada por el Congreso Nacional. La asunción se concreta en tiempos de escasez de divisas en el Banco Central, y frente a compromisos de las metas que definen estrechar el déficit fiscal y la emisión monetaria. Son tiempos que en una nueva etapa del gobierno iniciado en diciembre de 2019 imponen acuerdos políticos, premura, prudencia, disciplina y rigurosidad en la gestión pública.
Los lineamientos de su programa en la compleja coyuntura de endeudamiento y restricción externa, alta inflación, y alta demanda de consumo energético, a lo que se agregan los condicionamientos dispuestos en el acuerdo de pago con el FMI, plantean según la nueva conducción económica un necesario ordenamiento fiscal, con fuerte restricción de la emisión monetaria y riguroso control del déficit fiscal. Ello impone generar acuerdos para captar divisas, estimular exportaciones, promover la generación de creciente valor agregado en las producciones exportables, suscribir convenios de inversión internacional y nacionales para la construcción de infraestructura económica, en particular en lo que hace a la energía, la minería, la industria y el transporte, y la obtención de adelantos de exportaciones y en los pagos de tributos sobre las ganancias para oxigenar las cuentas externas e internas. No menos urgente es atender las cuestiones salariales de las y los trabajadores registrados y no registrados y la pérdida de capacidad adquisitiva de pensiones y jubilaciones frente a la escalada inflacionaria, y encaminar la recuperación de la participación de los asalariados en el ingreso nacional. Ello constituye una condición esencial para impulsar la demanda efectiva y avanzar en el crecimiento con inclusión social, deuda impostergable con quienes sostienen políticamente a la fuerza gobernante. También urge resolver el tema de la segmentación de las tarifas energéticas, de gas, electricidad y agua, en cuanto al consumo residencial, buscando un equilibrio por zonas climáticas en el caso del gas, acorde a los niveles de consumo, y acorde a los tramos de ingresos y patrimonios,
Del mismo modo, el equilibrio territorial en un país constitucionalmente federal reclama acuerdos en las transferencias a provincias, en los criterios del gasto público y la tributación en el marco del acuerdo con el FMI y la restricción externa, así como en materia salarial y de la seguridad social, y de continuidad de la obra pública.
La incertidumbre, la turbulencia y la geopolítica internacional, en un marco de economía mundial de alta inflación, encaminada a la recesión producto de políticas de altas tasas de interés, pueden desatar nubarrones en las previsiones comerciales, financieras y cambiarias -entre el tipo de cambio oficial y los paralelos- que introduzcan mayor complejidad. El control de la inflación es central y urgente, no solo por el deterioro de los ingresos reales de la población y el impacto en las inversiones, sino también por lo que significa en lo institucional y simbólico la ruptura de contratos y las expectativas de remarcación y desequilibrio general de los mercados, de las cuentas públicas y del propio tipo de cambio. Una espiral de inflación/devaluación continua y creciente es un riesgo sistémico elevado en la Argentina de hoy no solo para el gobierno, sino para el conjunto de la economía y la sociedad y en especial para los sectores más débiles de familias y empresas. Ese sendero de macro y micro desequilibrio económico constituye un germen de crisis política y una amenaza para la democracia.
Con acuerdos y diferencias cabe defender la democracia construida, y rechazar los intentos destituyentes. A ellos y a sus mentores les decimos nunca más los golpes de mercado, ni los golpes de estado cívico-militares.
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