“Yo subí al poder sobre una montaña de votos, usted, en cambio, sobre una montaña de cadáveres” le dijo Roldós Aguilera, presidente electo de Ecuador, a José Napoleón Duarte mandatario de El Salvador y responsable dela masacre de El Mozotedonde en 1980, las fuerzas armadas ejecutaron a más de 900 campesinos.

Los años ‘80 encontraron a América Latina en tiempo de transiciones democráticas. En lo inmediato fue casi imposible percibir la magnitud de la destrucción.

A diferencia de Europa, donde la guerra fue señalada como responsable de la tragedia y el análisis sobre causas y responsabilidades conmovió a la comunidad sobreviviente; en nuestro caso, las dictaduras se retiraron bajo impunidad económica, jurídica y en gran medida política.

En su momento, supimos ver que los militares venían a terminar con los intensos procesos de insurgencia y movilización popular; pero tardamos en reconocer el objetivo de poner fin a la matriz económica vigente, orientada al mercado interno y bajo la centralidad del Estado.

En términos económicos, las dictaduras recibieron de los organismos internacionales casi un plan Marshall para tales propósitos.

Así, América Latina pasó de una deuda externa de 16.000 millones de dólares en 1970 a una de 243.000 millones, diez años después.

A pesar del financiamiento externo, se produjo una drástica reducción del ritmo de crecimiento, se acentuaron y generalizaron los procesos inflacionarios, se agravaron los problemas del sector externo y su participación en el comercio exterior paso del 6% en 1970 a menos del 3% a mediados de 1980.

Todos estos regímenes fueron exitosos -terrorismo estatal mediante- en desmantelar la movilización social y política; pero fracasaron en la generación de un modelo económico eficiente y estable.

Como explica Manuel Garretón, el sueño de generar una sociedad alternativa en que mercado y coerción reemplazaran al Estado y la política, cedieron paso al mero desmantelamiento y desarticulación de la sociedad previa.

Aquella tarea quedó pendiente y, en tal caso, su resolución quedaría para ser provista dentro de los márgenes democráticos.

La novedad de la recuperación post dictatorial fue, entre otras, la renuncia a implementar reformas estructurales. A diferencia de las décadas anteriores, en los ‘80 la revolución se diluyó como posibilidad.

La democracia social devino en un elemento del pasado, una utopía desechable (si no desechada); y en cambio, se consolidó la noción clásica de democracia liberal representativa.

Aún así, como escribió Waldo Ansaldi,los latinoamericanos aprendimos dolorosamente, que la existencia o la ausencia de democracia política puede ser la diferencia entre la vida y la muerte.

Es por eso que nos sobran motivos para defender los atributos de un régimen de gobierno que se basa enelecciones competitivas, libres, igualitarias, decisivas e inclusivas.

También sobran motivos -y memoria- para saber que el mercado tiene razones que el corazón de la sociedad no resiste. Por eso cuando gobiernan sólo sus leyes, nuestra existencia corre peligro.

Hay recorrido suficiente para entender que, sin actores democráticos, la democracia es un problema. Que las burguesías latinoamericanas juegan siempre cartas tapadas y que si no ganan, entonces conspiran.

Por eso, nos sobran los motivos para reivindicar el ejercicio de la política y a sus protagonistas, porque cuando desaparecen los sindicatos, las asociaciones y los partidos políticos: el ciudadano aislado, virgen de ideologías, es material disponible para el trabajo precario y la sumisión del resignado

Por eso para decir adiós a los perpetradores del despojo y del olvido, nos sobran los motivos.