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15/11/2020

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Escribidores: jubilación y oficio

Escribidores: jubilación y oficio | VA CON FIRMA. Un plus sobre la información.

La Unión de Escritoras y Escritores de la Argentina impulsa un proyecto de jubilación para el sector que incluye a traductores. Junto con la creación del Instituto del Libro, iniciaron una campaña con el lema #LEYDELLIBROYA. Quieren que se trate en el Congreso el año próximo

Gerardo Burton

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Uno

Un poeta recordaba que Mujica Láinez solía decir que la mejor escuela de un escritor es el periodismo, aunque también, advertía, puede ser su tumba, por lo que sería importante retirarse a tiempo. Ya desde mitad del siglo XIX, la forja del escritor profesional estuvo en las redacciones de diarios y revistas: Poe con sus proyectos periodísticos y Baudelaire con sus críticas de arte lograban una cierta plusvalía que les permitía escribir. Sarmiento se construyó como escritor a partir del periodismo, y le sirvió para alimentarse como político. José Martí hizo lo mismo, y cuando Rubén Darío salió de Nicaragua en 1886, desembarcó en Valparaíso y entregó cartas de recomendación para trabajar como periodista en un diario local. En 1894, en Buenos Aires, dejó un cargo diplomático y se dedicó al periodismo que, durante muchos años fue su principal fuente de ingresos. 

La lista de escritores que adoptaron el periodismo como oficio o profesión no termina. Quizás por eso, el periodismo es también un género literario y el periodista es el escritor de una curiosa y escondida ficción. Por ejemplo, ¿dónde termina la crónica periodística y dónde empieza la ficción en la obra 300 millones de Roberto Arlt?

El crítico Jorge Rivera estudió la interacción entre cine y literatura, una relación que en la Argentina comenzó en los primeros años del siglo pasado. Ya hacia los años cincuenta y en la mejor época del cine nacional, nadie se sorprendía de la participación de Ulyses Petit de Murat o de Homero Manzi en la redacción de los guiones cinematográficos de las películas más exitosas. Bioy Casares relató que, casi contemporáneamente, él y Borges redactaban los textos publicitarios para los productos lácteos de un establecimiento familiar muy conocido entonces, La Martona.  

La historieta es otro ejemplo: está ese novelista disfrazado que se llamaba Héctor Germán Oesterheld. Oesterheld incorporó a la narrativa recursos y estrategias que abrieron el género en una doble dirección: el campo popular más amplio y la comprensión ideológica más completa. Revisión de la historia, por ejemplo, con una narrativa que encandila y extenúa por su fuerza y su ritmo. El historietista, entonces, también es un escritor.

En Buenos Aires fue famoso el taller literario del poeta Mario Morales, que orientó a colegas más jóvenes y alentó la creación de movimientos literarios en la segunda mitad del siglo pasado. Con el tiempo, estos talleres combinaron muchas veces la formalidad de los estudios y el rigor de la creación con la informalidad laboral y en esto, Neuquén no es una excepción. La pandemia sí lo es.

Los oficios que rodean la producción editorial –corrección, diseño, crítica de estilo- están próximos a la labor de escritoras y escritores: cuando ocurre un ciclo de florecimiento de la industria, es otra fuente de trabajo que sirve para vivir y sostener la escritura.

Entonces: periodista; guionista cinematográfico o de historietas; corrector de libros; coordinador de talleres literarios. Ocupaciones que, salvo la primera –y no tanto-, revisten la informalidad laboral: no hay aportes patronales ni jubilatorios, no hay cobertura asistencial, no hay estabilidad para el escritor o la escritora, a menos que se la procuren por sí. 

La cuestión es, pues, qué ocurre con quienes hacen de la escritura su oficio, su profesión, y se desempeñan en un contexto laboral de total precariedad. Una alternativa compartida por escritores con artistas de otras disciplinas es la docencia en el sistema formal. Eso ocurre mayoritariamente en las provincias patagónicas.

Dos

Poco antes del colapso social y político de 2001, y ante la retirada de la defensa gremial de los escritores por parte de su organización tradicional, la SADE, un grupo de autores decidió buscar acuerdos de cobertura asistencial con obras sociales de sindicatos afines. En principio, los beneficios serían para quienes no tuvieran ni trabajo estable ni afiliación a programas de atención médica. De esta iniciativa, surgió, hacia 2000, la creación de una nueva entidad sindical, la Sociedad de Escritoras y Escritores de la Argentina, SEA, que lideró como presidente por dos períodos consecutivos el poeta Víctor Redondo, a quien acompañaron ochenta adherentes de todo el país. De Patagonia figuraban Irma Cuña, Graciela Cros, Cristina Ramos, Pablo Betesh, Raúl Mansilla, Oscar Castelo, Raúl Artola, Alberto Fritz, Laura Calvo, Andrés Cursaro y Luisa Peluffo, entre otros.

Ya en este siglo, con un proyecto del editor y librero Elvio Vitali y el apoyo de la SEA, la legislatura de la ciudad de Buenos Aires sancionó en 2009 una ley de pensión del escritor que se concede con carácter vitalicio a beneficiarios sin aportes jubilatorios. La pensión consiste en un subsidio mensual y vitalicio cuyo monto equivale al del ingreso básico del personal del gobierno de la Ciudad; es para mayores de 60 años nativos o residentes por quince años o más en la ciudad; haber publicado al menos cinco libros a través de editoriales y no cobrar otra jubilación. En enero de 2010 los primeros beneficiarios fueron Álvaro Abós, Horacio Clemente, Bernardo Kleiner, Alberto Laiseca (1941-2016), Diego Mare y María del Carmen Suárez.

Sin embargo, no es infrecuente que se produzcan demoras u obstáculos administrativos para su percepción. Por caso, el fallecido poeta Victorio Veronese refería las dificultades que había en marzo de cada año para comenzar a hacer efectiva la pensión.

Pese a los intentos por nacionalizar esa norma, en el Congreso no hubo tratamiento favorable. Si bien algunas provincias cuentan con leyes similares –Chaco, Entre Ríos, Salta, Misiones-, en la Patagonia no hay legislación al respecto.

Actualmente, la Unión de Escritoras y Escritores de la Argentina, impulsa un proyecto de ley de jubilación para el sector con una novedad importante: incluye a traductores. Este proyecto, junto con la creación del Instituto del Libro, son dos reivindicaciones que integran la campaña iniciada hace unos meses en todo el país con el lema #LEYDELLIBROYA y que durante noviembre se intensificará para lograr que se incorporen a la agenda legislativa del año próximo.

El proyecto de la Unión tiene coincidencias con la pensión porteña. En efecto, los requisitos son: ser mayores de 60 años, tener un desempeño mínimo de 15 años en la profesión –escritor o traductor-; publicaciones –cinco obras propias o diez en colaboración si son autores o quince y veinte respectivamente para traductores-. La incorporación al beneficio será determinada por un consejo asesor integrado por representantes del Ejecutivo y de asociaciones de escritores y traductores.

Tres

¿De qué viven quienes escriben?, preguntan a quien se dedica a la escritura. ¡Qué bueno!, y… ¿cuándo publicás un libro? suele decirse al recibir un libro de poesía. ¿Cómo sobrevivir entre la escritura y la mantención entonces?

Escribir artículos no reporta honorarios, es algo que no se regula y menos todavía en tiempos donde pululan sitios web donde publicar pero que no procuran la mínima renta. Los libros, salvo la escritura en sí, tienen su valor atado al dólar –cuándo no- y la mayoría de los insumos y las etapas del proceso de edición también.

Quien escribe utiliza la plusvalía obtenida con otro trabajo relacionado o no con la escritura. Otro tanto ocurre con las demás artes a menos, por supuesto, que la fama lo haya tocado. Como entre los futbolistas: hay estrellas y el resto son apenas un dato menor en las antologías o en los clubes de barrio. La mayoría de poetas y narradores pagan sus ediciones o parte de ellas. Y, por supuesto, no perciben derechos de autor cuando las venden; a lo sumo recuperan la inversión.

La situación ideal es que haya editores interesados en determinada obra, que se firmen contratos de edición y que se paguen derechos por la venta de los libros. El 10 por ciento de cada ejemplar vendido, y que la inflación se apiade. ¿Ideal? ¿De qué viven, entonces?

Son maestros, profesores, periodistas, talleristas o, mejor todavía, abogados, médicos, contadores. O herederos de alguna fortuna. Muy pocos acceden en plena edad productiva a la máxima de Virginia Woolf. Un cuarto propio y 500 libras al año llegan, si es que lo hacen, cuando la mayor parte de la obra ya está escrita y circulando, y tiene suerte de estar vivo. Si no, que le pregunten a Raymond Carver. O al ya citado Roberto Arlt.

Un original para publicar tiene sus peculiaridades: no es único como la obra de arte ni se puede multiplicar geométricamente y comercializarse en forma física o por el aire de radios y televisión como las canciones. Es un único original que el autor o la autora entregan al editor y allí comienza un proceso al que se asoma como mero testigo. Sobre esa materia prima se fundamenta la industria. Pocas veces el autor incide más que en el arte de tapa o en la tipografía del interior. Quizás en el texto de contratapa y de solapa. 

Las editoriales son empresas con diferentes escalas. Están las que dominan el mercado, generalmente transnacionalizadas, con catálogos de nivel internacional y autores y autoras que funcionan como una marca. Sus planes editoriales anuales constituyen un canon decidido por las ventas en igual medida que por la calidad. Luego, un amplio sector de sellos independientes que responden a intereses no vinculados estrictamente con la mercadotecnia. Son los que publican poesía, novelistas y cuentistas jóvenes o recién iniciados, ensayos académicos, investigaciones periodísticas alternativas. Muchas veces funcionan como ensayo para sus autores, que luego reformulan las ediciones o se insertan en los planes de las firmas más predominantes.

La escritura seguirá, porque el deseo de escribir no depende sólo de las condiciones socioeconómicas externas. Sin embargo, sería oportuno que hubiese programas estatales de fomento a la creación literaria al estilo de los centros de alto rendimiento, que se formen novelistas, poetas, dramaturgos. Que un original pase por análisis, evaluaciones, juicios críticos y luego tenga un apoyo institucional para ser publicado y distribuido. Como en Cuba, por ejemplo. Los mecenazgos empresarios disimulados en concursos abiertos con promesas de publicación son bienvenidos, pero eso no implica una política de Estado ni una tendencia social. A lo sumo, un beneficio fiscal para el mecenas contemporáneo.

También se puede estar afuera de la industria: hay una red alternativa de editoras artesanales cuyos catálogos, sumados, dan un universo en expansión de autores y autoras que logran completar una vuelta que comienza en ellos, sigue con la publicación y concluye en el lector y regresa. 

En la Patagonia, la producción literaria se canaliza a través de tres andariveles, fundamentalmente: un importante número de firmas pertenecientes al sector independiente; el circuito constituido por estos sellos alternativos y editoriales estatales –hay una por provincia-.  

¿Y con la pandemia? Bien, gracias. Como con todo, las inequidades preexistentes se agudizaron, aunque del otro lado hubo numerosas y conmovedoras acciones de solidaridad. Y, si es cierto que nadie se salva solo, aquí se quieren salvar sin compañía quienes quieren volver a lo mismo de antes y conservan la sartén por el mango. O por el mando.

29/07/2016

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