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Columnistas
03/07/2022

Utopías liberales

Utopías liberales | VA CON FIRMA. Un plus sobre la información.
(Ilustración publicada por Celag).

Rosenkrantz, juez de la Corte Suprema, exhibió semanas atrás los fundamentos del liberalismo “iusnaturalista”, contrario al “utilitarista”. El orden mundial, ante sus signos de fatiga, apela al neoliberalismo salvaje, violento y matón, pero son todos ellos, todos los liberalismos, los que se van quedando sin respuestas.

Juan Chaneton *

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Es una pena que se diga que Rosenkrantz pronunció en Chile, hace pocas semanas, un discurso antiperonista cuando en realidad fue un discurso que, bien analizado, nos exhibe los fundamentos filosóficos del liberalismo iusnaturalista, contrario al liberalismo utilitarista.Advertido esto, nos podríamos poner a desarmar esos argumentos liberales (unos y otros) en vez de comunicarle al mundo, a grito pelado, que Rosenkrantz no es peronista.

Los liberales han sido, desde los orígenes (segunda mitad del siglo XVIII), utilitaristas o iusnaturalistas. Ambos pisaron el escenario histórico defendiendo el libre mercado, pero mientras los primeros consideraron que la felicidad colectiva es el criterio supremo para diferenciar el bien del mal, los segundos optaron por otro rasero diferenciador: la suerte que, en la sociedad, pudieran correr los "derechos naturales", que eran -así lo decían- la vida, la libertad y la propiedad privada. En esta línea y modernamente, John Rawls, hace algunas décadas, escribió un libro que tituló Teoría de la Justicia en el que afirma que todo individuo posee una esfera privada que es inviolable a tal punto que no hay felicidad social que valga a la hora de justificar la violación de esa privacidad. Es decir que, para estos liberales, la vida, la libertad y la propiedad son derechos que tienen prevalencia absoluta no porque sean útiles sino porque son conformes con el derecho natural y la razón.

Para el padre del utilitarismo, Jeremy Bentham, el mercado es bueno porque garantiza, mejor que la coacción, aquella felicidad general. En cambio, para Turgot, Kant o -más acá- Benjamín Constant o Rawls, no importa en absoluto la felicidad colectiva, y un resultado social puede ser contrario a esa felicidad pero, sin embargo, ser bueno y deseable porque es conforme a los derechos naturales.

Tanto Bentham como Adam Smith (este último también era utilitarista) propugnaban una gran libertad de comercio pero también se mostraban muy favorables a la intervención del Estado en la economía cuando la "utilidad social" así lo requería. Ambos teóricos aprobaban la enseñanza gratuita para los pobres, el salario mínimo y la previsión social para enfermos y ancianos sin recursos.

Lo que surge de esta visión de las cosas es que el trabajador debe tener asegurado un mínimo vital para subsistir, pero ello sería así no porque ese trabajador sea titular de un derecho sino porque resulta más conducente a la felicidad colectiva. Por ende, es más "útil" a la sociedad, que los obreros vivan con lo elemental asegurado y no en la miseria. Y lo mismo valdría para la educación de los pobres, la atención de los enfermos y la jubilación de los ancianos.

Empero, como resulta imposible de ser pensada una situación en la cual fuera más útil y propendiente a la felicidad general, la miseria que la buena calidad de vida, eso que el utilitarismo liberal llamaba "útil", en realidad es un derecho que le asiste al trabajador, al jubilado o al enfermo; derecho que, al ser reconocido en los hechos, se vuelve "útil" y conducente a la felicidad general.

El corolario es el siguiente: si el obrero, el enfermo o el anciano experimentan la necesidad de salario digno, salud o previsión social, tienen el derecho de contar con tales beneficios. El derecho es primero; la utilidad viene después. Más allá de lo que quisiera o pensara Bentham.

Éste y Adam Smith son los que teorizaron, en los orígenes de la ciencia económica, la vinculación entre necesidades y derechos. Si Rosenkrantz cree que está refutando a Evita, se trata de un error; está asumiéndose como liberal iusnaturalista en contra de los liberales utilitaristas, y no importa si él lo sabe o no; el hombre sólo entiende de “costos”, de los costos que irroga reconocer un derecho, así lo ha dicho; lo que importa es que, al desmentirlo, nosotros podemos ir más allá de decir que Rosenkrantz es gorila, pues lo que podemos hacer, en realidad, es llevarnos puestos, de un solo plumazo reflexivo, tanto a un liberalismo como al otro. Y más aún, y mejor: también podemos desnudar la ignorancia y la malignidad de los que no son ni utilitarios ni iusnaturalistas, sino neoliberales, que éstos no abrevan ni en Adam Smith ni en Turgot o Herbert Spencer, sino en Von Mises, Hayek y Milton Friedman.

Las dos corrientes liberales a las que hemos aludido al principio tienen una característica: su coherencia. Ambas buscan un criterio ético supremo (la utilidad social o el derecho natural) y juzgan que una política económica es buena si se ajusta a ese criterio ético y mala si no lo hace. Los neoliberales, en cambio, como, por caso, Friedrich Hayek, numen de la así llamada escuela austríaca de economía y fundador de ese club de fanáticos llamado Mont Pelerin, hacen del pragmatismo y la oportunidad un modo de actividad intelectual pues, aunque en principio parezca que no, si se atiende a sus vulgatas más citadas se comprueba que en el punto referido a la educación superior, el Estado debe subvencionarla pues ello redunda en ventajas para la colectividad; pero en materia de impuestos, Hayek es un enemigo furibundo de la progresividad pues la considera una violación del principio de igualdad. A las grandes fortunas no hay que cobrarles más impuestos que al último asalariado, y ello por una razón desopilante: dice el economista austríaco que el rico tiene tiempo libre y de ese ocio puede surgir la posibilidad cierta de que ese buen hombre se vuelva mecenas o filántropo para dedicarse, así, "a tareas que el mecanismo de mercado no realiza satisfactoriamente". Todos estos dichos están escritos en un libro de casi seiscientas páginas que su autor llamó La Constitución de la Libertad, y que junto a su otro opus magnum, Camino de servidumbre, constituye la biblia de estos extremistas liberales que para desplegar su liberalismo, consagran en el Presupuesto partidas cuantiosas y sin fondo para ... las policías y las fuerzas de seguridad. Son liberales pero no tontos, pues saben muy bien lo que se proponen. De paso, es lo que se viene en la Argentina si el Frente de Todos no gana el año que viene.

La apelación al neoliberalismo hayekiano-thatcherista y su despliegue en el espacio global desde hace unas décadas no ha sido otra cosa que el síntoma de una crisis sistémica que, sin prisa ni pausa, se ha ido desplegando hasta hallar, en el presente, unos límites vinculados a la reducción de las tasas de ganancia de los conglomerados empresariales y a su necesidad de financiarizar la economía para computar como diferencia virtuosa lo que no es sino el producto vicioso de la especulación financiera. A eso se llega cuando se ha confiado en el mercado como deus ex machinade la existencia humana, como "mano invisible" (Adam Smith) que ordena todo. Pero esta absolutización de la oferta y la demanda (que eso es el mercado) tiene su procedencia y su emergencia, para ponerlo en términos un poco nietzscheanos: procede de los clásicos (utilitarios o no) y emerge ahora como crisis estructural y sin salida a la vista. El orden sistémico tiene que apelar, ante sus propios signos de fatiga, al neoliberalismo salvaje, violento y matón, pero son todos ellos, todos los liberalismos, los que se van quedando sin respuestas.

Sin embargo, la expansión de las fuerzas productivas del capitalismo a todo el orbe (eso es la globalización) no permite prescindir del mercado como productor de riqueza, pues aquellas fuerzas productivas no sólo no han cesado de crecer sino que están recibiendo y recibirán por mucho tiempo todavía un nuevo impulso funcional a la reproducción de los mecanismos de mercado. Ese impulso proviene -está proviniendo- del algoritmo y de la inteligencia artificial con proa hacia la internet de las cosas. Es lo que China entendió muy bien desde los tiempos de Deng Xiaoping.

Pero como nada es mecánico ni inexorable sino que la voluntad humana y la decisión constituyen el núcleo incandescente de la política, la libertad de optar por programas que limiten las fuerzas ciegas de la economía y empoderen a los pueblos (sobre todo a los pueblos que se debaten en la miseria por obra del mercado y sus manos, visibles o invisibles), no sólo significa que la política reactúa sobre la economía y no se subordina mansamente a ella sino que viene a ser, esa libertad de optar por una estatalidad humana, solidaria y, en última instancia, económicamente virtuosa, una opción existencial para los que poco o nada tienen que esperar de la "libertad" liberal, ya sea que venga embutida en añagazas ocultistas a cargo de los liberales "clásicos" o disimulada en los gritos destemplados de los ultras que nos quieren correr con la vaina en cuanto panel se trepan.

Y lo que más se preocupan en disimular estos últimos los exhibe en su fraudulencia ética: como no pueden decir que hay que eliminar, del modo que sea, a los pobres que el liberalismo generó, dicen, explícitamente, que "hay que auditar todos los planes sociales", y ese enunciado contiene, de modo implícito, lo esencial que quieren decir: que los pobres son chorros, y narcos, y mapuches, y ...

Éste, en los tiempos que corren, es el credo de todos los liberales, no sólo de Espert o Milei. Sólo que unos son más discretos que otros.

El poder político -y cómo lograrlo- sigue mandando sobre la economía aun cuando ésta, en última instancia, nos suministra las claves para la inteligibilidad de la Historia.



(*) Abogado, periodista, escritor.
29/07/2016

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