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Molesta. Urticante. Sagaz. Decidida. Pícara. Altiva. Irreverente. Pensadora. Sospechosa. Andariega. Estratega. Estudiosa. Generosa. Docente. Pedagoga. Investigadora. Sindicalista. Amiga. Compañera.
Difícil describir a una amiga como lo fue (¿es?) Graciela Alonso. Difícil describir esa relación de amistad política que a(r)mamos durante 19 años, la que rebalsa de anécdotas desopilantes y de un interés constante por pensar más y más todo nuestro hacer activista. Con Graciela entablé el vínculo político-afectivo más profundo y largo de mi existencia. La extrañé este 9M en que las calles de Neuquén se vieron colmadas de verde y violeta bajo la convicción agitada que la deuda es con nosotras y nosotres. La extrañé y me apenó que no pudiera disfrutar de esa tarde colectiva maravillosa. Es real que anduvo revoloteándonos por allí. Que su existencia se sintió y se sentirá. La sentimos hondo. Sentir la presencia y extrañar la presencia. Extrañarla también por esos fugaces y potentes momentos de complot que nos permitimos tantas veces en las acciones callejeras, ¡cómo nos divertimos riéndonos a carcajadas después de ciertas andanzas!
La conocí cuando cursé el Profesorado en Ciencias de la Educación en la Facultad con sede en Cipolletti. Fue poco antes de iniciar el siglo XXI. O en los últimos años del siglo XX. Lo escribo así para dar cuenta de cierta temporalidad. Un tiempo donde nombrarse feminista era motivo de acusaciones varias y de pérdidas de amistades y de relaciones también.
La primera cátedra que cursé con ella fue Metodología de la Investigación Educativa. Por entonces trabajaba con el compañero antropólogo Raúl Díaz. Una dupla exquisita si lo que querías era interrogarte e interrogar. Leí en sus clases los primeros textos sobre ciencia y feminismo.
Con Graciela aprendí a estudiar pedagogía, a interesarme por la pedagogía feminista e intercultural. Aprendí que en estos temas mucho teníamos que ensayar para desempolvar nuestras mentalidades tan colonizadas. Me invitó a pensar sobre las enormes posibilidades que nos daba el trabajo con el conocimiento y cómo esa experiencia podía provocar brincos y más brincos libertarios. Fue una formadora aguda y persistente.
Con ella aprendí también a investigar. Me apasioné por investigar. Aprendí a escuchar esa multiplicidad de sentidos que encarnan(mos) las personas. Es que a poco de andar por la facultad me invitó a integrar como estudiante un proyecto de investigación. No abundaba esa práctica en esos tiempos. Antes, en octubre de 1999, nos encontramos en el mismo taller: Mujeres y Feminismo, del por entonces Encuentro Nacional de Mujeres realizado en la ciudad de Bariloche y del que participamos unas 5000 mujeres y lesbianas (las travestis aún tenían vergonzosamente vedado el acceso). Se me ocurre que fue allí donde dijimos, junto a Val Flores, con “esta profe tenemos que hacer algo”. Vino después el interés por una colectiva feminista y el surgimiento de La Revuelta, que no por casualidad presentamos públicamente un 8 de marzo de 2001.
Desde entonces y hasta acá nuestras vidas andarían muy cerca. Fuimos testigas, silenciosas unas veces, ruidosas otras, de nuestras existencias. Nos encontramos en unas preocupaciones y nos desencontramos en otras, y en esos desencuentros de todas maneras nos sostuvimos, diría que hasta nos alentamos a explorarlos. Quizás, parte de lo adorable de nuestra relación fue la agencia propia que cada una tuvo. El cuarto propio y autónomo que construimos sabiéndonos juntas. Nos gustaba pensar juntas, de eso no tengo dudas. Tomamos -algunas veces- decisiones difíciles y hasta dolorosas que fueron posibles por la confianza y las autorizaciones que nos generamos una para con la otra.
La politización de nuestra relación estuvo directamente ligada a la politización de nuestras vidas.
Por el devenir del texto que me fue saliendo escribir sé que el párrafo que sigue parece un paréntesis forzado, me tomo ese permiso, necesito hacerlo para intentar ser justa con ella y su andar. Llevó a la Universidad Nacional del Comahue y a ADUNC temas incómodos y necesarios, justamente por la incomodidad que provocan. Su paso por el Consejo Superior de la UNCo se hizo sentir. Fue una incitadora. Actuó toda vez que fue posible con la convicción negociadora en beneficio de la educación pública, feminista, antidiscriminatoria, no sexista, no heterosexista, no racista. Ayudó a crear en este terreno nuevas promesas de destino en los que los horizontes se amplificaran.
Mi memoria y experiencia vital me conectan con Graciela especialmente en estas semanas, por lo reciente de su muerte y porque durante casi casi dos décadas, cada 8 de marzo estuvimos “en algo” que juntas. Me sobra tristeza feminista desde que supe que su muerte era inevitable (la tristeza también es feminista, escribió Nayla Vacarezza en un posteo, y la mía pendula entre la rabia, el dolor y el amor que le tengo).
Me faltan palabras y me atraganto también.
¡Hasta la revuelta feminista siempre querida Gra!
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