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A comienzos de la década del 80 los países del Cono Sur de América Latina recuperaban la democracia, por entonces uno de los principales desafíos era evitar la vuelta de los militares. Los golpes de Estado auspiciados por las oligarquías locales y los Estados Unidos, que habían sacudido a la región durante buena parte del siglo, formaban parte del Nunca Más que los pueblos levantaban como bandera.
Pasaron cuarenta años y los militares no volvieron, pero paradójicamente la democracia está lejos de fortalecerse. Aparecieron nuevas formas de “golpe”, de desestabilización institucional y de artilugios más o menos legales para poner entre las cuerdas a los gobiernos populares. Para hacer de América Latina una región donde se pueda discutir todo, menos la distribución de la riqueza y los principios rectores del neoliberalismo sintetizados en el Consenso de Washington.
A medida que los pueblos fueron avanzando en el anhelo de que la democracia no se agotara en la mera formalidad, en un modelo institucional reducido a elecciones periódicas, los poderes fácticos comenzaron a encontrar atajos dentro de la propia legalidad, intentando sortear la crisis de legitimidad a la que los conducían las dictaduras y los golpes “clásicos”.
Así, los tanques y generales de antaño empezaron a ser reemplazados por los medios de comunicación, el Parlamento y el Poder Judicial a la hora de desplazar gobiernos y presidentes “incómodos”.
La polarización y fragmentación de la sociedad fue convirtiéndose en la vía rápida para introducir la inestabilidad en el sistema democrático. Y la represión abierta e indiscriminada de las dictaduras de antaño se transformó en estigmatización y coerción focalizada.
El objetivo es que los gobiernos populares no puedan gobernar y la derecha sea una alternativa de poder con una mayor base social. Si bien con realidades singulares, este proceso se acentuó en buena parte de América Latina desde hace más de una década, con Argentina, Brasil, Perú, Bolivia, Ecuador y Venezuela como nombres propios.
Golpes blandos
Los denominados “golpes blandos” en América Latina tienen en el derrocamiento de Juan Manuel Zelaya, en junio de 2009, su primer experimento, que se repetirá con distintos matices con la destitución de Fernando Lugo en Paraguay en 2012, de Dilma Rousseff en Brasil en 2016 y de Evo Morales en Bolivia en noviembre del año pasado.
En esos casos se trató de gobiernos que no sintonizaban con las políticas de ajuste, especulación financiera y subordinación con Washington. Además, con matices y particularidades, buscaban ampliar los márgenes de autonomía nacional, mejorar la distribución del ingreso y apostar a la integración latinoamericana como herramienta política pero también económica.
Otro aspecto en común fue que el golpe tuvo un carácter “institucional” al ser motorizado por los respectivos parlamentos con apoyo de las Fuerzas Armadas, con excepción de Bolivia, donde la convalidación legislativa llegó después.
Además, el “golpe blando” tuvo como telón de fondo una fuerte polarización política expresada en una fractura social alentada por medios tradicionales y corporaciones de la comunicación, en un menú que incluyó movilizaciones callejeras, hechos de violencia y la utilización de los tribunales como herramienta de descrédito para asociar indiscriminadamente política con corrupción.
Este proceso de deterioro de la democracia y desprecio por la voluntad popular no se redujo a los casos mencionados, sino que se convirtió desde la primera década de este siglo en una constante en la región, constituyendo uno de los principales factores de inestabilidad política y económica.
Sin llegar a la destitución presidencial muchas de las características antes reseñadas también las padecieron Argentina, Ecuador y Venezuela durante los mandatos de Cristina Kirchner, Rafael Correa y Nicolás Maduro, respectivamente.
Dentro del mismo proceso habría que anotar la detención y proscripción de Lula en Brasil (que facilitó la emergencia y el posterior triunfo del ex militar Jair Bolsonaro) y el brutal asesinato de Marielle Franco, también en la principal economía latinoamericana.
Las consecuencias de la combinación entre “golpes blandos”, desestabilización y desprecio por la voluntad popular tiene también consecuencias socioeconómicas inocultables, como la catástrofe financiera y social provocada por el macrismo en la Argentina o la descapitalización y pérdida patrimonial del Estado brasileño desde el derrocamiento de Dilma.
Más maña que fuerza
Esta nueva “institucionalidad”, impulsada por actores políticos, mediáticos y económicos claramente identificables, amenaza con convertirse en una constante para toda América Latina. Es que el modelo de una democracia tutelada, con gobiernos inestables y presidentes bajo amenaza de no terminar el mandato, no afectó solo aquellos países con gobiernos progresistas. Perú es una muestra de ello.
En julio de 2016 asumió la presidencia Pedro Pablo Kuczynski, el último mandatario elegido por la ciudadanía. PPK debió renunciar menos de dos años después antes de ser destituido por el Congreso por “permanente incapacidad moral”.
Kuczynski fue reemplazado por su vicepresidente, Martín Vizcarra, quien sufrió la misma suerte que su antecesor después de ser acusado de corrupto. Los parlamentarios designaron en su lugar el 10 de noviembre pasado al titular del Congreso, Manuel Merino, quien duró en el cargo sólo cinco días, ya que debió dar un paso al costado en medio de protestas, represión y muertes que siguieron a su nombramiento. El pasado 16 el Parlamento designó como nuevo presidente a otro legislador, Francisco Sagasti.
El politólogo peruano Martín Tanaka sostiene que el fenómeno más impactante de su país es “el colapso del sistema de representaciones” y “el quiebre de los vínculos institucionales entre sociedad y política” que afectó “al sistema de partidos”.
La crisis de representatividad se salda así a través de la anti política, del espectáculo televisivo y de la utilización de los jueces y fiscales como alfiles de las luchas partidarias y no mediante la construcción de nuevas identidades, como sucediera con el surgimiento del Partido de los Trabajadores en Brasil y el kirchnerismo en la Argentina.
Hacia dónde vamos
La democracia, el respeto a la voluntad popular y la construcción de sociedades más justas y equitativas, que fueron el gran anhelo de América Latina durante todo el siglo XX, son puestas en cuestión por los poderes fácticos desde los albores del nuevo siglo.
A través de la utilización de artilugios cuasi legales o de herramientas constitucionales que fueron pensadas para situaciones de emergencia o de última instancia se desplaza a presidentes democráticamente elegidos o se busca encarcelar y/o proscribir a líderes políticos.
Los poderes Legislativo y Judicial, que son parte fundamental del andamiaje institucional y republicano, son puestos al servicio de la lucha de facciones. Se desvirtúa su rol constitucional, apostando a la división entre la sociedad y la actividad colectiva.
Se busca identificar así a la política, en tanto espacio de transformación de la realidad y constructora de consensos básicos, con una carga difícil de sobrellevar, un gasto inútil, un obstáculo para la realización individual y social. Si todo está mal siempre lo único que queda es resignarse a la inequidad, a la injusticia, al estatus quo.
Es por este camino que, en un mundo atravesado por la complejidad (desde las grandes asimetrías hasta la pandemia), la voluntad popular pasa a ser sumamente volátil. Lo que el pueblo vota hoy, el camino que elige puede “carecer de importancia” en tan solo unos meses, como dejan en evidencia los intentos desestabilizadores que vemos en nuestro país.
Una democracia débil, donde la polarización y la fragmentación crecen de la mano de la anti política, es presa fácil de los poderes fácticos. Esos que aggiornándose a los tiempos que corren aceptan que se vote cada cuatro años, siempre y cuando sean ellos los que decidan todos los días.
Para que la democracia no termine convirtiéndose en mera formalidad son los pueblos de nuestra América morena los que están llamados a ser protagonistas, tal como ocurrió en nuestra patria en 2019 y en Bolivia este año. Sólo la participación popular podrá alejar los golpes duros o blandos y hacer de la política esa herramienta que nos permita soñar, definitivamente, con un tiempo mejor. s
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