Columnistas
24/12/2021

Ni un pibe ni una piba menos

Ni un pibe ni una piba menos | VA CON FIRMA. Un plus sobre la información.

Las personas asesinadas por el aparato represivo del Estado entre 1983 y 2021 suman 8.172. El 51% son muertes ocurridas en cárcel, comisaría o bajo custodia, y el 35% gatillo fácil. Neuquén tiene su lista de muertes producto de la violencia institucional.

Mariana Gallo *

“El Estado está para hacer justicia, no para ser violento”, afirmó el presidente Alberto Fernández en el acto realizado junto a familiares de las víctimas de la represión del 19 y 20 de diciembre de 2001. La placa conmemorativa, descubierta y ubicada en la Casa Rosada, frente a la Plaza de Mayo, reza: “En memoria de quienes fueron víctimas de la violencia institucional, defendiendo la democracia en todas las calles del país. El dolor por las vidas perdidas es el cimiento para luchar por una Argentina justa”.

Este reconocimiento público de la responsabilidad del Estado nacional en la violación de derechos humanos y las 39 víctimas fatales será acompañado por el envío al Congreso de un proyecto de ley para establecer una indemnización a las familias de los muertos y heridos graves en aquellos episodios.

Sobre el tercer poder – el encargado de impartir justicia, el mismo presidente manifestó que llegó 20 años tarde y mínimamente, porque los condenados lo fueron no por los asesinatos cometidos, sino por delitos menores. Nadie pagó por ello, aún.

¿Qué es la violencia institucional?, ¿cuáles son sus alcances y sentidos?, ¿quiénes son las víctimas y quiénes los victimarios?, ¿hasta dónde llegan las responsabilidades?, ¿cuándo y por qué sucede?, ¿cómo se previene, sanciona, repara y erradica?, ¿se puede, se quiere?

No hay una definición única y sus límites son difusos. Aun así, se trata de una categoría política central, ampliamente utilizada en nuestro país, que se ha construido y transformado a lo largo del tiempo, de las experiencias y de los actores intervinientes, que continúa produciéndose, entre tensiones y disputas de sentido. La noción de violencia institucional conjuga las violencias ejercidas por el Estado y la garantía de los derechos humanos, e interpela las formas de ejercer la autoridad estatal en democracia.

El Centro de Estudios Legales y Sociales tiene una amplia trayectoria en la temática y ayuda a responder algunos de los interrogantes. La violencia institucional es una categoría utilizada y promovida, inicialmente, por familiares y víctimas directas de la violencia policial y carcelaria, organismos de Derechos Humanos y grupos de investigación. Hoy, su uso es masivo, forma parte del debate público y de la agenda de movimientos sociales, partidos políticos, observatorios universitarios, medios de comunicación y de los propios organismos estatales que han creado áreas específicas.

También se han diversificado los sujetos que pueden ejercer violencia institucional, así como las problemáticas que abarca. Ya no son solo agentes de las fuerzas de seguridad, fuerzas armadas o del servicio penitenciario. Los contextos y sentidos se han ampliado y complejizado e involucran situaciones donde la responsabilidad se extiende a otros agentes y funcionarixs públicxs, cuya participación es indirecta.

En esta construcción histórica de la violencia institucional como cuestión socialmente problematizada, algunos hechos y muertes violentas fueron clave. Es el caso de la “Masacre de Budge”, ocurrida el 8 de mayo 1987, cuando la policía bonaerense fusiló a 3 jóvenes en una esquina de su barrio, en Ingeniero Budge, y luego intentó simular un enfrentamiento.

La movilización popular hizo posible que se condenara a los policías responsables. La denuncia de “gatillo fácil” emergió en la esfera pública y permitió comenzar a visibilizar, cuestionar y desnaturalizar las prácticas represivas de las fuerzas de seguridad que violan derechos humanos, desde la discriminación por parte de los policías, las detenciones arbitrarias, hostigamiento, razzias, hasta las torturas seguidas de muerte, fusilamientos o ejecuciones sumarias, desapariciones forzadas.

Hace unos días, el 18 de noviembre, en el barrio de Barracas, desde un auto sin identificación, agentes de la policía de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (creada hace apenas 5 años) dispararon a cuatro adolescentes de 17 y 18 años, que volvían de un entrenamiento de futbol. La policía intentó disfrazar el asunto como un enfrentamiento. Lucas González murió al día siguiente. ¿Cuán distinto es este hecho de Barracas al de la “Masacre de Budge”? ¿Qué ocurrió en estos 34 años?

Según el archivo que lleva adelante la Coordinadora Contra la Represión Policial e Institucional, son 8.172 las personas asesinadas por el aparato represivo del Estado, entre 1983 y 2021. El 51% son muertes en cárcel, comisaría o bajo custodia, y el 35% gatillo fácil. Hay una preeminencia de víctimas jóvenes (38% entre 15 y 25 años). La enorme mayoría de los fusilamientos corresponde a varones adolescentes. En cuanto a las mujeres víctimas de la represión estatal (722 casos), la primera causa de muerte son los “femicidios de uniforme” (420), cometidos por miembros de las fuerzas de seguridad.

La violencia por razones de género ha cruzado a la violencia institucional, ampliando el enfoque. Según la ley nacional 26.485 de protección integral para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres, una de las modalidades de violencia es la institucional. La define como aquella realizada por funcionarias/os, profesionales y agentes de cualquier institución pública, que tenga como fin retardar, obstaculizar o impedir que las mujeres tengan acceso a las políticas públicas y ejerzan los derechos previstos por la ley.

Es decir, la vulneración de derechos por parte del Estado puede deberse tanto a una agresión directa como a acciones u omisiones que niegan el acceso a un servicio, a medidas de protección adecuadas y oportunas, a respuestas institucionales que garanticen el ejercicio efectivo de los derechos. Ivana Rosales, al recordar el juicio por el intento de femicidio por parte de su ex-pareja, en 2003, expresó: “Ahí empezó mi guerra judicial. Me encontré con un Estado que revictimiza y que hace, tal vez, más daño que el golpe”.

Cada vez que asesinan a un pibe por “gatillo fácil”, o nos enteramos de un nuevo femicidio con denuncia previa, el pensamiento inmediato y colectivo cargado de furia grita “El Estado es responsable”. Pero ¿quién lo escucha? ¿Cuántos rostros de mamás, papás, amigxs, compañerxs, familiares, vecinxs, hemos visto pidiendo “justicia” para que esas muertes no sean en vano?

En Neuquén tenemos nuestras propias muertes producto de la violencia institucional: Teresa Rodríguez, Omar Carrasco, Carlos Fuentealba, Sergio Ávalos (desaparecido hace 18 años), Pablo Ramírez, Brian Hernández, Matías Casas, Milton Muñoz, Facundo Guiñez. Son muertes que nunca debieron ser, que siempre serán injustas. ¿Cuántas otras muertes habrá que desconocemos, que no salieron del anonimato, que no buscamos ni reclamamos?

El asesinato del soldado Omar Carrasco, en 1994, reveló la violencia psicológica y física aplicada sobre los cuerpos de los soldados y el anacronismo de una institución ligada a la dictadura. ¿Cuánto de aquella crueldad impartida persiste?, ¿cómo se explica el horror de los cuerpos maltratados, violentados en cada caso de abuso policial? Mientras escribo, no dejo de pensar en Facundo Agüero, un joven de Picún Leufú que quedó cuadripléjico a raíz de la brutal golpiza que recibió por parte de policías neuquinos, en 2018. Y en su mamá.

¿Cómo es la formación y el entrenamiento de quienes ingresan a las fuerzas de seguridad y penitenciarias? La pregunta remite tanto a lo conceptual, en términos de perspectiva de derechos humanos, género y diversidad; como a formas de actuar en situaciones concretas: movilizaciones y protestas sociales, conflictos territoriales – además de hechos delictivos.

Son muchas preguntas cuyas respuestas cambiarán la realidad cuando se asuma que la violencia institucional no ocurre en el vacío y que el problema no es solo de “los uniformados”. La cadena de complicidades y encubrimientos que se activa en cada caso de abuso policial, lo demuestra. Aún así, cuando hay que cortarla, se lo hace por el eslabón más débil.

El problema tiene una base política y social. Hay responsabilidades políticas institucionales y no institucionales que habilitan estas prácticas. Hay discursos y reclamos sociales que las legitiman, en torno a la idea de la “seguridad ciudadana”, “la ley y el orden”, al tiempo que criminalizan la protesta y la pobreza.

Un sector de nuestra sociedad es fuertemente punitivo y demanda la ampliación e intensificación de la intervención penal – reclama “mano dura”, pena de muerte, bajar la edad de imputabilidad, hasta cuestiona los derechos de las personas privadas de la libertad. Y hay conducciones de Estado que coinciden, comparten y responden a estos reclamos sociales. No extraña, entonces, que los hostigados sean siempre los mismos: jóvenes, morochos, de barrios pobres. Hay un correlato igual de clasista y racista en la población carcelaria.

Pensar las fuerzas de seguridad desde otra mirada, la del cuidado y la seguridad democrática, debería ser el horizonte. Mientras tanto, seguimos gritando Ni un pibe ni una piba menos.



(*) Licenciada en Ciencia Política y Relaciones Internacionales
29/07/2016

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