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18/11/2020

De Estados Unidos a la Argentina

Elecciones, hipocresía y doble discurso

Elecciones, hipocresía y doble discurso  | VA CON FIRMA. Un plus sobre la información.

El escándalo detrás de la elección presidencial norteamericana no sólo pone en duda el estatus de “democracia modelo” de la principal potencia mundial, sino que deja al descubierto la falsedad y la política de odio de medios, políticos y poderosos en la Argentina.

Sergio Fernández Novoa *

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El presidente-candidato denuncia fraude y tres de las cinco cadenas de televisión más importantes del país lo sacan del aire antes de que termine su discurso. A dos semanas de los comicios no se sabe quién ganó, al menos oficialmente. Una parte de la sociedad cree que las elecciones fueron limpias; la otra, tramposas ¿La Venezuela chavista? ¿La Argentina peronista? No señor, los Estados Unidos de América, donde poco queda de aquel ideal de democracia que soñaron sus fundadores. 

Los comicios del 3 de noviembre pasado tenían ingredientes inéditos, aumentando la expectativa que siempre genera la elección del presidente en la, hasta ahora, principal potencia económica y militar del planeta: una polarización pocas veces vista en los Estados Unidos; la posible reelección de Donald Trump, un conservador “antisistema”; y los efectos todavía visibles de una pandemia que ese mismo presidente subestimó, casi emulando el grito que se le atribuye a su ex socio nativo: ni barbijo ni cuarentena, que mueran los que tengan que morir. 

A esto hay que sumar las características propias del sistema electoral norteamericano, que numerosos analistas locales tacharían de poco democráticas (si se tratara de un país latinoamericano) y que hoy omiten sin ponerse colorados. La principal de ellas es que los ciudadanos no eligen al presidente de manera directa, sino que votan a los delegados que lo harán por ellos en el Colegio Electoral. 

A la elección indirecta hay que agregar que la cantidad de delegados cambia según cada Estado, que la variable para definirlos no es exclusivamente la demográfica. Este hecho vulnera, en principio, la igualdad del sufragio. Según el Estado o la ciudad donde uno viva, el voto puede valer más o menos. Por lo tanto, el candidato que más votos directos obtiene puede no resultar electo presidente. 

Esto ocurrió en 1876 con Rutheford B. Hayes, en 1888 con Benjamin Harrison, en 1934 con John Quincy Adams y en 2000 con George W. Bush. En 2016 Hillary Clinton obtuvo casi tres millones de votos más que Donald Trump, pero este fue electo presidente gracias a reunir 304 electores frente a los 227 de la candidata demócrata. La voluntad popular no parece ser un bien.

Para completar el cuadro hay que decir que la Corte Suprema juega un papel central. Algo que tampoco es nuevo. El antecedente todavía está fresco y el artilugio también, ya que es el que le permitió a George W. Bush, aquel del ALCA y de los devastadores bombardeos a Irak en 2003, ganar las presidenciales del 2000 al imponerse por 537 sufragios en Florida a su rival demócrata, Al Gore. Cuando la batalla judicial por el recuento de los votos llegó a la Corte esta detuvo el conteo y otorgó la presidencia “de facto” al candidato republicano. 

Judicializar las elecciones es parte del juego poco democrático que existe en Estados Unidos. Por estas horas, Trump busca evitar que Joe Biden llegue a la Casa Blanca el 20 de enero interponiendo recursos judiciales. 

El candidato republicano comenzó con esta estrategia cuando deslegitimó el voto por correo. Salió por los medios y las redes sociales a denunciar fraude. Recién empezado el escrutinio el presidente dijo que pediría a los tribunales interrumpir el conteo de votos argumentando irregularidades. Sin dar detalles ni presentar pruebas los republicanos sugerían que ocurrían “cosas” tan “tercermundistas” como la votación de los muertos o la manipulación de los casi más de 90 millones de votos que se emitieron por correo. 

Como si todo esto fuera poco hay que sumar la inexistencia de un organismo federal que anuncie el resultado final de la elección y, en consecuencia, quién sacó más votos. Así lo que se sabe hoy es que Biden obtuvo más delegados electorales que Trump (306 frente a 232 sobre 538 en juego). Sin embargo, estas no son más que proyecciones de los medios de comunicación sobre la información de cada estado. Es decir, no es información oficial.

Habrá que esperar al 8 de diciembre para saber cuántos electores suma cada candidato, ya que esa es la fecha en que las autoridades electorales de los 50 estados de la Unión deben entregar los resultados finales. El 14 de ese mismo mes se reunirá el Colegio Electoral y entonces sí se elegirá a la nueva administración. 

Eso sí: si nadie cambia su voto (algo muy poco probable) y si las legislaturas locales que responden a Trump en los distritos en que este perdió y reclama para sí no terminan convalidando el listado de delegados de la minoría (algo que no resulta tan descabellado según como están las cosas).

El sociólogo Silvio Waisbord, que vive y enseña en los Estados Unidos desde hace más de tres décadas, dijo esta semana en una entrevista que le hizo la Agencia Télam que el mito de los Estados Unidos como “modelo de democracia” fue creado por este país después de la Segunda Guerra Mundial y enumeró algunos de los “puntos ciegos” del sistema, varios de los cuales reseñamos anteriormente. 

Pero Waisbord advirtió también que más allá de cuál sea finalmente la suerte de Trump, el conservadurismo “antisistema” llegó para quedarse, con su “desconfianza hacia todo lo que tiene que ver con Washington, ‘establishment médico’ incluido”, y encarnando “ciertas corrientes del odio, como el racismo, la xenofobia y la misoginia”.

En definitiva, el proceso electivo demostró la decadencia en que entró ese país que transita por un escenario distópico que solo sirve para potenciar dudas, generar incertidumbre y otorgarles demasiado valor a los fundamentalismos. 

Lo que importa aquí, más allá de la percepción que los norteamericanos tengan de sí mismos, es como esa “democracia modelo” le sirve a la derecha argentina (y latinoamericana, de Vargas Llosa a Bolsonaro) para imponer las políticas neoliberales y horadar a los gobiernos populares. En ambos casos en nombre de valores y principios que, en definitiva, no se corresponden con lo que ocurre cuando llegan al gobierno. 

La invocación a la división de poderes, a los ideales republicanos, a la independencia y objetividad de los medios de comunicación, a la democracia participativa y al respeto a la voluntad popular se convierten en pura retórica cuando pasan del plano discursivo al ejercicio del poder. Entonces reina la hipocresía y el doble discurso.

Si las elecciones presidenciales en los Estados Unidos algo hablan de nosotros es lo que dicen de la derecha política, de los medios hegemónicos y de los poderes fácticos en la Argentina. Por “la mitad” de lo que estamos viendo en la “gran democracia del Norte” esos mismos sectores pusieron en duda, de manera directa o indirecta, la legitimidad de casi todos los triunfos electores del peronismo de 2003 a la fecha.

Lo mismo hicieron con todos y cada uno de los gobiernos populares que hubo en la región en las últimas décadas: de Hugo Chávez a Evo Morales. 

Si se raspa un poco, y aquí tal vez haya otra coincidencia con lo que sucede en los Estados Unidos, lo que queda es el discurso del odio y la construcción de poder en base a la estigmatización, el prejuicio y el miedo a las clases populares. De todo esto, aún a la distancia y en la periferia, también se aprende. 



(*) Periodista. Ex Vicepresidente de Télam y ex presidente del Consejo Mundial de Agencias de Noticias y de la Unión Latinoamericana de Agencias de Noticias.
29/07/2016

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