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09/12/2017

La capilla

La capilla | VA CON FIRMA. Un plus sobre la información.
Capilla de San Ignacio, Arequipa, Perú.

Los espejos tenían un sentido profundamente didáctico: los catequistas informaban a los indígenas que, si veían su imagen en el vidrio y no estaban bautizados o al menos convertidos, su alma quedaba congelada allí.

Gerardo Burton

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La primavera es muy calurosa en esta ciudad blanca: el cielo, por claro y transparente, parece más cercano. Acaso son los más de dos mil trescientos metros sobre el nivel del mar que acercan estas calles al sol, que cae sin clemencia ni obstáculos sobre cuerpos materiales y espirituales que sufren por igual el filo de la luz.

Apenas levantados los ojos, la primera sorpresa. La calle tiene el nombre de un bronce próximo: Álvarez Thomas, que nació aquí pero murió en el río de la Plata, en la ciudad que ahora es autónoma y que quizás le reconozca hoy menos sus servicios a la independencia americana que a la facción unitaria que siempre tiene un as en la manga para gobernar el país.

En la esquina de esta calle con Morán está el complejo jesuítico, uno de los tantos edificios congregacionales que empachan los ojos y adormecen la admiración. Como si fueran una cruzada a través de los siglos, de los años, de los meses, las iglesias perduran, aparentemente inmóviles, como si el Dios que confiesan fuera inmutable, ahistórico, impopular.

Se piensa que adentro está lo mismo, que la repetición no cesa: altares cargados con oro; esculturas de maderas importadas o americanas, muchas pintadas de dorado; óleos enormes con personajes importantes por su fortuna, por su triunfo en las batallas o por su enjundia teológica, unidos por el poder; vestimentas para las misas y las celebraciones; utilería religiosa para las procesiones; esculturas santas subidas a carruajes que deben ser tirados a mano por los cofrades. En fin, lo que se espera.

 

LA CIVDAD DE ARIQVIPA: Rebentó el bolcán y cubrió de zeníza y arena la ciudad y su juridición, comarca; treynta días no se bido el sol ni luna, estrellas. Con la ayuda de Dios y de la uirgen Santa María sesó, aplacó.

 

Sin embargo, el barroco siempre tiene algo nuevo que mostrar: no es un mero juego de espejos, de colores o sonidos. Y menos en América. Tal como lo fue la religión luego de asentarse la brutalidad de la conquista, tal como fueron los pueblos luego de la violación de los invasores, el mestizaje tuvo su originalidad y su venganza: no es lo mismo el barroco aquí que en Europa. No es lo mismo el renacimiento americano que el italiano.

La puerta no llama la atención, pero la curiosidad se despierta por el letrero. Se cobra para ingresar a la capilla de San Ignacio, que es la antigua sacristía del complejo. ¿Una sacristía devenida en capilla? ¿Pagar para entrar a ver casullas, estolas, cíngulos, albas, mitras, incensarios, vinajeras, patenas y cálices de un oro dudoso? La duda es un motor inmóvil, sostenida por el hecho de que casi todos los monumentos religiosos y los edificios históricos aquí están administrados por bancos: entre otros el BBVA, el Central de Perú o el Hipotecario. A los jesuitas les correspondió el Hipotecario.

Adentro no hay nada de lo que se esperaba pero mucho con lo que América sorprende. La iluminación proviene de un tragaluz ubicado en la cúspide de la cúpula en forma de media naranja. Es mediodía y en la ex sacristía los colores no dan tregua: es un retablo gigante en cuyas paredes está reproducida la selva tropical con sus plantas, sus flores, sus árboles y sus pájaros, escondidos entre las hojas y las ramas. Como ocurre con frecuencia en estos casos, la explicación en los folletos que se distribuyen mencionan las “extensas enredaderas de flores exóticas que alternan con frutos y pájaros legendarios de vívidos colores”. Las flores pueden ser exóticas en España, pero no en Perú: son de aquí, de la selva. En todo caso, lo exótico, en el momento de la construcción de la capilla, eran los jesuitas en particular y el mundo europeo en general.

Lo cierto es que la obra tiene más de tres siglos y parece recién terminada: las flores, las plantas y los pájaros desmienten que el barroco sea sólo sufrimiento, padecimiento y juegos de luces y sombras. Acá es todo luz: desde la cúpula en media naranja, ese recuerdo de los moros expulsados hasta los colores que no admiten rebajas, grises. Así es todo afuera: el sol de Arequipa no respeta rincones ni recodos, ilumina todo, a todo llega. Por eso, quizás, del sol a Viracocha y a Jesús y vuelta es un mismo recorrido. No hay Sixtina que valga: la alegría de la selva, la libertad de los colores supera cualquier límite o frontera o mensaje que intente poner el evangelizador. Otro detalle es que la obra no está firmada, como la mayoría de las pinturas de la escuela cuzqueña que no fueron realizadas por los artistas importados de Europa -España e Italia, fundamentalmente-. Acá quien no llegase de ultramar era anónimo. Y los indios no podían firmar, por lo cual algunos eludieron esta expropiación identificándose con pájaros de la selva peruana, que se distinguen en las esquinas de los bastidores o en la base de los murales y paredes.

La sacristía y actual capilla había sido ambientada para la catequesis: allí quedaban en retiro durante uno o más días los jóvenes sacerdotes recién ordenados y los novicios, y aquéllos que recién llegaban de España, con el objetivo de familiarizarse de a poco con el ambiente y la atmósfera que les tocaría cuando comenzaran su misión. Preparaban, con virtualidad religiosa ya que no informática, su adecuación a la flora, la fauna y las gentes con que se encontrarían. En su auxilio y para amenizar y sostener su meditación, una cornisa sirve de apoyo a ocho figuras de santos que esconden en su interior sus propias reliquias -fragmentos de su osamenta, algún objeto que usaron en vida- y, dominando la escena, en los cuatro capiteles corintios de las columnas, los evangelistas, cada uno acompañado por su imagen simbólica: Juan con el águila, Lucas con el toro, Marcos con el león y Mateo con el hombre.

Las imágenes se complementan con pinturas del jesuita italiano Bernardo Bitti -Las lágrimas de San Pedro, Cristo Resucitado y la Virgen de la Candelaria- y óleos mucho más antiguos como la imagen de la Virgen de Copacabana, por supuesto, anónimos.

En el centro de este retablo está el aguamanil de piedra con las iniciales que la tradición le atribuyó a Jesús: IHS -Iesus hominum salvator-. Un detalle: en cada esquina hay un espejo que permite observar los detalles de la cúpula y las paredes sin esforzarse en levantar la cabeza. Después, alguien dirá que los espejos tenían un sentido profundamente didáctico: los catequistas informaban a los indígenas que, si veían su imagen en el vidrio y no estaban bautizados o al menos convertidos, su alma quedaba congelada allí.

Es inevitable entonces recordar al Inca Garcilaso, uno de los primeros en historiar el proceso de mestizaje, probablemente para tratar de explicarse a sí mismo. En sus Comentarios reales reproduce un testimonio de una de sus fuentes que describe la situación de la población original: “se nos trocó el reinar en vasallaje”.

29/07/2016

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