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En muchas civilizaciones ha existido el convencimiento de que los acontecimientos históricos transcurren en forma circular, repitiendo cíclicamente los mismos hechos. También se puede pensar, más acorde con la idea del progreso dominante en el pensamiento occidental a partir del Renacimiento, que en lugar de un círculo plano funciona como una espiral ascendente en un espacio tridimensional.
Lo cierto es que los hechos, con sus repeticiones en el tiempo, parecen avalar estas interpretaciones, aunque para nuestro escepticismo cultural resulte más fácil creer que, más que una ley de la evolución histórica, se trata de una falta de memoria colectiva y desconocimiento del pasado que lleva a los pueblos a repetir una y otra vez los mismos errores.
Por eso es bueno recordar las consecuencias que tuvieron en otros tiempos situaciones y acontecimientos similares a los actuales, e imaginar lo que ocurrirá en el futuro inmediato.
Por ejemplo, a mediados de los años ’70 se produjo para el mundo, y nuestro país en particular, un cambio en el pensamiento hegemónico con consecuencias en la sociedad, la economía y la política. Con la imposición del neoliberalismo se planteó la apertura hacia el mundo y al libre mercado, con desregulación, privatizaciones, fomento de la inversión externa y liberación financiera; fue prioritaria la lucha contra la inflación con la “tablita” de devaluaciones anunciadas de Martínez de Hoz. Las consecuencias fueron un aumento de la especulación financiera, fuga de capitales y un desmedido endeudamiento externo que terminó con una profunda crisis y con toda una década perdida (los años ’80) para pagar lo sucedido.
En los ’90 se volvió a lo mismo, esta vez con la convertibilidad en lugar de la “tablita”, pero con la misma política de liberación económica. El retiro del Estado y el dólar barato produjeron una avalancha de importaciones que generó la crisis de la industria y de las economías regionales, con desocupación y marginación social creciente. La experiencia se mantuvo diez años merced a un endeudamiento externo creciente hasta que la deuda, como una burbuja, en el año 2001 reventó. En el peor momento (2002) se llegó a una desocupación del 21,5 %, la pobreza alcanzó al 57,5 % de la población, y la indigencia al 27,5 %.
Conviene recordar que cuando el fracaso de esta política era evidente, los mismos que apoyaban y aplaudían llegaron a la conclusión que la culpa no era ni de la política económica aplicada ni de las ideas neoliberales, sino del país. Por ejemplo, el secretario del Tesoro de Estados Unidos, Paul O’Neill, dijo a la prensa que los argentinos no deberían pedir ayuda afuera ya que “han entrado y salido de distintas crisis desde hace setenta años. No tienen una sola industria de exportación que valga la pena mencionar. Y parece que les gusta. Nadie los obligó a ser lo que son”.
Rudiger Dornbusch, a quien todos los estudiantes de economía conocen por haber estudiado su manual de Macroeconomía, escribió en la misma sintonía, en el año 2001: “La verdad que Argentina está en bancarrota. Bancarrota económica, política y social. Sus instituciones son disfuncionales, su gobierno está desacreditado, su cohesión social colapsada. Habiendo caído tan profundamente no es una sorpresa que la reconstrucción, más que un rápido apoyo financiero, debe ser la respuesta. Argentina se parece a las economías europeas de los años 1920, no es un país con problemas de liquidez que necesite un año duro para pararse otra vez sobre sus pies, como Corea, México o Brasil… Dado que la política argentina se encuentra sobrecargada, deberá ceder temporalmente su soberanía sobre todos los tópicos financieros…”.
Y en marzo de 2002, el propio Dornbusch impulsó la creación de “una comisión de estabilización extranjera que conduzca el Banco Central” (lo que implica) que Argentina renuncia a la soberanía financiera y económica por unos años”. Junto con Ricardo Caballero (del MIT) propuso además un plan de apoyo financiero mundial “a condición de que Argentina acepte reformas radicales y control y supervisión extranjera del gasto fiscal, emisión de dinero y administración de impuestos”. Apoyó también, al igual que muchos desde dentro de nuestro país, un plan de dolarización en reemplazo de la moneda nacional. Está demás decir que todo esto implicaba la pérdida de la soberanía y de la dignidad nacional.
El gobierno provisional de Duhalde trató de renegociar con el FMI. En marzo de 2002 llegó la misión a cargo de Anoop Singh. Planteó sus exigencias: eliminación de la ley de subversión económica, eliminación de la suspensión por 180 días hábiles de concursos preventivos y ejecuciones prendarias o hipotecarias (aprobada en febrero de 2002), y eliminación de la reforma de la ley de quiebras (de enero de 2002) que evitaba que las empresas extranjeras se quedaran con las empresas deudoras. Se accedió a todos los reclamos y, con independencia de la mala situación financiera, se pagaron a los organismos internacionales durante ese año 4.500 millones de dólares. A pesar de ello, no se recibió ayuda alguna.
Para superar esa situación el nuevo gobierno debió romper con el FMI, negociar directamente con los acreedores la reestructuración de la deuda, y dejar de lado las recomendaciones neoliberales para, en cambio, fortalecer el Estado y su intervención en la economía, con protección a la industria y a la sociedad.
Pero desde diciembre del 2015 volvemos a la historia pasada, con las “metas de inflación” en lugar de la convertibilidad de Cavallo o la “tablita” de Martínez de Hoz, pero con la misma concepción de integración al mundo y de libre mercado.
Lamentablemente, la historia nos recuerda lo que es de esperar para el futuro próximo.
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