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El ómnibus ya ingresó en el Valle: los espinillos, las jarillas a los costados de la ruta, algunas vacas, menos ovejas. Las flores blancas de los perales ocupan cada vez más el rectángulo de las ventanillas. El libro es Hablados por la poesía, que reproduce una serie de conversaciones de Osvaldo Aguirre con poetas argentinos que publicó, en segunda edición, Espacio Hudson en 2017. El santafesino Hugo Gola recuerda allí, ante una pregunta de Aguirre, cuando señaló que Juan L. Ortiz era fundador de una tradición.
Gola dice que Ortiz logró un tono que no existía en la poesía argentina y explica: Ezra Pound consideraba que la tradición “no significa ataduras que nos liguen al pasado: es algo bello que nosotros conservamos”, es decir, “es un conjunto móvil... una suma de momentos, muchas veces contrapuestos, que constantemente es alterado con una nueva obra que aparece”. La ruptura con esas ataduras implica una especie de desvío, de no cumplimiento de pactos supuestamente establecidos. Es la salida del laberinto del sentido común. No hay la “actitud sumisa” de los tradicionalistas; al contrario, Pound expresa su “hacerlo nuevo”, y así rompe el sitio al cual una determinada poesía, una obra específica, son confinadas. Es posible, entonces, fundar una tradición cuando se somete al pasado a una revisión crítica que ayuda a extraer aquello que ayude a la renovación constante, a ese “hacerlo nuevo”.
Tching rezó en la montaña
y escribió HACEDLO NUEVO
en su bañadera
Día con día hacedlo nuevo
cortad la maleza
amontonad los leños
mantenedlo en crecimiento(Cantar LIII, en Cantares de Ezra Pound, trad. Javier Vázquez Amaral)
Dos que no van -no fueron, no irán- en la dirección que el sentido común literario les indica porque precisamente fundan una nueva tradición son Irma Cuña y Macky Corbalán. Podrían haber sido, tranquilamente y sin estridencias, una, la Orozco patagónica y la Pizarnik neuquina la otra. Ninguna quiso ese lugar cómodo y a la vez subalternizado que les asignaba el consenso socioliterario; a su manera traicionaron y a su manera tradicionaron. Allí donde no existía una voz, gritaron; donde no había una cadencia, la cantaron; donde el concepto no estaba, lo alumbraron; donde la poesía no se hablaba, fueron habladas. Torcieron el rumbo: bifurcaron, trifurcaron el camino, y no dejan de hacerlo. Y más: se levantaron contra el canon que se imponía en Patagonia, que las obligaba a una determinada ubicación en el diccionario de la literatura y que pendulaba en el agotador circuito viajeros-regionalistas-pioneros-indigenistas y retorno. Ésa fue la primera fundación: escindir la poesía de la literatura, dejar la literatura para hacer que la poesía crezca y hable por sí y desde sí, a pesar del lenguaje y los oropeles del poder.
Irma Cuña regresó a Neuquén a comienzos de la década de 1990 con la mayor parte de su obra crítica y su poesía publicadas. En su ciudad natal, a la que decía haber vuelto como a la “querencia”, para diferenciarse de lo regional que le pesaba como lastre y, de paso, rendir su homenaje a Hernández -todos somos Martín Fierro, podía haber dicho-, Cuña hizo una torsión. Sacudió el polvo de sus sandalias -con un guiño afirmaba que temía ser recordada por “Neuquina” sólo en actos escolares- y al poco tiempo reencontró el manuscrito de “El príncipe”, un largo poema olvidado entre sus carpetas y cajas archivo. Ese poema fue la ruptura con su obra anterior: se despojó del paisaje patagónico, abandonó las introspecciones neorrománticas y se sumergió en el cenote de la poesía americana de raíz indígena. De ese lugar tomó impulso para enhebrar el pensamiento utópico latinoamericano, que fue una de sus últimas y más pertinaces búsquedas junto con esos poemas pequeños, como destellos de eternidad que componía hacia el final: contemplación de su vida pero también contemplación del Otro, de ese Otro inefable, ante el cual sólo el balbuceo cabe. ¿Qué dirán sus cenizas hoy en la barda, qué caricia en el viento habrá en este septiembre que la recuerda?
Como se arma
un ramo
de flores variadas
este día es múltiple.
Alguien muy amado
y muy humano
te volvió invisible
te cerró la puerta.
Otros
apenas te ven.
Y Tú, mi dios,
nuestro Dios
siempre estás a la luz
y a la penumbra.
Aún en la oscuridad,
estás.
Arrópame de Ti,
que afuera hiela
y las flores del ramo
están dispersas
y la dura pelea
no es posible.
Sólo esta
eternidad
de Tu presencia.(12 de septiembre de 1999, en estar en Ti, salmos en Neuquén, arteletra, 2001)
Macky Corbalán, nacida Miryam Adriana Corbalán en Cutral Co, también Mac y hacia el final macky poeta, hace un camino de despojo. Llega a abolir la autoría porque “la poesía me dice, soy dicha por la poesía”. Pararse en ese lugar le permite llegar a una radicalidad poética que la habilita a “negar la matriz unificadora del pensamiento”, a luchar “contra el lomo duro del poder y sus disfraces”, a recuperar la abyección en la poesía para estar “siempre en los límites de lo pensable, de lo legible, porque la poesía es el fuera del lenguaje en el lenguaje”
Y, para demostración, una especie de arte poética -y arte existencial- de su primer libro:
desviada
desviada
sigo
por el camino correcto(Vasca, en La pasajera de arena, 1992)
Ese desvío no es casual: es el camino emprendido, la primera gran bifurcación, una expresión que parece extraída del I Ching. Y luego fue siempre así, porque si para ella la poesía abyecta “es el movimiento funambulesco del cuerpo en el cuerpo del poema”, y se abriga en las circulaciones mínimas, en los viajes que construyen puentes, en la memoria entre generaciones y las raíces que como rizomas se multiplican a lo ancho del territorio patagónico, al sur y tras las fronteras de cualquier centro de prestigio académico. El punto más alto de su desafío será en Buenos Aires, cuando, invitada a conferenciar sobre las diversidades y las canonjías, proclame su absoluta radicalidad: chupame el canon, dirá, en una operación que propone la pelea en territorio propio como matrera que es, y con las reglas que impone la pendencia del grito. La poesía deja de ser, así, el “lujo cultural de los neutrales” y se convierte en un acto profundamente político, revulsivo y rupturista de las buenas conciencias. No se rinde ante el poder, todo lo hace nuevo, y esa es su tra(d)ición.
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