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Columnistas
10/03/2018

Ciudadela de monjas

Ciudadela de monjas | VA CON FIRMA. Un plus sobre la información.

El convento es una verdadera ciudadela edificada sobre cuatro solares que en el mapa abarcan la superficie de dos manzanas o más. Allí hay una iglesia construida en sillar, la piedra volcánica de Arequipa; claustros para las monjas, celdas, calles, huertas, cementerio, lavandería...

Gerardo Burton

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La mansión está en la intersección de las calles de La Merced y Palacio Viejo. Dicen que su construcción fue aprobada por Francisco Pizarro, después de su traición y antes de que lo traicionaran. Los sismos no lograron borrarla de la superficie terrestre, pero tuvo que ser reconstruida varias veces hasta que, entrado en siglo XIX el obispo Goyeneche le encargó al arquitecto de la Catedral de Lima su restauración definitiva. El prelado y su familia ostentaban tanto poder que el pórtico y el zaguán tienen la “altura necesaria para que pudiera entrar sin desmontar un caballero armado con lanza francesa erguida”, según se prescribía entonces para la nobleza. 

Ante una pregunta, la guía explica que la buhardilla ubicada sobre el pórtico era la habitación del esclavo Ótero (así, esdrújulo). La función de este hombre era atender los aldabonazos en la puerta, bajar a la carrera la escalera metálica y abrir cuanto antes para que los nobles invitados esperaran lo menos posible. Como ocurre con tantos edificios en Arequipa -o con toda la Arequipa declarada patrimonio de la humanidad-, el palacio es propiedad de un banco: en este caso, el Central de Reserva del Perú. Otros pertenecen al Scotiabank, al BBVA, al Citibank. Compiten con Telefónica u otra corporación. Las finanzas y las comunicaciones tomaron o heredaron el mundo y con él, los palacios donde siglos anteriores se ejercía el poder omnímodo: ya no más la Iglesia o las milicias extranjeras enviadas por algún monarca: ahora los conquistadores diseminan cajeros automáticos o teléfonos móviles y todos contentos.

La Merced cambia de nombre al atravesar la Plaza de Armas: ahora se llama Santa Catalina. A escasas cinco cuadras del Palacio Goyeneche está el monasterio dedicado a la santa de Siena, que fundó María de Guzmán. Era una rica aristócrata que al enviudar muy joven decidió consagrar su vida a la oración y a la contemplación a través de la Regla de san Agustín y de la Constitución de santo Domingo. El monasterio de Santa Catalina fue de severa clausura; pero hacia el siglo XVII sus costumbres se habían relajado y solamente volvió a la piedad gracias a la monja Ana de Monteagudo, beatificada por Juan Pablo II en 1985 gracias a una combinación de milagros y ascesis.

Esto que llaman don de profecía, segunda vista o facultad de leer en el porvenir, es tema largamente explotado por los que borroneamos papel. Raro es el pueblo del Perú que no haya poseído profetas y profetisas, santos los menos y embaucadores y milagreros los más. La Inquisición tuvo en muchos casos, como en los de Ángela Carranza y la madre San Diego, que gastar su latín para sacar en claro lo que había de inspiración y favor celeste en ciertos facedores de milagros o pronosticadores de dichas y desventuras.

En el monasterio de Santa Catalina de Arequipa había, allá por el siglo XVII, una monja conocida por la madre Ana de los Ángeles Monteagudo, de la cual refieren sus paisanos maravillas tales que la hacen acreedora a que Roma la canonice y coloque en los altares.

Leyendo la vida del trinitario fray Juan de Almoguera y Ramírez, obispo que fue de Arequipa, encuentro que el reverendísimo en Cristo fue para la santa monja un venero de profecías, algunas de las cuales antójaseme hoy desempolvar para solaz de la gente descreída que pulula en la generación a que pertenezco. (de “El obispo del libro y la madre Monteagudo”, en Tradiciones peruanas, de Ricardo Palma)

En realidad, el convento es una verdadera ciudadela edificada sobre cuatro solares que en el mapa abarcan la superficie de dos manzanas o más. Allí hay una iglesia construida en sillar, la piedra volcánica de Arequipa; claustros para las monjas -de las Novicias, de los Naranjos-, celdas, calles, huertas, cementerio, lavandería. En las paredes internas de las galerías hay pinturas que relatan hechos bíblicos, conversiones de santos, perjurios y blasfemias con explicaciones que no admiten dudas. También hay una pinacoteca y un café. El color lacre predomina en los muros y las calles internas con nombres de ciudades españolas -Toledo, Sevilla-. La plaza Zocodober tiene fuente de reminiscencias árabes en medio. Las paredes carecen de relieve salvo por algunas hornacinas puestas para la oración de quien ande por esos pasillos. En el momento de la virtual intervención de Ana de Monteagudo, en el monasterio vivían alrededor de 300 personas de las cuales sólo 97 eran monjas: la mayoría, unas 140, eran mucamas o criadas personales de las de mayor fortuna. También había algunas huérfanas y viudas que habían optado por la “fuga del mundo” y gracias a su riqueza podían alojarse allí. Según el aporte, las celdas estaban acompañadas por dependencias de mayor o menor categoría: dormitorio para la o las criadas, baño privado o compartido, cocina propia con despensa o no. Algunas viudas vivían allí con sus hijas. En todos los casos, la permanencia en el claustro era onerosa: por ejemplo, las novicias, cuya formación duraba un año, debían llevar un ajuar de 25 artículos, pagaban 100 pesos de plata para su alimentación y tenían que ofrecer una dote, que se pagaba al monasterio cuando profesaban los votos perpetuos.

Las pinturas y demás obras que se exhiben aquí repiten lo que ocurre en casi todo el arte previo al siglo XIX: en su mayoría son anónimas, como anónimos son las que moraban este monasterio y no tenían el nombre de monjas o de hidalgos. Perú tiene dos santos criollos: Rosa de Lima y Martín de Porres y acá sobresalen la fundadora del convento y la beata. El barroco continúa aquí las enseñanzas de la escuela cuzqueña, presente en las pinceladas de un tal Pinto, maestro de los artistas que llegaron también al norte argentino en el mismo siglo por oleadas. El barroco está sobre todo en el zaguán, donde reposan los carruajes de las procesiones con imágenes de tamaño natural de un Nazareno flagelado vestido en terciopelo morado con bordados en hilos de oro. Y las vírgenes y santos que custodian y acompañan la piedad de la Semana Santa, la gloria de la Resurrección. Nada es totalmente alegre porque la felicidad no es completa si no se atraviesan las aguas del sufrimiento. Para eso es la vida, dice el barroco, para recordar que es un pasaje por un lugar difícil, espinoso. Nada de jolgorio renacentista y de hombre en el centro del mundo. Para recordar que la vida es dura y trágica están los cacharros, los utensilios de cocina, las herramientas tiznadas, oxidadas, sin lustre y dispuestas en paredes, estanterías o pequeñas habitaciones que no cuentan quiénes las usaron, ni quién los obligó a hacerlo, pero conservan sus rastros. Esos objetos sucios, abollados, sin filo o deteriorados recuerdan las manos que los usaron, como las cocinas y los hogares guardan las cenizas y el hollín de los fuegos que fueron. Son huellas de la otra cara del poder, de la otra cara del dominio, de la otra cara de la explotación y del sometimiento.

29/07/2016

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