Argentina
11/01/2018

“Rezábamos para que muriera”

“Rezábamos para que muriera” | VA CON FIRMA. Un plus sobre la información.

Mariana Dopazo, es psicoanalista y docente universitaria. A mediados de 2014 decidió cambiar legalmente su nombre y generar una desafiliación de su padre, el genocida, Miguel Etchecolatz. “No le permito ser más mi padre”, había sostenido unos años atrás. Ahora, con el beneficio de la prisión domiciliaria al ex comisario, redactó una carta en la que expresó: "Jamás creí que sufriríamos tal retroceso en Derechos Humanos”

"Vivir con Etchecolatz significaba no tener paz, hacer lo que decía y acostumbrarse al miedo de abrir la boca", sostuvo la mujer. “A mis 47 años, jamás creí que sufriríamos tal retroceso en Derechos Humanos”, sostuvo la hija del represor, ante el beneficio otorgado al genocida.

Hace unos años, Mariana Dopazo tomó la decisión de renunciar a su padre. Ante el intento de otorgamiento del 2x1 a los genocidas, la ex hija del represor había anticipado que “el desafiante dos por uno, de mayo de 2017, fue un día en el que la justicia se convirtió en injusticia. No sólo desde lo personal, sino desde el horror porque vuelve actuales las heridas. Las pérdidas. Los duelos”

A través de un artículo publicado en la revista La Garganta Poderosa, Dopazo se sumó al descontento y repudio generalizado de la sociedad argentina, que generó el beneficio de la prisión domiciliaria al ex comisario de la Policía bonaerense que se encuentra condenado a cuatro cadenas perpetuas por crímenes de lesa humanidad.

Aquí la carta completa:

"REZÁBAMOS, PARA QUE MI PAPÁ SE MURIERA"

Crear una vida propia, a las sombras de mi progenitor, uno de los genocidas más siniestros de nuestra historia, fue muy difícil. Siempre rodeados de armas, acompañados de custodia policial y metidos en una burbuja. Mi vieja hacía lo que podía, amenazada recurrentemente por él: “Si te vas, te pego un tiro a vos y a los chicos”. De hecho, mi recuerdo más crudo de la infancia da cuenta del sufrimiento permanente: cada vez que él volvía de la Jefatura de Policía de La Plata, nos encerrábamos a rezar en el armario con mi hermano Juan, para pedir que se muriera en el viaje.

Sí, eso sentíamos, todos los días de nuestras vidas.

Crecí entre situaciones traumáticas, en plena soledad, porque vivir con Etchecolatz significaba no tener paz, hacer lo que decía y acostumbrarse al miedo de abrir la boca, porque podría venirse la respuesta más terrible. Aun así, desde chiquita fui bastante rebelde, tanto que mi familia me apodó “estrellita roja”. Lo desobedecía, sí, tanto como era posible. Y a ese ritmo, se repetían sus golpes. Era cruel, castigaba muy fuerte y después se preocupaba: "Mirá lo que me hacés hacerte", decía. Cuando oía sus pasos, sentía el perfume del terror. Y sí, haber convivido con un genocida me permitió conocer su esencia, su faz más verdadera.

Siempre fue narcisista, una persona sin bondad, impenetrable, que nunca dio lugar para que sus hijos pudieran preguntar. Nunca nos explicó nada. Hay asesinos que le han contado algo a su círculo íntimo, pero Etchecolatz no. Y es un contrapunto interesante: no habló con su familia ni frente a la Justicia, sosteniendo un doble silencio. O sea, corporizó lo más terrible en todo momento, sin importarle jamás el otro y convirtiéndose en el símbolo más cruento del aparato represivo.

Cuando el Juzgado de Familia autorizó a deshacerme del apellido teñido de sangre, en 2016, para suplantarlo por el de mi abuelo materno, creí que había terminado una etapa. Sin embargo, la intención de beneficiar a los genocidas con el 2x1 me angustió y me impulsó a marchar por primera vez. Sentí que la Justicia había dejado de ser justa en materia de crímenes de lesa humanidad y empezaba a desampararnos. Pero incluso podía ser peor… Días atrás, mientras visitaba a mi familia me enteré que ahora tendrá el privilegio de irse a su casa. “Es imposible que le den la domiciliaria”, me aseguraba mi mamá, para tranquilizarme. Hasta que nos llamaron para avisarnos. Todo se convirtió en silencio. No pude pensar, ni hablar más. Así estuve la noche entera, tratando de salir de la oscuridad.

Ante semejante noticia, no puedo imaginarme lo que sentirán quienes lo sufrieron y menos todavía quienes deberán convivir con él, en el mismo barrio marplatense. Sólo dos tipos de personas conocen verdaderamente a un sujeto como él: sus víctimas y sus hijos. Por eso, a mí que no me lo vengan a contar. Nadie puede venderme el discurso de la reconciliación, ni el cuento del viejito enfermo que merece irse a su casa. Quienes conocemos su mirada, sabemos de qué se trata. Hay centenares de genocidas con prisión domiciliaria, pero él nos hierve la sangre porque representa lo peor de esa época, tras haber sido la cabeza de 21 centros clandestinos y no haberse arrepentido ni un centímetro de sus acciones, fiel e incondicional a las mentes que planificaron ideológicamente la masacre.

Justo y reparador sería que Miguel Osvaldo Etchecolatz estuviera para siempre en una cárcel común, hasta el final de sus días. Pues las marcas en el cuerpo, las marcas en la memoria, las marcas del espanto, las marcas del no saber, no se borran nunca, pero nunca más... Como sociedad, debemos luchar para que vuelvan atrás con esta decisión inadmisible y, aún en el sufrimiento, celebro que sigamos saliendo a la calle, aunque nos lo quieran prohibir. A mis 47 años, jamás creí que sufriríamos tal retroceso en Derechos Humanos, pero la fortaleza popular es enorme y debe seguir creciendo hasta meter a cada una de las bestias tras las rejas.

No se transa con el dolor, ni se silencia el horror. 

No pudieron vernos retroceder. Y tampoco van a poder.

29/07/2016

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