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13/01/2018

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Mensajes en Miraflores

Mensajes en Miraflores | VA CON FIRMA. Un plus sobre la información.

Cuenta el Inca Garcilaso que cuando los incas iban a Cuzco a pagar los tributos a los nuevos jefes llegados de Europa, disponían los cordeles coloreados y sobre ellos escribían los números, ayudados por los nudos.

Gerardo Burton

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Un edificio blanco y gris con tramos de negro espera en la calle Retiro al 100 en el barrio Miraflores de Lima. Está en las antípodas de los habituales museos de Perú: nada de la colonia ni del pasado incaico, y menos del barroco católico, convocan desde sus muros. Es como un templo budista: líneas limpias, con hieráticas plantas que decoran apenas los ambientes. No parece Perú, aunque el Japón esté siempre presente, de una u otra manera, en la historia cotidiana de este país.

Afuera todavía es primavera, apenas comenzó noviembre y Esperanza Reyes y Jaime Guerra nos guían hacia el museo: es una muestra de textiles y cerámicos de la época inca y anteriores, recopilados por un empresario japonés radicado definitivamente en Perú en los años cincuenta. Ella leyó el anuncio en El Comercio esta mañana y propuso la visita.

El interior es fresco y penumbroso, los tejidos están exhibidos en cajas colgadas en las paredes, muchos están guardados en cajones estrechos que el guía abre para apreciar la labor, propia de un orfebre de las lanas y los hilos. En un sitio de privilegio hay unos quipus, ese dispositivo con hilos, nudos y colores que sirvió para administrar el Tahuantinsuyo, ese imperio que se dividía en cuatro regiones: el Chinchasuyo al noroeste; el Antisuyo en los valles subtropicales y parte de la selva amazónica; el Contisuyo al sudoeste, que llegaba hasta el Maule en la actual Chile y el Collasuyo, que abarcaba Bolivia hasta el Tucumán argentino. Se calcula que al llegar los españoles en el siglo XVI lo habitaban 14 millones de personas, y dos siglos después sobrevivía sólo un millón y medio.

Como en las frutas y en las flores, lo primero que atrae de los quipus es su estética: la disposición de los cordones a partir del cordón principal; los nudos dispuestos como notas musicales en un pentagrama apócrifo; los colores que siempre remiten a objetos de la naturaleza: piedras, metales, hojas, ramas, cortezas, huesos, dientes y sangre, mucha sangre. Ahí hay un mensaje, un texto que no es leído con los idiomas predominantes y que excede la estadística imperial.

Cuenta el Inca Garcilaso que cuando los incas iban a Cuzco a pagar los tributos a los nuevos jefes llegados de Europa, disponían los cordeles coloreados y sobre ellos escribían los números, ayudados por los nudos. Los cordeles eran ordenados, amarrados y suspendidos a lo largo de una cuerda principal. Éste es el primer escrito que menciona a los quipus. También refiere que muchos fueron incinerados por Atahualpa cuando venció a su hermano Huáscar y que el virrey Toledo, en su intento por eliminar la cultura inca, ordenó su destrucción. Quedaron unos seiscientos, descubiertos en las tumbas y sitios funerarios, ya que acompañaban a los muertos importantes.

El museo

https://www.google.com/culturalinstitute/beta/partner/museo-textil-precolombino-amano

Pero ¿qué dicen estos textos no escritos? ¿Qué dicen los hilos coloreados, sus nudos, su disposición, su color? ¿Son las cuentas del imperio o algo más? ¿Son el registro de actividades, la estadística de la producción y de la economía? ¿La vida cotidiana en el Tahuantisuyo o su historia? ¿Hay algo más? Un nudo -justamente ése es el significado de quipu en castellano- puede abarcar varios significados, o puede almacenar tres o más caracteres o posiciones de código y modificar su significado según el color, con lo cual combina varias dimensiones del lenguaje escrito y aumenta, entonces, su complejidad.

Se dice que existe información de la estructura administrativa de la organización imperial en los quipus: estudios realizados encontraron pares con secuencias numéricas iguales o afines; otros parecen directamente duplicados y en algunos casos una parte de uno se corresponde con otra de otro quipu. Los registros son numéricos, aunque en algunos casos se supone que también son literarios. También se cree que almacenaban información de datos históricos, tratados de leyes, documentos de paz o guerra. Esta información era remitida a través del sistema de correos -chasquis- que cubría las rutas del Tahuantinsuyo. En Cuzco había datos exactos acerca de la cantidad de personas, sus edades y sexo en las diferentes provincias. Todo indica también que los incas manejaban el sistema decimal gracias al sistema de nudos, sus colores y sus tamaños.

Esperanza y Jaime llevan la delantera: ellos ya conocen el museo y saben qué nos aguarda. Los cerámicos -vasijas, jarros, cuencos- recuperan -parte de- la historia antes de la llegada de los españoles, que fue sólo providencial para España y Europa. Es curioso: en muchos museos o muestras de colecciones de arte incaico o anterior -Paracas, Chimú, Nasca y Chavín- se habla de antropología, a lo sumo de “precolombino”, no de historia, como si ésta fuera patrimonio de una nación o un continente específicos. No salimos de Hegel, para quien el territorio de la realización de la razón en la historia era Europa y América apenas geografía porque aquí el logos todavía no se había desplegado.

Los textiles, sin embargo, son precursores. Desde ellos, los anónimos artistas del Perú antiguo -cuando ni siquiera se llamaba así- marcan el camino en el arte para Klee, Picasso, acaso Miró y Tapiès, Xul Solar, Torres García, Rothko, Mondrian y tanta vanguardia. Los diseños de esas telas que acompañaron en su viaje al trasmundo a personajes importantes -incas, ñustas- adultos y apenas adolescentes y se conservaron intactos gracias a la aridez, las bajas temperaturas y la clandestinidad de las sepulturas, ocultas a la codicia de los conquistadores. Los amigos peruanos guían la recorrida: señalan por ejemplo, un tejido de algodón reticulado con motivo de peces; muestran los tejidos con entrelazados de plumas; destacan los motivos de peces, de océanos y serpientes, de pájaros y jaguares, y de todos esos animales que encarnaban la divinidad, la potencia, la fuerza y el seguro pasaje a los otros mundos. Hay un cierto sabor de revancha en saber que la desvencijada Europa no sólo alimentó su capitalismo con el oro y la plata de América o que llenó su estómago con las frutas de acá, o que sostuvo sus vicios con las plantas que los indios usaban para sus ritos. No, también copió las obras de artistas ignotos, anónimos cuya función era homenajear a los poderosos de su imperio: reyes, princesas, sacerdotes. En todo caso jerarcas que dominaban con mano de hierro desde el Cuzco ese territorio de más de dos millones de kilómetros cuadrados. 

Yoshitaro Amano, el fundador del museo, fue un ingeniero y empresario japonés que se desempeñó en el negocio pesquero en Perú desde 1929. Tras la segunda guerra, los militares estadounidenses lo internaron en campos de concentración en Panamá y Estados Unidos y luego lo trasladaron a Maputo, donde salió por un intercambio de prisioneros. Volvió al Japón y luego se instaló definitivamente en Perú, donde vivió hasta su muerte en 1982. Se dedicó a buscar y recopilar piezas textiles, herramientas, cerámicos y objetos suntuarios -joyas, adornos- correspondientes a varias culturas, en especial la Chancay, que se desarrolló al norte de Lima entre 1200 y 1470 con influencia en los valles Chillón y el Rímac.

Por el diseño de sus tejidos y la delicadeza de sus confecciones, Chancay era considerada una sociedad espiritual, austera y depurada. La síntesis conceptual de los tejidos, la estilización de sus motivos y la abstracción fueron los principales atractivos para Amano, quien encontró hasta noventa diseños distintos. Según los guías, es posible comprender este arte por sus vinculaciones y familiaridad con las corrientes expresionistas y abstractas del arte moderno. Las telas están confeccionadas con lana de alpaca y fibra de algodón y algunas están teñidas con la técnica del batik.

Los tejidos pertenecientes a la cultura Chancay contienen dibujos con volúmenes en tercera dimensión porque los artistas utilizaron imágenes entrelazadas. Según Rosa Watanabe, la viuda de Amano, “las concepciones asimétricas les permitían jugar con las dimensiones: exactamente lo mismo que se practica en Japón desde tiempos ancestrales. Hasta que llegó un momento en que esas imágenes se simplificaron: un ave, por ejemplo, terminaba convertida en un pequeño cuadrado, en un punto sobre la tela”.

Al cabo de dos horas, casi al atardecer, la primavera limeña todavía aprieta con su calor y su humedad. Los amigos comentan la exposición, hablan de la riqueza de las telas, de la originalidad de los diseños. Todos pensamos en que esto es sólo un pequeño porcentaje de aquella cultura. Todos sabemos que esa cultura sobrevive, a veces en la clandestinidad, a veces a cara descubierta, en el Perú actual. No hay diferencias entre los dos espacios, el del museo y el de la calle. En ambos hay algo de sagrado, y en ambos hay algo de profano. El mundo de los pájaros de la cordillera; de los peces del océano y de los felinos de la selva extiende su dominio en las veredas de Miraflores, continúa en el murmullo con que cada uno habla consigo mismo y se instala en esta cotidianeidad, que es nueva, que es renovada.

En la vuelta a un café de Miraflores, a la pastelería San Antonio cerca de la avenida Angamos, el mundo es el actual y no es el mismo: los antiguos artistas que caminaron la ruta del Inca y ambientaron la muerte de sus príncipes y princesas parecen haber triunfado, conservados en la aridez y el frío de los Andes. Están aquí, ahora. Como si hubiera una disolución en el tiempo, el mensaje es hoy, la mirada es ahora, el trazo es ya, el dibujo acaba de desprenderse de su modelo, que recién emprende su vuelo, se fue a nado o a la carrera. Éste y el otro son los mundos reales, y no es posible discernir cuál se habita.

29/07/2016

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